Es probable que la política centralista y afín a los intereses familiares llevada a cabo por el tercer califa, Utmán, fuese la que acabara prendiendo la mecha de la agitación entre las importantes comunidades de Kufa y Egipto. Ya en el año 656, incluso en la propia Medina se celebraron asambleas caracterizadas por su tenor crítico y por el descontento. La situación se agrava cuando una multitud procedente de Egipto se concentra frente a la casa del califa y le acusa de nepotismo y dilapidación de dineros públicos. Tras infructuosas negociaciones, el grupo asalta la casa y asesina al califa. Este hecho cuestiona radicalmente la unidad de la comunidad musulmana, provocando una escisión que se mantiene hasta nuestros días.

 La figura de Alí Ibn Abi Talib era ya bastante conocida no ya sólo por ser primo y yerno del Profeta, sino también porque anteriormente había participado como miembro de la comisión de electores que eligieron como califa a Utmán. Tras el asesinato de éste, Alí fue designado para ocupar el califato merced a la voluntad de las fuerzas de Medina frente a una cada vez más poderosa aristocracia de La Meca y, por extensión, de Siria (Queda meridianamente claro que la elección de Alí no obedeció en principio a razones hereditarias). Tan pronto como Alí es investido califa se revela como una persona del todo dinámica y competente. Una de sus primeras medidas es retirar a numerosos gobernadores ineptos de la época de Utmán, con lo que provoca el enorme enfado de la familia omeya. Además, frente a la centralización de su antecesor, procuró una distribución más justa y equitativa de los ingresos fiscales y de los botines de guerra. Sin embargo, el incipiente califa comete un error de bulto y no es otro que el de valerse del apoyo de los asesinos de Utmán para elevarse a la dignidad califal, en vez de ordenar su arresto y castigo (Tal vez con esa decisión hubiese aplacado un tanto el enfado de los Omeyas). Lo cierto fue que un primo de Utmán, el poderoso gobernador de Siria llamado Muawiya, evita todo tipo de homenaje durante la elección de Alí y posteriormente, respaldado por Siria y Egipto, eleva una protesta aludiendo a que dicha elección había sido llevado a cabo tan solo por una minoría sin contar con los notables de las provincias. Muawiya exige la inmediata entrega de los asesinos de Utmán como condición inexcusable y previa a cualquier pacto. Alí se ve incapaz de traicionar a los que han hecho posible su elección y toma una importante decisión de enormes consecuencias: Traslada la residencia califal fuera de Arabia, concretamente a Kufa, junto a orillas del Éufrates, en donde acapara multitud de seguidores. Esta inverosímil decisión evidencia que nos hallamos ante dos ejércitos musulmanes frente a frente (El de Muawiya en Siria y el de los partidarios de Alí en el Éufrates). Las intenciones de ambos ejércitos no son precisamente amistosas y el fantasma de una lucha fratricida (Impensable en los tiempos del Profeta) recorre toda la ya muy extensa geografía musulmana.

 En el año 656 Alí «consigue» poner en su contra a Aisa — viuda del Profeta e hija del primer califa, Abú Bakr — y a dos influyentes personajes de la aristocracia de La Meca, Talha y Zubiair, pariente de la primera mujer del Profeta, Jadicha. Junto con un numeroso grupo de seguidores armados parten hacia el sur de Irak con el objetivo de soliviantar contra Alí las ciudades de Kufa y Basora. Esto trae como consecuencia que Alí tenga que dejar de lado Siria para ocuparse de Irak. Tiene lugar entonces la famosa Batalla del Camello en la que Alí sale victorioso y en donde tanto Talha como Zubiair mueren (Por su parte, Aisa, quien según una leyenda alentaba a sus partidarios a lomos de un camello, es apresada y enviada de vuelta a La Meca). Un año después, en 657, Muawiya y su ejército sirio cargan contra las tropas de Alí cerca de Siffin, al este de Alepo. Tras semanas de combates y escaramuzas, se consigue llegar a un pacto consistente en nombrar a un tribunal de arbitraje encargado de dirimir si el asesinato de Utmán estuvo o no justificado. Dos años después — existe poca documentación al respecto — parece ser que dicho tribunal dio la razón a Muawiya, determinando entonces que había de realizarse una nueva elección de califa. Algunos de los antiguos partidarios de Alí se sienten decepcionados y le reprochan que haya dejado los asuntos de Alá en manos de un tribunal «humano» de arbitraje. Estos opositores (Jarichíes = Huidos, retirados a pie) abandonan Kufa y Basora y se concentran en Narawan, junto al Tigris, donde son atacados por sorpresa y diezmados por el califa. Las venganzas de sangre son consustanciales al entorno árabe aunque tarden en cumplirse. En 661, cuatro años después, un jarichí traspasa con una espada envenenada al califa Alí junto a la mezquita de Kufa, quien fallece unos días después tras una dolorosa agonía. El mundo musulmán asiste atónito a la tercera muerte por asesinato de un califa que hace el número cuatro de la lista… Muawiya, quien ya por su cuenta se había hecho nombrar califa en Jerusalén en el año 660, es ahora unánimemente reconocido como «califa oficial».

 Sin embargo, el nuevo nombramiento no consigue acallar a los aún partidarios del profeta Alí (Shiat Alí), los chiíes, quienes insisten en que Muawiya es un usurpador, por lo que deciden agruparse en torno a Hasan, uno de los hijos de Alí y nieto del Profeta. En 661, sus tropas se encuentran con las de Muawiya en las cercanías de Ctesifonte, en Persia. Pero la esperada batalla no tiene lugar y se entablan en unas negociaciones que terminan con la rendición de Hasan (Las versiones difieren: Según los sunníes — partidarios de Muawiya — Hasan no vio ninguna expectativa de victoria y se rindió; según los chiíes — partidarios de Alí — Hasan no quiso que se derramara más sangre musulmana y renunció a su legítima pretensión califal). Muawiya agradeció el «noble» gesto de Hasan y le concedió a cambio una enorme suma de dinero más los ingresos tributarios de un distrito persa. Hasan rinde homenaje a Muawiya en la mezquita de Kufa y allí mismo renuncia públicamente al califato, retirándose a una vida de lujosos placeres sensuales en Medina. (Aquí también difieren las versiones: Según los sunníes, Hasan llegó a tener hasta 90 esposas y 400 concubinas; según los chiíes, Hasan nunca renunció al califato y sufrió hasta 70 intentos de asesinato por parte de Muawiya. En los textos chiíes, la figura de Hasan aparece muy idealizada al atribuírsele ciertos hechos milagrosos).

 La estabilidad pareció presidir por fin la primera década del califato de Muawiya — a los diez años de su ascenso a califa, reunió a algunos portavoces chiíes en Damasco y posteriormente los ejecutó — y el fantasma chií sólo aparece con fuerza otros diez años más tarde, en 680, cuando, poco antes de su muerte, Muawiya nombra a su hijo Yazid como sucesor. Fue entonces cuando los chiíes se agrupan en torno al otro hijo de Alí, Husein, a quien «invitan» a que se dirija a Kufa para ser proclamado nuevo califa. La empresa es del todo atrevida y descabellada; pese a las advertencias, Husein viaja hasta Irak con toda su familia pero con escasos fieles (Unos 50 seguidores). Nada más llegar a Irak es seguido de cerca por un grupo de tropas gubernamentales. El propio gobernador de Kufa insta a Husein a rendir homenaje a Yazid como nuevo califa. Husein se niega y con su pequeño grupo se lanza a una suicida confrontación armada en Kerbala, a unos 80 kilómetros al sur de Bagdad. El resultado de la desigual contienda no puede ser más catastrófico: Husein, su hijo mayor y todos los varones son pasados a cuchillo. Con su muerte, la línea directa de los sucesores del Profeta se extingue para siempre. Los ajusticiados son enterrados en Kerbala, pero sus cabezas son enviadas a Kufa junto con las mujeres y los niños del grupo. La cabeza de Husein es enviada a Damasco, en donde los partidarios de Yazid se mofan de ella antes de entregársela a sus familiares. A día de hoy, nadie sabe con certeza dónde fue depositada finalmente aunque en la actualidad la cabeza se venera en tres sitios distintos: Medina, Nayaf y Merf. La tumba con el cuerpo de Husein, en Kerbala, en donde se edifica una mezquita, se convierte desde entonces en el más importante centro de peregrinación de los chiíes. Y el aniversario del día de su muerte (10 de octubre de 680) pasa a ser el gran día de luto público, con numerosas representaciones y sangrientas procesiones autoflagelantes de sus participantes.

 Tras estos acontecimientos, la disputa — latente desde el principio — por la sucesión del Profeta, las discrepancias acerca de las condiciones que habilitan para acceder a la dirección de la comunidad estallan irremediablemente. La cuestión radica en qué ha de ser más determinante para el acceso a la sucesión: Si la contribución realizada al Islam (Sabiqa) o la proximidad genealógica al Profeta (Nasab) y su familia. Debido a la existencia de tres teorías diferentes sobre el califato y tres conceptos distintos de soberanía, la unidad de la comunidad musulmana se rompe en tres bandos:

– El sunní, mayoritario (Hoy en día reúne a un 90% de musulmanes) que se atiene a la sunna (Costumbre, tradición); para ellos, corresponde a la comunidad islámica o a sus legítimos representantes elegir al sucesor del Profeta. Reconocen de esta forma a los cuatro primeros califas de Medina, a quienes llaman los «bien guiados», esto es, la encarnación de un gobierno ideal. Por lo tanto, se impone el sistema electivo.

– El chií, minoritario (Hoy en día reúne a un 10% de los musulmanes, especialmente en Irak, Irán y Líbano) que entiende que la sucesión del Profeta depende del mandato divino y de su anuncio por el propio Muhammad. Por ello reconocen sólo a Alí como legítimo sucesor elegido por Dios y supuestamente designado por el propio Profeta, así como, después de él, a aquellos de sus descendientes que satisfacen los requisitos de rango. Por lo tanto, defienden el sistema dinástico.

– El jarichí, aún más minoritario (Reducido a una parte de Omán y Zanzíbar) que entiende que para ser califa no basta con ser elegido entre los electores que forman parte de la tribu originaria del Profeta, los quraisíes, ni tampoco ser descendiente del Profeta. Para los jarichíes, el sucesor debe ser, con independencia de su pertenencia a cualquier tribu o clan, el «mejor musulmán», aunque se trate incluso de un esclavo.