Decididamente, aquel no había sido mi año. Si ya en enero Esther se había cansado de mi desesperante platonismo largándose con otro, a una semana de las navidades, Ana, mi hasta entonces compañera sentimental, decidió imitar a su predecesora y se juntó con un chaval también de veterinaria, dejándome con un palmo de narices y jurándome que jamás habría segunda oportunidad. Cierto es que, al año siguiente, me mandó una preciosa carta que rebosaba sinceridad y que, ante una atenta y repetida lectura, uno sólo podía extraer la siguiente conclusión: Pero entonces ¿Por qué me dejaste? — En fin; el caso fue que ni los conceptos filosóficos ni las dogmáticas religiosas pudieron atemperar mi maltrecho estado anímico y caí en un estado melancólico-depresivo que se agravó aún más por las excesivas y preocupantes ingestas alcohólicas que me administraba por las noches para evitar, en lo posible, la terrible soledad de los insomnios mal avenidos. Mal remedio: Me levantaba aún borracho; continuaba durante todo el día casi borracho y cuando se me pasaban del todo los efectos, ya de noche, lograba de nuevo reconquistar la eterna borrachera. Todavía no sé como pude sacar los parciales adelante (incluso con brillantez) y en cuanto al trabajo… Bueno, de algo me servía ser el hijo del jefe. Me aislé por completo de amistades y conocidos, cosa lógica ya que me sentía enfadado con todo el mundo, al que injustamente consideraba culpable de mis continuos fracasos sentimentales. Pero, como bien se desprende de una atenta lectura del Libro de Job, Dios aprieta pero no ahoga. Y, casi sin querer, conocí en aquellas etílicas madrugadas a dos chicas en el «Y punto» — flamante local de copas de la calle Naciones — que adolecían del mismo problema que a mí me afectaba y con las que, sin ningún tipo de pretensión inicial, entablé una sincera relación amistosa que soliviantaba nuestros más tristes recuerdos y añoranzas. Eran Sorita y Malú, dos mujeres diametralmente distintas entre sí, pero unidas como uña y carne.

 ¡Para qué nos vamos a engañar!  De aquella primitiva ausencia de pretensiones meta-amistosas pasé, en poco tiempo, a un deseo explícito de profundizar en el espíritu íntimo de Malú, verdadera ricura de mujer, que ante su derroche de belleza y simpatía no dudaba en rechazar todas las peticiones amorosas al uso que casi a diario recibía. Estaba convencida de que su ex-novio acabaría volviendo con ella. Y esperaba, esperaba, esperaba… En el «Y punto». Pero como Cupido debía estar también bolinga ese fatídico año, fue Sorita quién se hubo de encaprichar con el que esto escribe. Y Sorita se las traía. Contrarrestaba su escaso poderío físico con una arrolladora personalidad donde se mezclaban a partes iguales una más que perceptible concupiscencia desenmascarada hacia todo varón sobre el que ponía sus ojos y un tremendo arrebato lujurioso-pasional que a menudo provocaba situaciones harto conflictivas (Aparte, su capacidad etílica no era nada desdeñable). Una noche comenzó a imitar a la bíblica Salomé en la pista de baile del «Y punto» con su mirada clavada en mis sorprendidos ojos. Acabó descalza. La noche siguiente, regalándome innumerables besitos al cuello y dulces carantoñas, me confesó que yo le recordaba al protagonista masculino de la serie que estaba de moda en aquellos tiempos, «El pájaro espino» (???). Malú se tronchaba de risa al vernos y gestualmente me indicaba: «Lo siento, Leiter; no te vas a librar de Sorita» — El éxtasis sobrevino una madrugada cuando, bastante cocida por el alcohol, y sentada frente a mí en un taburete alrededor de una mesa circular, comenzó a palparse por dentro sus pechos al tiempo que me obsequiaba con unos lascivos gestos labio-linguales propios de las más afamadas vedettes pornográficas. Yo me encontraba terriblemente avergonzado y además, aunque sentía por Sorita mucho cariño, no deseaba por nada del mundo compartir una experiencia mística con ella. El delirio de aquella insólita escena se produjo cuando, en un visto y no visto, se sacó el sujetador por el cuello de la camisa y lo plantó encima de nuestra íntima mesa, ante mi bochorno y el delirio de Eddy, principal camarero del «Y punto», acostumbrado ya a los incomparables modos de Sorita. Como pude, me acerqué hasta donde se hallaba Malú y le comenté que iba a buscar un taxi para depositar a Sorita en su casa, ante el monumental colocón etílico que mostraba la pobre. Malú me miró sonriendo y me dijo: — «Tú mismo, Leiter.» — Me las ingenié de la mejor manera posible para sacar a Sorita del local, en la afanosa tarea de encontrar un taxi libre a esas intempestivas horas. Fue salir del «Y punto» y, frente a un portal de las inmediaciones, Sorita se me abalanzó y me plantó un beso tan desgarrador que, aparte de producirme una muy molesta hemorragia en el labio, a poco me asfixia. No pude esquivarlo y, dada que mi intención era otra bien distinta, decidí seguirle el juego hasta cumplir mi objetivo de dejarla en el portal de su casa sana y salva. Lo conseguí, pero a base de promesas y promesas del todo inciertas y que no hacían sino reflejar el lío en el que me estaba metiendo. Me hizo jurar por Dios que, la noche siguiente, dormiríamos juntos…

 Me desperté avergonzado y arrepentido hasta el punto de no poder asistir a la facultad aquella tarde. Me veía a mi mismo como a un ser despreciable que había abusado del patético estado de Sorita. Me encontraba tan afligido que por la tarde llamé a Malú y le rogué que quedara un rato conmigo para charlar a solas. Necesitaba la ayuda de una amiga común y Malú cumplió perfectamente con ese papel:  — «Leiter, no te atormentes. Cuando la vuelvas a ver le dices que no hay nada entre vosotros, si es que se acuerda, cosa que dudo. Y si insiste, arguyes que lo de ayer fue un mero accidente producto del pedo que llevabais… Por cierto, Leiter, quiero que sepas una cosa: Sorita es así y no la vas a cambiar. Le gusta un tío (en realidad le gustan todos) y se lo intenta ligar a su manera. Se embolinga y luego ni se acuerda. Antes de ayer mismo, me dijo que estaba enamorada de mí y que quería acostarse conmigo. Ya ves tú el caso que la he hecho. Pero como sé que es una tía de puta madre, dispuesta a darte lo que necesites aun a cuenta de que ella se quede sin nada, no se lo tomo a mal. Sigue siendo mi mejor amiga y, ni mucho menos, me enfado con ella. Igual que no me enfadaría contigo si me pidieses rollo — cosa que, por cierto, se te nota mucho, Leiter — y te dijera que no. Lo comprendería. Y, claro, espero que tú tampoco te enfades por mi rechazo… Toma, límpiate con este pañuelo, que tienes como una heridita en el labio.» —