Tras explicarle a Mireille el carácter improvisado y la corta duración de la escapada a Lyon, me invitó a subir a su apartamento para que dejara allí mis pertenencias. Más que un apartamento propiamente dicho, era una casa muy espaciosa, atravesada por un interminable corredor, aunque algo destartalada. Pedía a gritos una mano de pintura. Mireille me presentó a su compañera de piso, Pascaline, una joven no muy agraciada físicamente pero con unos inmensos ojos verdes que iluminaban su rostro. Estaba introduciendo enseres en una maleta y enseguida comprendí que Mireille la «invitaba» a que abandonase el piso durante dos días, justo la duración de mi estancia en tierras francesas. Mireille y yo salimos hacia el centro de la ciudad, cogidos de la mano y besándonos en cada espera de los semáforos. Paseamos como dos inocentes enamorados y yo me sentía el ser más dichoso del universo, un hombre, sin duda, afortunado. A cada instante, amaba y deseaba cada vez más a Mireille, que me parecía la mujer más hermosa que jamás había contemplado. No había más diálogos entre nosotros que los propios de una desatada pasión amorosa. Mireille se mostraba más feliz y contenta que nunca y me lo sabía demostrar — y agradecer — con besos, carantoñas y abrazos que en ningún momento me saturaban, sino todo lo contrario. Atravesamos un parque público junto al Ródano y me sentí embrujado al contemplar los bellísimos ojos celestes de mi amada, dulcemente acariciados por un lánguido sol de atardecer. Nos tumbamos bajo la frondosa escolta de un sauce llorón, abrazándonos y besándonos sin complejos, y en esa intimidad Mireille descubrió para mí los mecanismos más elementales del amor, como preludio de lo que iba a ser mi primera y más íntima experiencia. Acudimos a cenar a un recatado y acogedor Bistrot y brindamos con champagne del bueno. Lo que más gozo me producía era poder contemplar los ojos de Mireille y juntar mis manos con las suyas, sin prejuicios ni reprimendas, con toda mi libertad. Me sentía un hombre tremendamente afortunado que disfrutaba con la hermosa presencia de una mujer en la que se cristalizaban todos mis ideales amorosos.  — «Vamos a casa, Leiter. Mañana he de salir temprano a trabajar y esta noche va ser muy larga… Contigo» –. Me daba apuro confesarle a Mireille que, hasta ese momento, yo nunca había conocido a ninguna mujer en la cama y que ella se iba a convertir en mi primera experiencia en esa placentera coyuntura. Me comprometí a mi mismo silenciar esta circunstancia y actuar con la mayor naturalidad posible. Además, deseaba a Mireille con todas mis fuerzas y sentía unas enormes ganas de compartir lo más íntimo de mi vida con ella. Ya de vuelta en casa, a solas, Mireille me condujo al dormitorio y, mimosamente, comenzó a besarme con una emoción in crescendo que parecía desbordar cualquier imaginario arrebato de sensaciones. Fueron besos de tránsito hacia otros mundos donde el amor, la sensualidad y el placer físico se funden en un escenario de místicas y poéticas connotaciones.  — «Aguárdame un par de minutos, lo que tardo en tomar una ducha.» — Me dijo. Con tanta emoción como nervios, me despojé de toda la ropa y me metí en la cama. Por mi mente sólo rondaba una idea:  — «Leiter, actúa con naturalidad. Hoy, por fin, vas a poder confirmar tu hombría…» –. Mireille apareció envuelta en una toalla blanca que, como a cámara lenta, dejó caer ante mi recostada presencia. Tenía el cuerpo más perfecto y precioso de lo que tantas veces había yo soñado. Con estudiada pausa y sin dejar de mirarme a los ojos abrió la cama, contemplando mi desnudez, y al instante fundimos nuestros cuerpos. Pero algo extraño sucedió: Mi mente y mi corazón deseaban con todas mis fuerzas a Mireille, pero mi cuerpo, incomprensiblemente, se bloqueó. Los nervios me atenazaron y ya es sabido que los hombres, en esas circunstancias, no podemos fingir. Mireille enseguida se dio cuenta de que algo no funcionaba e hizo todo lo inimaginablemente posible para resucitar mi timorato estímulo, pero no hubo manera. Mis capacidades físicas se negaban a cumplimentar todo mi torrente emocional. Poco a poco me fui derrumbando anímicamente, maldiciendo en mi interior la nula operatividad de mis estandartes. Cuanto más quería borrar de mi mente la palabra «fracaso» más me invadía y atormentaba el desánimo. Tiré de otros recursos que había visionado en alguna que otra película para «mayores con reparos» y me propuse, fuere como fuese, hacer feliz a aquella mujer. A juzgar por las trascendentales expresiones y cadenciosos susurros de Mireille lo conseguí, pero los desarrollos del amor han de ser compartidos para que el trance sea satisfactoriamente superado y yo seguía con mis demonios mentales y con la bandera a media asta. Mireille lo achacó al cansancio del viaje y paulatinamente se fue quedando plácidamente dormida mientras que yo fumaba y fumaba intentando encontrar una respuesta a los motivos por los que el motor de mi cuerpo había gripado tan estrepitosamente. En apenas una hora y media, había pasado de ser el hombre más feliz del mundo a sentirme un completo fracasado. Pero aún quedaba otra noche, otra bala en la recámara, y esa vez no podía fallar por nada del mundo.

 Mireille se levantó temprano para irse a trabajar. Hasta bien entrada la tarde no estaría de vuelta y quedamos en vernos en aquel «café» donde el día anterior se había producido nuestro feliz reencuentro. Aproveché la mañana para pasear por una ciudad de Lyon que ya no me parecía ni tan cómplice de mi devenir ni, por supuesto, tan acogedora. No lograba borrar de mi mente la imagen de mi incapacidad operativa para con Mireille. Mi amor, mi gran amor no se merecía eso… Yo la deseaba con todas mis fuerzas pero mi cuerpo no quería sumarse a ese banquete de sensaciones. Conforme iba pasando el día me iba encontrando cada vez más nervioso y apesadumbrado. Me sentía como un torero que aspira a convertirse en una figura y cuya actuación con el primer toro de la corrida ha sido sonoramente abucheada. Todavía me quedaba «otro toro» pero el miedo al fracaso empezaba a enquistarse en mi mente. Cuando por fin llegó Mireille al bar donde habíamos quedado observé como sus besos eran un punto más fríos que antaño. Su expresión dibujaba un semblante más serio de lo habitual en ella y esta situación acabó por sumergirme aún más en el desánimo. Ocurrió lo que, inevitablemente, tenía que ocurrir y aquella última noche fue un calco de la anterior. Me dieron los tres avisos y mi segundo toro fue devuelto a los corrales… De pronto, Mireille saltó airada de la cama y se encaminó hacia la cocina. La seguí, totalmente avergonzado y humillado. La vi fumar, con la mirada perdida hacia el infinito y con un rictus a medio camino entre la incomprensión y la indignación. Sin mirarme a la cara y, al borde del llanto, me dijo:  –«¿Qué te pasa, Leiter? ¿Por qué? ¿Acaso no te gusto?» –. No contesté. Mireille volvió a preguntarme, esta vez mirándome fijamente con los ojos bañados en lágrimas:  — «Leiter, dime la verdad. ¿Es la primera vez?» — Sentí como un redoble de timbal en mi cabeza y tan solo acerté a asentir. Mireille volvió a mirar al infinito al tiempo que apoyaba su cabeza sobre la mano izquierda, mesándose repetidamente sus cabellos de oro. ¡Maldita y perra vida!  Tanto como yo la quería y allí estaba la pobre Mireille llorando, totalmente decepcionada conmigo. Quise morirme allí mismo, me veía  como el ser más despreciable de todo el mundo. Me di la vuelta y me dirigí de nuevo al dormitorio, con esa soledad espiritual que suelen sentir los fracasados de la vida. Tenía que salir temprano hacia el aeropuerto para mi regreso a la «vida real» y las horas que restaban se me iban a hacer, a buen seguro, eternas. Pasado un breve intervalo de tiempo, Mireille regresó al dormitorio. Se tumbó en la cama, boca arriba, junto a mí. Me tomó de la mano y me dijo:  — «Tranquilízate, Leiter. Me lo he pasado muy bien contigo… Pero, tú…» –. Al ver que no respondía, me giró la cabeza y me regaló un beso que ya no me supo a nada. Fue entonces cuando se me abrazó y me comentó muchas cosas que yo hasta entonces desconocía. Me dijo que se había acostado con muchísimos hombres a lo largo de su vida y que nunca le había sucedido nada parecido. Tuvo su primera experiencia sexual con tan sólo catorce años y, con muy dulces palabras, me hizo saber que un chico la había dejado recientemente. Me confesó, además, que en determinadas ocasiones, su compañera de piso, Pascaline, y ella se habían consolado mutuamente… Enseguida me di cuenta de que Mireille había sido «mucho toro» para un novillero que acababa de empezar, como yo. Así, hablando y fumando, nos sorprendió la alborada. — «Bueno, Mireille. He de salir hacia el aeropuerto… Te llamaré cuando…» –. Me interrumpió:  — «He pedido permiso en el trabajo. Te acompañaré. Voy a pedir un taxi» —. El trayecto hacia el aeropuerto de Satolas fue mudo, mirando cada uno por nuestras respectivas ventanillas. Yo observaba a la gente, a las familias con sus niños, y me daba una envidia terrible. Me veía como un ser fracasado e incapaz de comportarme como un hombre de verdad en una cama. Mireille no me sonreía y su mano no apretaba la mía con la misma presión que el día anterior. Comprendí que había dejado de ser su amante para ser, quién sabe, si su amigo. Yo tenía ganas de llorar, pero me contuve; no quería seguir haciendo el ridículo delante de la que pudo ser el gran amor de mi vida. Llegamos al aeropuerto y tomamos un café, con muy pocas palabras y multitud de miradas cruzadas, de miradas huecas y vacías, de miradas que reflejaban la decepción, por su parte, y la derrota por la mía. Caminando ya hacia la sala de embarque, próximos a despedirnos, no pude contenerme más y me puse a llorar como una Magdalena, para sorpresa de muchos viajeros que por allí pululaban. Me daba igual todo, pero mis lágrimas eran lo único sincero que podía dedicarle a Mireille a la hora de despedirme. Mireille se sobrecogió al verme, me abrazó, me besó y me dijo:  –«¡No, no no, Leiter, no, por favor, no… Te quiero.» — Y ella rompió a llorar también. Noté como esa fuerza perdida de sus besos y abrazos había parecido volver de nuevo. Me acarició, me dijo unas cosas que no entendí en francés, salvo el «Je t´aime», y me confesó: — «Tienes los ojos verdes más bonitos que yo haya visto nunca» — Creo que ese ha sido uno de los pocos cumplidos que he oído en mi vida.   — «Se me ponen más verdes cuando lloro. Me cambian de color con la luz…» — Contesté con una sonrisa derrotada. Llegamos a la zona de embarque y nos despedimos. Mireille me abrazó y me devoró a besos, colgándose de mi cuello como una serpiente que no quiere soltar a su presa. «Te quiero» fueron las últimas palabras que de su boca escuché. Pasé por la máquina detectora y no hube caminado más de dos pasos cuando me paré y giré mi cabeza para poder verla de nuevo. Estaba apoyada en una cristalera y comenzó de nuevo a llorar. Con su mano derecha dibujó un simulado y enorme corazón por el cristal y quise ver como, con su dedo índice, me insinuaba la caligrafía del «Je t´aime». La mandé un beso juntando las palmas de mis manos y soplando en dirección hacia ella. Me incorporé de nuevo y supe que ya no la iba a volver a ver más. Y así sucedió.

 Nada más aterrizar en Madrid me fui a casa y me encerré en mi cuarto. Abrí la ventana que daba al patio y observé que hacía una bellísima tarde primaveral, con esa calma que suelen tener las sobremesas de los sábados en Madrid. Quise esbozar alguna cosilla en el piano, pero no pude. Me encontraba doblemente herido: Por Mireille y, lo peor, por mí mismo. A la hora, sonó el teléfono y creí adivinar que era Mireille. Me equivoqué de nuevo. Era la antigua amiga que no quería decidirse a dar un paso adelante en su relación de amistad conmigo. Me sorprendió su llamada.  — «Leiter, ¿Dónde has estado? Te he estado llamando estos días… Hace muy buena tarde. ¿Quedamos luego un rato?» –. Acabé pasando el resto de la tarde con Ana, quién advirtió que algo raro me había ocurrido. Jugamos al billar, pinchamos algo, y no hablamos nada acerca de nuestra extraña y peculiar relación. Sinceramente, no tenía ganas. Pero me reconfortó que Ana, sin ella saberlo, me hubiera ayudado a sobrevivir esa tarde en Madrid. Seguía pensando en Mireille, pero como un recuerdo punzante e hiriente… Mireille me llamaba cada dos semanas, más o menos, y me escribió alguna carta, pero nunca volvimos a hablar de amor o de volver a vernos. Poco a poco fue desapareciendo de mi vida y, a los dos meses, ya no volví a saber nada más de ella. En su última carta me dijo que había conocido a un chico británico muy simpático. Yo, por mi parte — y mira que viajé luego a lo largo y ancho del mundo — jamás he vuelto a pisar Lyon.

THE END