Por aquel entonces, cuando tenía diecinueve años, entablé una buena y sincera amistad con Alfonso, un compañero de estudios cuya capacidad para el análisis e interpretación musical superaba todo lo imaginable. Durante algunas temporadas, acudíamos puntualmente todos los domingos por la mañana al Teatro Real para asistir al concierto de la Orquesta Nacional y Alfonso, quién jamás se dejaba engañar por algunas que otra meliflua actuación, no dudaba en silbar, si hubiera procedido, a la finalización del concierto, con el pulgar de su mano izquierda hacia abajo mientras «la masa», como él definía al respetable público, «aplaude ignorante el destrozo que le han hecho al pobre Mozart». Bastante razón debía tener ya que luego a la vuelta, en el Metro, me explicaba los fallos cometidos por el director, intérprete u orquesta con tal derroche de acreditados conocimientos que no dejaba espacio para una posible réplica. Pero también nos gustaba el fútbol y aquella tarde calurosa de sábado habíamos quedado para ver la final de una copa que por entonces se le empezó a llamar «del Rey». Antes de subir a su domicilio para seguir el encuentro por televisión, fuimos a un bar cercano para tomarnos unas refrescantes cañas de cerveza. Al poco, Alfonso cortó mi conversación:  — «Oye, Leiter, fíjate allí, al fondo de la barra. Hay una chica sola que no para de mirarnos y de sonreírnos» –. Efectivamente, aquella jovencita, que sería más o menos de nuestra edad, rubia de ojos azules, preciosa, no dejaba de mirarnos y, por lo que parecía, insinuarnos. Expresé mis reservas.  — «Mira que eres cortado, Leiter. Déjame a mí, que voy a ver si quiere tomarse algo con nosotros…» –. En breves instantes, Mireille, que así se llamaba la chica, estaba departiendo con nosotros. Era una estudiante francesa que se encontraba en Madrid para perfeccionar el español. Como ya me estaba barruntando, al final me quedé yo solo en el bar viendo el partido, ya que Alfonso y Mireille decidieron ir a tomarse una copa por ahí. No me enfadé; lo entendí y lo acepté. Por cierto, el partido resultó todo un espectáculo, con prórroga y penaltis…

 Alfonso y Mireille iniciaron una apasionada relación que incluso se extendió a Lyon, la ciudad de procedencia de la chica. Alfonso me comentaba aspectos de su romance, a veces muy íntimos, que me llenaban de envidia toda vez que en aquel entonces yo seguía siendo más virgen que la Macarena. Acababa de romper con una amiga íntima que no quería extender el concepto de amistad conmigo y sentimentalmente me encontraba huérfano. Mireille lo sabía — se lo contó Alfonso — y con frecuencia recibía postales cariñosas suyas desde Francia dándome ánimos e instándome a que me buscase novia. Yo bien que buscaba pero no hubo manera de que cristalizara alguna relación. Debía ser un tipo muy aburrido para la edad que tenía… Fue en Navidades cuando Alfonso me comentó que había cortado con Mireille. Quizá la distancia supuso un muro infranqueable entre los dos, pero Alfonso me especificó:  — «No, Leiter; ocurre que me he sentido agobiado con Mireille. Es una tía estupenda pero, en el fondo, somos muy distintos. Hemos quedado como amigos y ya está. Dentro de un par de meses va a venir de nuevo a Madrid unos días. Te llamaré y quedaremos» –. No sé; me sonó a disculpa. Una noche estaba ya cerrando el bar de mi padre cuando aparecieron Alfonso y Mireille. Ella me pareció deliciosamente bella, mucho más guapa y atractiva que cuando la conocí por primera vez.  — «Venga, Leiter. Cierra ya de una vez y vámonos a Churchill´s a tomar unas copas. Mireille regresa mañana sábado a Francia.» –. Ya en el Churchill´s, Alfonso se puso a platicar sobre política con Fustel, quién por allí se encontraba, mientras que yo me quedé dialogando con Mireille. Estaba muy cariñosa conmigo, dándome continuos abrazos y regalándome multitud de carantoñas. A la segunda copa comencé a mirar a Mireille con indisimulado deseo pero, pese a que ya no existía relación amorosa entre ella y Alfonso, no me pareció correcto proponer algo que, a priori, consideraba como una falta de respeto. Mireille se descalzó y empezó a acariciarme la pierna izquierda con su desnudo pie, provocando en mí un torrente de ardientes sensaciones. Miré hacia donde estaba Alfonso y éste comprendió mi apurada y desconcertante situación. Aprovechando una visita de Mireille al escusado, Alfonso se me acercó: — «Leiter; te vuelvo a insistir en que no hay más que amistad entre la francesa y yo. No te cortes y haz lo que estimes oportuno. Ella te está buscando con descaro y sabes que desde siempre le has caído muy bien. Tú actúa como si yo no estuviese aquí…» –. Mireille se empeñó en que le compusiera alguna melodía en una servilleta de papel; luego que le escribiese una poesía. Acabó acercando tanto su boca a la mía que el cálido y duradero beso fue del todo inevitable. Me supo a Bayleis, que era lo que ella estaba tomando. En ese momento, Alfonso se puso el abrigo:  — «Bueno, chicos, os dejo. Que lo paséis bien.» —. Jamás ninguna chica me había besado con semejante pasión. Yo disfrutaba contemplando, ahora ya sin disimular, sus bellísimos ojos azules… Pero Mireille se largaba al día siguiente a Lyon y sólo pude estar un buen rato más con ella antes de acompañarla a la residencia estudiantil donde se alojaba. Al día siguiente, sábado por la tarde, fuimos a El Retiro. Decididamente, me había enamorado de aquella chica. Sus besos, caricias y abrazos me hacían sentirme un ser importante por primera vez en mi vida. Llegó la despedida, romántica como suelen ser las despedidas en las estaciones de ferrocarril, y Mireille no despegaba sus labios de los míos. Instantes previos al último aviso que anunciaba la salida del tren hacia Port Bou, me abrazó con fuerza, besándome repetidamente, y comenzaron a brotar lágrimas de sus inolvidables ojos celestes:  — «Te quiegó, te quiegó, Leiteg. Mi amog… Ahhh… Mi amog, no quiegó pegdegte… Mi amog… Je t`aime..» –. Me descompuse, al tiempo que intentaba limpiar sus lágrimas. Juré que iría a verla a Lyon tan pronto como pudiera… El tren partió y su rostro era un verdadero torrente; me lanzaba besos desde la cada vez más inseparable distancia. Aquella mujer, con su expresividad, con su irresistible encanto, con su desenfrenada elocuencia, había conquistado mi corazón. Tomé un taxi y me dirigí al Churchill´s, para intentar evocar los irrepetibles momentos vividos con ella la noche anterior. Bernard, el propietario del Churchill´s, estaba cerrando, pero amablemente accedió a servirme una copa, ya a puertas cerradas, mientras que el recogía.  — «Bueno, Leiter; ¿Dónde está esa chica tan guapa con la que viniste ayer?» —. Le expliqué al bueno de Bernard todo lo que me había ocurrido y éste, con su flema británica, exclamó:  — «Ahhh, el amor, el amor…» — Para luego añadir:  — «Leiter, el amor es algo jodido. You fell in love again. Be careful, my dear friend» –.

 El domingo por la mañana me llamó Alfonso por teléfono antes de ir al Teatro Real. Le expliqué, minuciosamente y un tanto avergonzado, todo lo que me había acontecido con Mireille.  — «Estupendo, Leiter. ¿Y ahora qué?» —. Faltaba mucho para el verano, que era cuando tenía previsto viajar a Lyon para poder estar con ella. Pero dudaba de que las circunstancias no nos acabaran por separarnos y que la distancia enfriara irremediablemente nuestra difícil relación. Alfonso fue directo al grano.  — «Leiter, ¿Habéis hecho algo más allá de daros unos besos?» –. Le contesté la verdad. — «No»–.  Alfonso acabó diciéndome:  –«Bueno, si luego por la tarde te encuentras depre me llamas. Te comprendo. Es una putada que os hayáis enrollado justo cuando ella se tenía que volver a Lyon. Pero bueno… De todas maneras, quiero que sepas que estoy contento de que os hayáis enamorado de veras. Creo que hacéis una muy buena pareja.» –. Si ya el domingo es un día especialmente triste para mí, aquel fue melancólicamente insoportable. Eran ya casi las diez de la noche cuando sonó el teléfono.  — «Leiteg, mi amog… Te quiegó, te quiegó…» –. Me fui a dormir pero no pude conciliar el sueño. Sólo me acordaba de Mireille, de sus besos, de su boca, de sus ojos, de su sonrisa, de su cuerpo… Abracé la almohada con todas mis fuerzas, imaginando que era Mireille. Soñé con ella; a todas horas soñaba con ella…

TO BE CONTINUED