Tal vez, aquellos oscuros nubarrones que preludiaban el otoño fuesen también un trágico reflejo de mi espíritu atormentado. Aquella temprana lluvia de septiembre logró aletargarme en un anhelado remanso de inconsciencia que mi alma suplicaba, no ya a gritos, sino en íntimos sollozos de imponderable angustia. Ciertamente, las penas y aflicciones servían de envoltorio a un paquete de frustrados sentimientos en donde se acumulaban como pesadas losas tres años de apasionada relación. Quizás, la rúbrica de un lazo negro invitaba morbosamente a destapar la caja de sorpresas que involuntariamente habíamos recreado los dos desde lo más superficial de nuestros respectivos corazones. Ella pretendió suplantar la huella de un recuerdo imborrable mientras que yo, a buen seguro, quise adquirir un mayor protagonismo del que el propio devenir existencial me tenía reservado. Y, entre medias, aquella jovencita de apenas trece años que había sido tan gozosamente concebida por su padre como posteriormente abandonada a su maternal suerte. Desde un principio, creí tener del todo claro cuál era mi cometido en aquel delicado juego de sentimientos y lo asumí con esa primeriza ilusión que concede el hecho de sentirte alguien especialmente importante. Sólo imperó una difícil e inexorable condición por parte de su madre: La niña nunca debía descubrir que entre los aires que nos envolvían se respiraba algo más que una desinteresada e inocente amistad. No me pareció adecuado y así se lo hice saber; pero un argumentario basado en una presumible incompatibilidad entre la búsqueda de la felicidad afectiva y la obligación de educar a una hija tumbó cualquier réplica mía. Ella era la madre y decidió imponer unas estrictas reglas que terminé por aceptar y respetar. Sin embargo, resulta en exceso complicado asumir ciertos roles cuando tu autoridad se ve limitada por las propias contradicciones que la sustentan: Yo era como un padre para la niña, un hombre excepcional, comprometido y responsable, si decidía invitar a la niña y a su madre a pasar un fin de semana en Londres para que aquella se acostumbrase al acento inglés; si acompañaba a la misma al Museo del Prado en época de exámenes; o si la obsequiaba con costosos regalos — un reproductor de vídeo, un potente equipo de música, etc. — en fechas señaladas. Pero, por el contrario, yo no era su padre a la hora de censurar su poco y muy mejorable empeño escolar; o durante los frecuentes episodios en donde, exhibiendo una injustificada rebeldía circunstancial — «La pobre echa de menos a su padre…» — faltaba gravemente al respeto de su progenitora: –«No le digas nada a la niña, Leiter; si observas que me insulta o que me ofende, mantente al margen. A fin de cuentas, tú no eres su padre…»–  Con todo, eran mayores las virtudes que los defectos y así no tardé en encariñarme de manera paternal con aquella jovencita a la que yo también acababa por disculpar cualquier falta por el hecho de considerarla víctima de los caprichos de un pendenciero que, paradojas de la vida misma, también se servía de la música para dar sentido a su existencia aunque con un estilo totalmente contrapuesto al mío. Madre e hija habían sido abandonadas por aquel ser sin ningún tipo de ayuda económica y ahí estaba yo, dispuesto a remediar aquella insolente injusticia, junto con los agotadores sacrificios de una paciente y resignada madre que trabajaba de sol a sol para satisfacer cualquier necesidad de su hija. Quien sabe si fue producto de mi ingenuidad o de mi imperativo moral, pero el caso era que paulatinamente me llegué a ver a mí mismo como un imperdonable mentiroso que ocultaba a duras penas determinadas circunstancias que la niña, tres años más tarde, debía conocer más en profundidad. Así lo juzgué y por eso decidí librarme de las esclavizantes retóricas una noche, cuando abordé la situación sin consultar nada a su madre y aprovechando que ésta aún no había regresado de trabajar. Aquella niña era ya una hermosa joven de dieciséis relucientes primaveras que parecía comprender del todo determinados vericuetos de la existencia humana: –«Nena, sabes que te quiero con todo mi corazón… Quisiera comentarte algo. Me veo en la obligación de ser sincero contigo y creo que ya eres lo suficientemente mayor como para entenderlo. Yo no quiero engañarte: Quiero que sepas que entre tu madre y yo existe algo más que amistad…»–  La joven no pareció inquietarse en absoluto: –«La verdad es que lo he sospechado siempre… No me importa, Leiter. Te agradezco que hayas sido tan sincero conmigo»–  Sin embargo, aquella declaración de principios significó asimismo el principio de una inevitable ruptura: –¿Pero cómo has sido capaz de decirle eso a mi hija? Me ha puesto de puta para arriba…»–  A costa de intentar aplacar una situación que interiormente me torturaba perdí todo cuanto sentimentalmente había invertido en aquella incompleta familia durante tres inolvidables y felices años. Aún así, me quedaba el triste consuelo de saber que la niña, tal vez algún día, comprendería mi actitud y quién sabe si la de su propia madre. Pero los episodios se fueron precipitando de una forma que jamás hube de imaginar. Una mañana, al acudir al domicilio de ellas para recoger unas cosas, observé que una tarjeta postal sobresalía por la boca del buzón. La agarré y leí absorto su contenido. La hija había acudido a un campamento de verano y escribía a su madre. En una de las apretadas líneas podía leerse: –«…Y me alegro mucho por tu decisión con «el barbas»; que le vayan dando… Por cierto, me cae muy bien ese tal José Luis al que acabas de conocer…»–  Deposité la carta en el buzón de igual manera en que uno arroja flores sobre una sepultura y subí como hipnotizado a la casa, en estado de auténtico shock emocional  –«Leiter… ¿Te ocurre algo? Traes mala cara… Me llamó la niña ayer. Se lo está pasando muy bien… Me ha dado muchos recuerdos para ti…»– Si bien en mi estrenada orfandad afectiva añoraba los momentos más felices e íntimos vividos con su madre — Brujas, Lisboa, Nueva York… — mi mayor trauma fue el hecho de saberme odiosamente despreciado por una jovencita a la que en muchos momentos consideré como mi propia hija. No me perdonaba el no haber sido capaz de haber realizado con eficacia y decoro el papel de padre suplente que las circunstancias me habían otorgado. En la soledad de mi apartamento se me hacía un nudo en la garganta cada vez que esbozaba la imagen virtual de la que había sido mi pareja abrazada a unos brazos que no eran los míos; pero sólo conseguía llorar a lágrima viva cuando contemplaba aquel retrato de su sonriente hija… Ahí no acabó todo: Unos días después, la madre también decidió confesarse: –«Leiter… De un tiempo a esta parte mi hija ha estado recibiendo correspondencia de su padre. Vive en Miami… La niña está ilusionada, recordando su infancia… Es su padre… ¿Yo? Creo que aún sigo enamorada de él…» — Apenas pude balbucear: –«Siempre lo has estado… Siempre te lo dije…»— Una mañana, mientras estaba preparando en mi apartamento las cosas para salir a trabajar, escuché por la radio la inconfundible voz de Pepe Domingo Castaño: –«Bueno, y ahora os quiero presentar a un magnífico cantante que ha venido desde Miami hasta nuestros estudios para darnos a conocer su nuevo disco…»–  Mitad inercia, mitad compasión, descolgué el teléfono y llamé a la madre. A fin de cuentas, aún éramos amigos y pensé que estaría muy interesada en escuchar esa entrevista. Lo cortés no quita lo valiente. Al contestar mi ex-pareja la llamada, escuché por el auricular la misma sintonía acoplada a la que estaba emitiendo mi aparato de radio: –«No, nada, nada… Te llamaba por eso mismo… Creí que no te habías enterado… Vale, vale. Te dejo. Adios…»–  Me sentí un ser sentimentalmente estafado. Ya no creía en el amor ni mucho menos en las personas. Por ello, decidí imponerme una dura penitencia en donde el alcohol, el juego y los cariños pagados llegaron a centralizar mi vida durante los fines de semana, durante mi tiempo libre. Me consideraba y me veía a mí mismo como un hombre despreciable y sentía un irrefrenable deseo de hacerme cada día aún más despreciable. Algún sábado de madrugada llegué a sopesar la idea de suicidarme. Menos mal que siempre he sido un cobarde ante cualquier interesante iniciativa…

Durante los tres años en los que aquella mujer y yo mantuvimos una relación que ella siempre quiso definir como fundamentalmente amistosa — íntimas veladas de alcoba aparte — nuestras relaciones sociales quedaron reducidas a salir de copas las noches de los viernes junto con otra pareja cuyo miembro varón era un antiguo compañero mío de colegio. Ocurre que, en determinados momentos, uno siente la necesidad de prolongar ciertos episodios de infancia y adolescencia y, en vista de ello, suele incorporar a su círculo de amistades a personas que quizás no presentan unas afinidades mayormente actualizadas, sino que más bien representan un vínculo con el recuerdo de etapas un tanto añoradas. Sin que aquel hombre fuese una persona para mi detestable, ni mucho menos, lo cierto era que cada vez que nos veíamos no teníamos otro tema de conversación que no estuviese basado en esos recuerdos escolares. Cuando comentábamos cualquier tema de actualidad resultaba evidente que muchas eran las diferencias de criterio que nos separaban, acorde con nuestras distintas ideologías personales. Nuestras trayectorias habían sido del todo divergentes y era más que probable que sólo ese recuerdo compartido de infancia fuese lo que aún nos mantuviese unidos como para vernos con relativa asiduidad. En ocasiones, me aburría soberanamente durante aquellas citas de los viernes por considerar que eran rigurosamente formalistas; pero tampoco era cuestión de cortar con el único hilo que nos servía como excusa para salir un rato de nuestro entorno habitual de pareja oficialmente «no reconocida». Aún así, a punto estuvimos de formalizar los cuatro un viaje a la India que finalmente se frustró por la eterna preocupación existencial de mi pareja: –«¿Y qué le cuento yo a la niña?»–  Quiso el destino que la proyectada boda de aquellos amigos coincidiera en fechas con nuestra ya más que finiquitada relación sentimental, aspecto que fue del todo conocido por ellos a través de sucesivos episodios que no hacían sino confirmar la inevitable ruptura. Incluso en una ocasión, mi pareja y la de mi amigo quedaron a solas y en violado secreto para tratar el asunto, en lo que consideré una frivolidad con trazos de peyorativa justificación. Tres días antes de la boda decidí telefonear a mi amigo para hacerle saber que, dadas nuestras deterioradas relaciones entre mi pareja y yo, no acudiría al enlace matrimonial (No puedo negar que yo también hice uso de otra peyorativa justificación). Esa misma tarde, y de forma imperativamente obligada por ellos, concertamos una cita de urgencia: –«Me encuentro muy mal, de veras. No acabo de asumir esta ruptura y no estoy en condiciones anímicas para asistir a vuestra boda. Me acuerdo mucho de ella y de su hija…»– Sin embargo, tras dialogar largo y tendido sobre el tema, mi amigo me recordó cierta promesa: –«Leiter, siento todo lo que está ocurriendo entre esa mujer y tú. Que te quede claro que nosotros te invitamos a ti… Pero a ella no la podemos dejar fuera. Intentad una tregua para ese día, por favor. Además, recuerda tu promesa de realizarnos el reportaje fotográfico… No hemos contratado ningún fotógrafo»-– Y así me encontraba yo el mismo día de la boda, un sábado al mediodía, contemplando desde mi apartamento aquellos oscuros nubarrones que se cernían sobre el horizonte y que amenazaban con aguar la inolvidable jornada de mis amigos. La víspera, y atendiendo a los preceptos de mi impuesta penitencia, acabé regresando a casa con las primeras luces del alba y luego de haber contemplado el cierre de todos y cada uno de los bares nocturnos de la Avenida Donostiarra… A eso de las dos de la tarde, mi antigua pareja se presentó en el apartamento (Disponía aún de un juego de llaves): –«¡Por el amor de Dios, Leiter! ¡Faltan sólo tres horas para la boda y tú ahí tirado en la cama, durmiendo la mona!» —  A duras penas me incorporé: –«No voy a ir… No puedo. Ve tú por mí…»–  Armándose de paciencia y tratando de hacerme entrar en razones, mi amiga me replicó: –«¡Es tu amigo de toda la vida, Leiter! ¡No puedes hacerle eso! ¿Qué pasará con las fotos?»–  Asentí resignado: –«Bueno, vale… Iremos, aunque la cabeza me va a estallar en cualquier momento…¡Claro, las fotos! ¡Maldita la hora en que…! ¡Joder con las putas fotos! Y eso que ambos son de buena familia…»

A falta de una hora para el enlace ya estábamos mi ex-pareja y yo lustrosamente ataviados frente a la puerta de la iglesia. Afortunadamente, las nubes se disiparon y lucía un radiante sol de septiembre que llegaba incluso a molestar por sus afilados reflejos. En todo momento adopté una postura fría y distante con mi antigua compañera, intentando desmarcarme de ella, algo que la desconcertó del todo por lo novedoso de mi comportamiento. Puede que también esa frialdad me ayudara a mantener rígido el cuerpo a la hora de pulsar el disparador de mi Nikon, ya que las instantáneas resultaron magníficas (Posteriormente armé un voluminoso álbum y ese fue mi regalo de bodas). Durante el convite, ubicados en una mesa para ocho personas que apenas conocíamos, me sorprendió que mi pareja se presentase como tal ante la concurrencia. Tras la cena, y ya en la discoteca del hotel, mi amiga me tomó de la mano: –«¿Bailamos?»– Retiré mi mano de la suya y contesté con cierto desprecio: –«Yo trabajo para que los demás bailen… ¡Baila, baila, que se te da muy bien y te gusta mucho! ¡No te cortes por mí! ¡Igual hasta te sale un ligue! ¿No es así como conociste a ese tal José Luis?»–  Me miró boquiabierta y con ojos desorbitados, como si un aguijón hubiese traspasado su cuerpo: –«¿Cómo dices? ¿Pero quién demonios te ha…?»–  Un cuarto de hora después estábamos ya camino de nuestros respectivos domicilios.  –«Leiter… Nada de lo que piensas es cierto. Él es un amigo, nada más… Ahora no quiero nada con ningún hombre. Te lo juro por mi hija»–  En una obligada parada de semáforo en rojo, apoyó su mano entre la mía y la palanca de cambios del Renault Chamade–«¡Dame un beso! Te quiero…»–  No recuerdo muy bien si aquella noche acabamos en su domicilio o en mi apartamento… (Su hija estaba de guateque con unas amigas). De cualquier manera, ya fue imposible cualquier arreglo entre nosotros. Yo me había adscrito a un mundo nocturno de juergas y dispendios con la intención de olvidarme no tanto de ella, sino del rechazo de su hija. Si yo no era capaz de ganarme la confianza de una niña, ¿De qué era capaz entonces en este mundo? Creo que su madre nunca fue consciente del origen de todos nuestros desencuentros. Tras diversos y desagradables episodios en donde amor y odio se mezclaban agitados como en una coctelera, ligados por frecuentes broncas dialécticas, una mañana entró la madre en el bar y me arrojó las llaves del apartamento. Era la ruptura definitiva. Salí de la barra y contemplé a lo lejos, en la esquina de dos calles, la doble silueta de dos mujeres alejándose, de aquellas dos personas que tanto me habían hecho reír y llorar durante tres largos años.

No resulta nada agradable coincidir con alguien con quien has compartido lo más íntimo de tu esencia y ni siquiera esbozar una breve sonrisa a modo de cortés salutación. Dicen que la distancia es la mejor terapia para tratar de olvidar un fracaso amoroso. ¡Ojalá hubiese podido experimentar esa premisa! Pero, para desgracia mía y quién sabe si también para la de ella, ambos estábamos condenados a vernos a diario debido a que el bar estaba junto al lugar donde aquella mujer trabajaba. La tarde en que mi padre falleció, me estaba esperando en la misma esquina donde la vi alejarse con su hija un par de años atrás. Entre lágrimas me dijo: –«Leiter, acabo de leer el cartel… Tú sabes que yo quería mucho a tu padre. Lo siento…»– Acepté sus respetos aunque mi reacción por la noche, cuando me llamó al apartamento a las dos de la madrugada, no fue tan diplomática: –«¿Se puede saber a qué santo me llamas a estas horas? No, no estoy solo ni mucho menos te necesito ahora… ¡Haz el favor de apartarte de mí y de mi familia!» — Al colgar el teléfono con violencia, Celia, mi actual pareja y a quien había conocido unos meses atrás, me preguntó sorprendida: –«¿Pero qué te pasa? ¿Quién era?»–  Encendiendo un cigarillo contesté: –«Ya te lo puedes imaginar…»–  Celia bajó la mirada y a modo de suspiro exclamó: –«La verdad es que no entiendo nada, Leiter. Sigo sin entender nada…»—  . –«Ni yo» —  Contesté.  La mañana siguiente, en el tanatorio, me sorprendió la visita de la mujer de mi antiguo compañero de colegio.  –«Leiter, nos llamó un amigo tuyo y nos informó del fallecimiento de tu padre. Siento que mi marido no haya podido acudir pero salía esta misma mañana de viaje…»–  Me agradó aquel detalle y contesté: –«No pasa nada, mujer. Además, no tuve ni tiempo de llamaros… ¿Cómo os va la vida? ¡Pero eso es estupendo! ¡De dos meses ya! Me alegro mucho por vosotros. ¿Y yo? Bueno, hace unos meses que conocí a una mujer estupenda. Vive conmigo en el apartamento… ¡Oye, pues no es mala idea!  Cuando venga tu marido y pasen unos días de esto quedamos y os presento a Celia… Así también celebramos lo de tu embarazo…»–  Un mes más tarde, Celia y yo nos acercamos hasta el domicilio de aquella pareja y allí comimos y estuvimos pasando buena parte de la tarde. A los postres, la mujer nos enseñó aquel álbum de fotos que yo les había realizado años atrás durante su boda. Celia y yo observamos que la última página presentaba un llamativo hueco sin la instantánea correspondiente.  –«Bueno, es que aquí estaba aquella foto que mi marido os hizo a ti y a… La he retirado; pensé que a Celia le podía molestar»–  De vuelta a casa, Celia me comentó: –«No sé, Leiter; son buena gente… Pero muy distintos a ti. No entiendo porqué han retirado esa foto. A mí no me hubiera molestado lo más mínimo. Es tu vida pasada… Yo creo que quizás pensaron que tu antigua pareja sobraba de ahí…»–  Miré a Celia sonriendo: –«Te equivocas; el que sobra en ese álbum soy yo…»– Nunca desde entonces he vuelto a saber nada de aquel matrimonio. Al menos, en el plano personal. Mi antiguo compañero de colegio ejerce hoy en día como alto directivo en una no menos importante entidad financiera, como justamente corresponde a su indudable valía personal y académica.

Poco antes de clausurar el bar, mi antigua pareja entró por sorpresa en el mismo.  –«Leiter… No quiero molestarte en absoluto. Sólo quiero contarte que mi hija tiene un problema y necesito tu ayuda…»–  Hablé con la hija unos días después y traté de asesorarla sobre un espinoso asunto que finalmente pudo solucionarse. Aquello significó, de alguna medida, en que al menos ya no tuviésemos que cruzarnos de acera si casualmente coincidíamos por la calle. Hoy en día nos saludamos y punto.

Hace unos meses, en la misma esquina del adiós donde años atrás vi alejarse dos sombras fantasmagóricas, me sorprendieron las insistentes llamadas de una bella mujer que aparentaba unos treinta años. Venía acompañada de su marido y de un cochecito para bebés.  –«Leiter… Te estaba buscando por todo el barrio. Quiero que conozcas a mi hijo… Apenas tiene unos días…»–  Al acariciar la suave carita de aquella criatura, sentí como mis ojos se inundaban de lágrimas: –«¡Joder, estoy emocionado! Tú sabes, nena, que yo siempre te he querido mucho…»–  La joven me contestó sonriendo: –«Lo sé, Leiter, lo sé…»–