Durante la alta Edad Media el papado llevó a cabo una lucha a muerte contra los emperadores alemanes y su pretensión universal de imperio que chocaba abiertamente con el concepto paralelo de la primacía de un estado universal teocrático. Para ello, el papado trató de defender su supremacía con argumentos teológicos y jurídicos tradicionales que cada vez tenían más en contra a los intelectuales de Francia e Inglaterra. El papado trató de mantener en pie su primado universal mediante diplomacia, excomuniones e interdictos, aunque para ello se fuese formando un espíritu crítico que cada vez se iba distanciando más de la iglesia papal. Comenzaba a establecerse una cultura laica mundana y una oposición anticlerical y anticurial cada vez más fuerte. Francia, estado que se había convertido en la primera potencia europea y que había sustentado una nueva conciencia nacional francesa, puso en tela de juicio al papado como instancia soberana universal. Bajo todo este trasfondo los acontecimientos se sucederían de forma más bien dramática.

 En julio de 1294, tras una sede vacante de más de dos años, es elegido papa un monje benedictino de los Abruzzos. Con cerca de ochenta años de edad, Celestino V era un hombre piadoso y en suma bienintencionado, pero también un total desconocedor del mundo. En una iglesia del todo mundanizada y saludado por algunos de forma mesiánica e incluso angélica, Celestino V será el único papa de la historia pontificia en dimitir cuando sólo llevaba cinco meses en el cargo. En diciembre de ese mismo año el cardenal Benedetto Gaetani es elegido su sucesor con el nombre de Bonifacio VIII. Hombre amante de la pompa y el boato, con una ambición de poder sin escrúpulos, parece que tuvo mucho que ver con la dimisión de su antecesor. Nada más ser elegido papa ordena que el anciano y dimisionario Celestino V sea recluido en un espacio tan reducido en el fortín de Fumone que no tarda mucho en fallecer. Con el tiempo, la fortuna familiar del nuevo papa Bonifacio se multiplica de una forma ciertamente desvergonzada. Pero todavía se atreve a ir mucho más lejos: En 1296 publica la bula Clericis laicos mediante la cual declara que la tributación del clero es un hecho exclusivo del papa. Niega además la jurisdicción regia sobre los clérigos y amenaza con excomuniones e interdictos cualquier tipo de oposición. Pero cinco años después y envalentonado del todo tras haber «solucionado» el asunto de las indulgencias mediante el jubileo (abundantes ingresos financieros por medio de las peregrinaciones) durante el primer Año Santo, Bonifacio VIII comete el error de publicar una bula — Ausculta filii — nada menos que contra el rey francés Felipe IV el Hermoso, muy crítico con la unitaria decisión romana adoptada en el asunto de las indulgencias y necesitado de dinero por su guerra contra Inglaterra. Éste reacciona alegando que su poder procede directamente de Dios y pone en tela de juicio las pretensiones romanas de un superior poder espiritual. En una hábil jugada propagandística el rey Felipe convoca a la nobleza y el clero de Francia, poniéndose ambas instituciones de lado del rey por unanimidad nacional. El papado se ve enfrentado no sólo a un rey, sino a todo un pueblo. El 8 de septiembre de 1303 el papa Bonifacio se encuentra preparando el decreto de excomunión del rey francés cuando sucede algo realmente extraordinario: El papa es hecho prisionero en su castillo de Anagni por un grupo de gentes armadas conducidas por el consejero regio Guillermo de Nogaret. Aunque finalmente acaba siendo liberado por el pueblo de Anagni, la humillación física y psíquica sufrida por Bonifacio — un ser tremendamente vanidoso y orgulloso — es tal que fallece apenas un mes más tarde en Roma tras haber sido instado a retirarse. Su sucesor — tras un brevísimo mandato de Benedicto XI y un posterior interregno de once meses– es el antiguo arzobispo de Burdeos, Clemente V, quien es entronizado en Lyon y decide permanecer en Francia por motivos de salud. Tras largas vacilaciones, Clemente V fija su sede en Avignon.

 Alrededor de 70 años duró la cautividad babilónica de los papas en Avignon. Desde ese instante fue un hecho que todos los papas eran franceses y que dependían por completo de la corona francesa. En Italia la situación se había vuelto cada vez más difícil y en Roma se daban las más salvajes luchas partidistas. Incluso se cernía la amenaza de la pérdida de los estados pontificios. Tal vez por eso, el papa Urbano V volvió en 1367 por tres años a Roma para fijar después su residencia nuevamente en Avignon. Diez años más tarde, y a instancias de Catalina de Siena y Brígida de Suecia, el papa Gregorio IX decide trasladar nuevamente la sede pontificia a Roma. Sin embargo, Gregorio fallece en 1378, tan solo un año después, y su sucesor elegido de forma legal, Urbano VI, muestra tales síntomas de trastorno mental — un enfermizo afán de grandeza — que según la concepción canónica tradicional existían fundados motivos para que perdiera automáticamente el cargo. De hecho, algunos cardenales ven motivo suficiente para elegir otro papa en ese mismo año de 1378. El elegido resulta ser el ginebrino Clemente VII, quien luego de sufrir una severa derrota de sus tropas en Roma, decide fijar su residencia nuevamente en Avignon. El problema surge cuando el denostado papa Urbano VI, animado por su victoria militar sobre las tropas de Clemente, se niega a dejar el cargo. Con ello, coexisten entonces dos papas y lo peor es que ambos deciden excomulgarse mutuamente.

 Se produce entonces un gravísimo cisma, el segundo tras la ruptura con Oriente, en la Iglesia de Occidente. Francia, Aragón, Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Escocia y algunos territorios del sur de Alemania se adscriben a la obediencia de Avignon y de Clemente VII. Por contra, a la obediencia romana de Urbano VI se adhieren los territorios del centro y norte de Alemania, el norte de Italia, Flandes, Inglaterra, los países nórdicos y el Este de Europa. Los conflictos que crea esta dualidad papal llegan a socavar la conciencia colectiva de los fieles cristianos. Surgen santos que apoyan a una u otra candidatura: Mientras que Catalina de Siena se muestra partidaria de Urbano VI, el asceta Vicente Ferrer se pone de parte de Clemente VII. Por si no fuera poco, esta situación — dos colegios cardenalicios, dos curias y dos sistemas de finanzas — terminó por deteriorar la economía pontificia.

 La situación llegó a ser tan insostenible que todo el mundo cristiano reclamó una reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros. Sólo un concilio podía ayudar a resolver la situación, pero un concilio entendido como una representación de la cristiandad entera y no como un efluvio de plenitudo potestatis pontificia. A pesar que desde la Universidad de París empiezan a surgir importantes y autorizadas voces partidarias de una reforma general — Pierre d´Ailly y Jean Gerson — los dos papas no ceden lo más mínimo y se niegan a dimitir. Es entonces cuando surge una milagrosa — más bien ecuánime — reunión de los cardenales de ambas partes y se celebra un concilio general en Pisa en el año 1409. En dicho concilio se acuerda deponer a los dos papas y se elige uno nuevo, Alejandro V, con lo que la Iglesia tiene de repente tres papas (Por descontado, ni el papa de Avignon ni el de Roma aceptaron tal resolución). La insensata dualidad pontificia se había convertido de improviso en una maldita tríada. Incluso tras la muerte de Alejandro V la línea pisana nombra a Juan XXIII (aquí sobreviene un tema realmente curioso: Ningún papa o concilio alguno posterior decidió deslegitimar a los tres papas rivales — Martin V, tras el Concilio de Constanza, trató en sus disposiciones finales por igual a las tres obediencias anteriores — con lo que Angelo Roncalli, el añorado papa Juan XXIII, debería haberse llamado en realidad Juan XXIV). La cuestión, lejos de solucionarse con el concilio de Pisa, se agrava de la manera más dramática imaginable. La solución llegó del concilio de Constanza, el único concilio ecuménico que se ha celebrado hasta el presente en Alemania, pero tal vez el más importante de toda la Edad Media e incluso de la cristiandad occidental.

 El concilio de Constanza se celebró entre los años 1414 y 1418 y partió de una triple vía de cometidos: La causa unionis (unión de la Iglesia); la causa reformationis (reforma de la Iglesia y de sus miembros); y la causa fidei (predicación eclesial y administración de sacramentos). Este concilio, pese a ciertas disposiciones adoptadas que resultaron funestas — quema de Jan Hus — y que posteriormente fueron denunciadas por Lutero, fue un completo éxito y consiguió eliminar la gran división existente entonces en la Iglesia. Mediante el decreto Frequens del 8 de octubre de 1417 se dispone la deposición de los tres papas existentes hasta entonces al tiempo que se mira hacia el futuro a fin de institucionalizar para todo tiempo el proceso de reforma. Se acuerda la celebración frecuente de concilios generales y se elige como nuevo y único papa de la cristiandad a Martín V.

 Pese a que el concilio de Constanza resultó del todo trascendente para solucionar la profunda división de la Iglesia de Occidente, en la actualidad dicho concilio no goza de especial predicamento en los tratados dogmáticos de la teología escolástica romana. Es lógico si pensamos que el concilio de Constanza, normativo hasta hoy, declara que los concilios están por encima de la autoridad papal. Ello resulta ciertamente incómodo para una teología centrada en el papa romano, como por desgracia ocurre en la actualidad. Y no es menos cierto que tras la celebración del concilio de Constanza se volvió con rapidez a un intento de restauración del absolutismo pontificio. La Curia romana, como instancia ordinaria y poder permanente, se demostró más fuerte que la institución extraordinaria del concilio (los concilios vienen y van, pero la Curia romana permanece… Famoso lema romano). Martín V y sus sucesores procuraron con todas sus fuerzas reconquistar un poder primacial sin respeto a control alguno, pese a afirmar la validez de Constanza como fuente de legitimidad del nuevo papado resultante y de sus sucesores. Este papismo extremo sin controles conciliares derivó en el abuso del cargo papal durante el Renacimiento. Las consecuencias, sumadas a otros factores, no tardarían en aparecer en forma de un nuevo y más grave cisma: La Reforma Luterana.