He de confesar que existe una imperativa expresión en la lengua castellana que consigue sacarme de quicio cuando la escucho: «¡ Oiga !» — Este insolente mandato, que revela los sentimientos autoritarios de quién lo pronuncia, adquiere en mí cotas de perversión cuando se enfatiza con el socorrido «usted». Esta alocución respira un cierto aire despectivo contra quién se pronuncia, despectivo y con elevadas dosis de altanería. Tal y como vengo observando, esta expresión viene a ser utilizada, afortunadamente, por personas de edad un tanto avanzada, en líneas generales, lo que, a fuerza de pretender ser optimistas, poco a poco se irá desterrando por sí sola de los usos habituales del idioma castellano. Y es una expresión que también implica soberbia, toda vez que su utilización es frecuente en el impersonal ámbito de los cotidianos servicios, donde, a menudo, el solicitante adolece de una injustificable prepotencia contra el solicitado — Dependientes, conserjes, conductores, cajeras, etc. — Y que supone un síntoma evidente de la extendida mala educación que respira una parte de nuestra sociedad que, paradójicamente, se autoproclama modelo esencial de comportamiento.

 Por desgracia, hay personas que confunden la debilidad con el empleo de vocablos mucho más amables que el consabido imperativo de «¡ Oiga !». Expresiones como «Disculpe», «Por favor», «Señor, Señora» resultan mucho menos frías que la denunciada y, en todo caso, sirven para una mejor conexión empática entre los interlocutores. Porque un requerimiento no presupone necesariamente una obligación o un mandato, como algunos se piensan. Soy de la opinión de que esta expresión forma parte de los peores residuos que ciertas épocas pretéritas dejaron impregnados en las relaciones personales, definidas principalmente por un acusado distanciamiento entre las diferentes clases sociales y el desprecio asociado de unos status frente a otros de supuestamente menor entidad. Es por ello a lo que me referí anteriormente cuando afirmé que el uso del «¡ Oiga !» es más frecuente en personas de una edad algo avanzada.

 Solicito, pues, que esta insana expresión, paradigma de los peores vicios que un lenguaje puede facultar, sea abolida del diccionario ideal de las buenas costumbres y que su uso sea prescrito al ámbito propio de la jerga soez y grosera. He dicho.