En las iglesias ortodoxas es del todo habitual contemplar a un numeroso grupo de fieles que saludan y besan imágenes de santos siguiendo un orden jerárquico. Por regla general, una pared de imágenes (Iconostasio) separa el espacio del altar del de los fieles (Esto es muy habitual en Rusia). La iconografía, a diferencia de los mosaicos, tuvo un desarrollo oriental específico en los siglos VI y VII, cuando de las imágenes para el recuerdo devoto se pasó a las imágenes para la veneración cultual: De ellas se creía que habrían de comunicar la ayuda del santo en cuestión. Incluso en tiempos pre-constantinianos, en la Iglesia se había ridiculizado toda veneración de imágenes y a partir de Constantino todavía se siguió considerando que la veneración era una repercusión del pensamiento pagano. Se solía invocar la prohibición veterotestamentaria (Ex 20, 4) de hacer representaciones de Dios. Las primeras imágenes de Cristo y de algunos santos salvíficos no pretendían representar o retratar al aludido (Nadie sabe a ciencia cierta cómo era el aspecto físico del Maestro. La imagen estereotipada de individuo alto con bigote y barba procede de la tradición iconográfica bizantina), sino más bien remitir a aquello que comunica la salvación. Uno se hacía partícipe de la gracia mediante el Cristo viviente, su palabra y sus sacramentos; pero no a través de sus imágenes. Eusebio llegó a rechazar toda representación gráfica arguyendo que una representación del hombre Jesús no es la reproducción del verdadero Hijo de Dios. Epifanio de Salamina fue aún más allá: La veneración de imágenes es una nueva forma de veneración de ídolos.

 Sin embargo, las imágenes fueron defendidas por los tres grandes capadocios (Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niseno) así como por Crisóstomo. Su argumento tomaba ciertas referencias paganas: Igual que en otros tiempos se llevaba la imagen del emperador a todas las provincias para dar fe de su presencia, ahora, la imagen de Cristo triunfal, es símbolo de otra fe, más espiritual. De esta forma, en la cristiandad oriental de los siglos V y VI era habitual encender velas delante de las imágenes en las iglesias o en casa (Y también se besaban, lavaban, vestían de forma litúrgica y se arrodillaban ante ellas, como también era costumbre entre los no cristianos). Fueron sobre todo los monjes los que corroboraron aún más esta tendencia y pronto se fueron difundiendo algunas creencias alusivas a que determinadas imágenes habían nacido de forma milagrosa y, consecuentemente, eran capaces de producir todo tipo de milagros (Desde curar enfermos y resucitar muertos hasta hacer destruir máquinas de asedio enemigo). Así, las imágenes terminan por estar omnipresentes en el mundo de Bizancio, en donde se las coloca en las iglesias, en casas y se las saca de procesión o se llevan incluso como escudo espiritual a la guerra. Ya en 626, el patriarca de Constantinopla ordena que se coloquen imágenes protectoras de María en las puertas occidentales de la capital ante el avance de los ávaros.

 Pero los excesos en lo relativo a la veneración de imágenes comenzaron a pasar factura y, según algunos testimonios procedentes de Armenia y Asia Menor, el contacto físico con los iconos era ya considerado por muchos como más importante que la liturgia misma. Surgieron informes que aludían a una burda superstición (Exactamente igual que la que tenía lugar en Occidente con las reliquias) que separaba cada vez más la praxis devocional con la teoría teológica. En muchos tratados, los teólogos se vieron incapaces de vencer con sus escritos a la popular literatura de leyendas que informaba de forma colorista sobre los maravillosos efectos de los iconos. Muchos cristianos cultos empezaron a considerar la materializada piedad de los iconos como idolatría con vestimenta cristiana. Eran los preliminares del gran estallido que se produjo en torno a las imágenes en el siglo VIII.

 La disputa iconoclasta sumió durante más de cien años en luchas al imperio, creándose una situación peor que la existente antes y después del concilio de Calcedonia (451). El litigio fue desatado por el emperador León III, quien no sólo apoyó un movimiento crítico contra las imágenes, sino incluso iconoclasta (Rompedor de imágenes). Entre los años 725 y 726, León III pronunció una serie de discursos en contra de las imágenes y el punto culminante sucedió cuando mandó destruir la apreciada imagen de Cristo que había sobre la puerta de bronce de su palacio, visible desde casi toda la ciudad (Existe una corriente histórica que trata de conectar, con escaso fundamento, la crítica hacia las imágenes con una influencia islámica y judía al respecto. Todo lo contrario: Como muy acertadamente ha señalado el profesor Stephen Gerö, «los enemigos de las imágenes se consideraban a sí mismos como guardianes de la antigua tradición cristiana frente a las innovaciones paganas»)

 El movimiento contrario a las imágenes nació no fuera, sino dentro de la Iglesia Imperial. Cuando el emperador prohibió por completo en 730 las imágenes, tenía a su favor no sólo la opinión de la mayor parte del ejército, sino también la de una significativa parte de la población. Los verdaderos defensores del culto a las imágenes fueron los monjes y, por ende, los monasterios, para los que la producción y venta de iconos era en muchos casos el fundamento de su existencia. Además, hemos de tener en cuenta que mucha población estaba dominada por la influencia del monacato. En Occidente, sólo a partir del papa Gregorio III, la iglesia romana se posicionó a favor de los iconos. Pero la figura fundamental que se erigió como defensor de los iconos fue Juan Damasceno, el último de los grandes padres de la Iglesia, y autor de Tres escritos contra los iconoclastas, redactados como monje en el monasterio de San Sabas de Jerusalén. Para Juan, la producción y veneración de imágenes está justificada porque «el ver es más importante que el escuchar. Y la imagen de Dios es más importante, entonces, que su palabra».

 Bajo el sucesor de León III, su hijo Constantino V, en el estado bizantino se declara la iconoclastia como doctrina oficial eclesiástica de toda la jerarquía oriental mediante el concilio de Hiereia celebrado en 754 (No le importó en absoluto que esa doctrina hubiese sido ya condenada por el papa romano de Occidente). La teología principal derivada de ese concilio no insistía ya sólo en la incomprensibilidad e irreproductibilidad de Dios mismo, sino también en una imposibilidad básica de representar a Cristo. Juan Damasceno fue declarado hereje y la teoría constituyó un dogma para la Iglesia Imperial. En un primer momento, sólo las imágenes públicas fueron destruidas, respetándose las privadas. Sin embargo, unos años más tarde la cuestión se radicalizó y los monasterios empezaron a ser atacados (Muchos monjes fueron obligados a casarse; otros fueron torturados y, en algunos casos, asesinados).

 Un primer cambio de conducta se produce tras la muerte de León IV (Hijo de Constantino V) cuando su viuda, la emperatriz Irene, toma las riendas del poder en 780. Irene, de ascendencia griega, se hallaba bajo la influencia de los monjes, nombró patriarca a su secretario de Estado e hizo celebrar en 787, en Nicea, un concilio que en la actualidad es considerado como el séptimo concilio ecuménico y en el que se permite de nuevo la veneración de imágenes. Las líneas maestras de este concilio fueron que «la adoración pertenece reservada a Dios, pero de las imágenes se permite una veneración relativa mediante genuflexión, beso, incienso y velas». Aquello fue un inconfundible alegato en pro de las tradiciones eclesiásticas y una condena a todas las innovaciones. En el futuro, los obispos y clérigos decidirán sobre lo qué es lícito representar y los artistas sólo se limitarán a realizar las imágenes. Aquello tuvo una enorme trascendencia para el arte bizantino: Se habían puesto los cimientos a la reglamentación teológica del arte bizantino, si bien en un principio sólo afectó al contenido.

 Pero en modo alguno se puso fin a la disputa en el concilio II de Nicea. Tras la muerte de Irene (802), León V y sus sucesores — iconoclastas de origen armenio — reavivaron la disputa iconoclasta en una segunda fase durante casi treinta años (814-843). Esta fase se caracterizó por las intrigas palaciegas y los continuos cambios de patriarcados. La sumisión de la jerarquía eclesiástica, salvo excepciones, fue tan palmaria como el fanatismo y hambre de privilegio de los monjes. Tras la deposición y exilio del patriarca Nicéforo, favorable al culto de las imágenes, la responsabilidad de la defensa recayó en Teodoro Studites, quien tenía tras de sí a toda una comunidad bien organizada de monjes. Sin embargo, sólo de nuevo bajo una mujer, la emperatriz Teodora, se decidió la disputa definitivamente a favor de las imágenes mediante el concilio celebrado en 843 en Constantinopla, en donde fueron depuestos los obispos contrarios a las imágenes y se reafirmó a Metodio como nuevo patriarca. En recuerdo de esta victoria de los partidarios de las imágenes sobre los iconoclastas, la Iglesia Ortodoxa celebra cada año, en el primer domingo de Cuaresma, la Fiesta de la Ortodoxia.