Lejana queda ya en el recuerdo aquella peculiar batalla entre copos de nieve que sirvió para conocernos en las cumbres de la sierra madrileña. Tal vez, no resultabas especialmente sensible para los corazones ajenos y, en virtud de ello y de mi innato interés por la belleza oculta, aposté por los dones de tu sonrisa más sincera y el perfume de tu encanto cobijado en potencias. La sencillez de tu expresión me animó a escribir tu nombre junto al mío incontables veces, a imaginarte en mis más paradisíacos sueños, a desear ocupar tu sombra en la eternidad. Pero no acertamos a entendernos y, en vez de amor, floreció una preciosa y duradera amistad entre nosotros.

 Vinieron tiempos de cambio, de enfrentarnos a un difícil mundo para el que la adolescencia no nos había preparado como es debido. Compartimos secretos y amargas frustraciones, con paralelos desencantos que fortalecían aún más nuestra fraternal amistad. Y todavía sonreías con melancolía cuando interpretaba en el viejo piano aquellas melodías pausadas y en tono menor que compuse sólo para ti. Quizás la ausencia de amor coadyuvó a que nos quisiéramos cada día más. Casi al mismo tiempo, como no podía ser de otra manera, decidimos compartir nuestros respectivos destinos, mas nunca llegamos a separarnos del todo.

 Como una burla del devenir, no tardamos en probar el agrio néctar de las ausencias anímicas. Lo que en ti fue un abandono sin respuesta en mí significó una engañosa decepción. Otra vez solos, tú y yo. Bajo estas circunstancias y en un escenario de de decadente desamor, paseamos una tarde por los bulevares del mutuo desconsuelo. Te miré a los ojos y decidí extraer de mi corazón aquel beso de justicia que te oculté durante más de veinte años. Jamás logré adivinar si tu llanto esbozaba nostalgia o alegría… Fue el mejor broche para conmemorar nuestra legendaria amistad. Y hoy, le pese a quién le pese, seguimos siendo amigos.