t-shirt motorhead

 Ya durante la media hora de recreo, en aquel inmenso patio arenoso en donde los curas escolapios nos dejaban a nuestro libre albedrío, intuíamos que aquel compañero de estudios de un curso superior al nuestro caminaba por una ascética senda que habría de conducirle hacia la futura y no lejana toma de los más piadosos y castos hábitos. En efecto, no podía ser otra la percepción sobre Alfonso, un joven que parecía atesorar todas las nobles y pertinentes cualidades santíficas que contemplábamos con fervor en las distintas ilustraciones que acompañaban a aquel catecismo color butano que los curas se empeñaban en obligarnos a memorizar al pie de la letra. Con un peinado a raya descompuesta por rebeldes acanaladuras que delataban un negro cabello con más grietas que brillo, unas lentes redondeadas en forma de pera limonera, un acné cuyo mayor exponente lucía orgulloso, inmaculado y a punto de reventar entre las comisuras infranasales, y con una expresión anímica nebulosamente adornada por la tierna visión de los incisivos frontales, Alfonso se pasaba la media hora de recreo tratando de memorizar los obligados textos del descolorido catecismo, o bien, enfrascado en hallar la solución a un complicado ejercicio de geometría. Muchas tardes, como la casa de mis padres se encontraba relativamente cerca de la de los suyos, le observaba a cierta distancia durante el trayecto desde la puerta del colegio en donde ambos estudiábamos aunque, como pertenecía a otra letra de grupo distinta a la mía, nunca nos llegamos a cruzar palabra alguna, algo muy soberbiamente característico de los alumnos escolapios de aquella época. Alfonso, con una pesada cartera marrón de doble y dorado broche sobre sus espaldas, caminaba leyendo con auto imperativa concentración los deberes impuestos para esa jornada por el padre Eusebio, sin lugar a dudas, el profesor más temido por todos los alumnos sin excepción — sobre todo desde aquel día en que abofeteó a Ortega de punta a punta del aula por el simple hecho de mirarse el reloj durante una de sus temibles clases — y con quien acababas aprendiendo matemáticas por las buenas o por las malas. Ataviado con un jersey verde de punto sobre cuyo pico sobresalían aparatosamente las blancas solapas de la camisa, Alfonso deambulaba ceremonioso y pausado por los largos corredores del colegio, a veces, con la lógica preocupación de no acertar a dar con la solución de alguno de los endemoniados problemas matemáticos propuestos por el ya mencionado padre Eusebio y cuya corrección tendría lugar esa misma mañana, requiriendo para ello los servicios de algún alumno escogido al azar que generalmente se santiguaba justo antes de salir a solas al encerado ante la imponente figura del sacerdote… Sí, Alfonso iba para santo. Jamás se le vio mezclado en riña alguna entre los compañeros y sólo pisó la sala — famoso castigo escolapio del que no se libraba absolutamente nadie — en una ocasión, correspondiendo con una sanción colectiva a todo el aula. Sin embargo, y a poco de acabar el bachillerato, nunca nadie supo más de Alfonso; ni en el colegio ni en la barriada. Desapareció sin dejar rastro alguno y muchos pensamos que tal vez habría ingresado en un seminario… Algunos años después, una mañana observé, con profunda desolación, como nada más levantar los cierres del bar a las seis de la mañana, una pandilla de nocturnos verbeneros, procedentes sin duda de los bajos de Hermosilla, tenía intenciones de prolongar la festivalera madrugada en el local de mi padre, con las consiguientes y ruidosas molestias para los tradicionales clientes que acudían a tomarse un estimulante primer café — algunos, regándolo con brandy Fundador — y, mayormente, para la sufrida dependencia. Pero el negocio es el negocio y, tras soportar las bromas y chanzas de aquella banda de juerguistas, incapaces de asimilar que un servidor no se encontraba allí precisamente para unirse a su estrafalaria fárraga sino para trabajar, comencé a tomar nota de sus espirituosas peticiones. Luego de servir media docena de cubatas entre las embriagadas aclamaciones del festivalero grupo y ante las sorpresivas miradas del resto de la clientela, me sumí en la más completa perplejidad al observar con más detenimiento a uno de ellos, un chico de mi edad que parecía ser el más reservado de todos… Se trataba de Alfonso, ahora ataviado con una negra t-shirt serigrafiada con el logotipo de una inmortal banda de Heavy Metal que parecía prolongarse en unos pantalones tejanos enteramente parcheados. Su angelical expresión era exactamente la de antaño, la de los tiempos del colegio, aun con los ojos encarnadamente vidriosos producto de los excesos alcohólicos de la nocturna velada. Nunca supe si Alfonso hubo de ingresar realmente en un seminario, empero sus ineludibles entradas capilares, más pronunciadas en la zona del casquete craneal, animaban a confirmar tal hipótesis en la inevitable comparación con la característica tonsura monacal. Conservaba todavía las mismas gafas en forma de pera limonera y sobre el cuello de su camiseta asomaban tímidamente unos varoniles cabellos rizados que delataban un frondoso y masculino vello corporal. Alfonso intentaba disimular con poco éxito su estado, cercano a la plena embriaguez, con lo que acentuaba aún más si cabe su espiritual y circunspecta expresión. Traté de ponérselo fácil y, tras recordarle algunos clichés propios del colegio, Alfonso por fin me contestó: –«¡Claro, claro! ¡Así decía yo que me sonaba tu cara! Del colegio, claro, claro… Encantado de saludarte… ¿Leiter me dices que te llamas? Bien… No, no llegué a acabar los estudios. Una pena. Me puse a trabajar bien pronto. Tuve problemas en casa de mis padres y no me quedó más remedio que alquilarme una habitación. Ahora estoy de camarero en un pub de ahí, en los bajos… Estos son mis coleguillas… Son buena gente, de verdad. Ahora mismo les voy a decir que bajen un poco el tono de voz… Compréndelo, Leiter; acabamos de cerrar y nos apetecía tomar una copa por ahí… ¡Eh, eh, eh, chavales! ¡Bajad un poco la voz que estáis molestando a mi amigo y al resto de la clientela! (Sobra comentar que a Alfonso no le hicieron ni caso). Bueno, sabiendo que trabajas aquí, ya me verás alguna que otra mañana. Pero te prometo que vendré solo o, acaso, con mi novia, la cual no ha podido estar aquí hoy… Jo, tío, me parece que mis colegas se están ya pasando… Perdona, Leiter. No te los volveré a traer más por aquí… Cuando puedas, hazme la cuenta de todo lo que se debe. Como no pague yo, me parece que éstos se van a escaquear…»–  Sólo esos instantes de conversación me sirvieron para confirmar que Alfonso seguía siendo un bendito y que no pegaba ni con cola en ese ambiente de colegas más que sospechosos. Trató en todo momento de mostrarme una faceta de «tipo duro y curtido», pero la cara es el espejo del alma; y Alfonso seguía conservando esa angelical expresión de joven e iluminado seminarista… ¡Pese a la t-shirt de Iron Maiden!

 No tardó ni dos días en volver a aparecer por el bar, a las mismas intempestivas y madrugadoras horas, el bueno de Alfonso. Sin embargo, en esta ocasión iba acompañado exclusivamente de una mujer algo más mayor que él, sospechosa y provocadoramente ataviada y con marcado acento suramericano. Pero lo más llamativo de aquella fémina en cuestión era que llevaba consigo una borrachera de campeonato, viéndose obligado Alfonso a sostenerla disimuladamente de un brazo para evitar que la pobre se desplomase redonda hacia el suelo. Tras conseguir depositar a la embriagada mujer junto a una mesa del salón principal, Alfonso, muy ceremonioso y serio, como en él era costumbre, me solicitó un par de whiskies con cola: –«Tranquilo, Leiter. Es mi novia… Aunque hoy está un poquito colocada porque le ha dado por acordarse de sus padres, a los que no ve desde hace casi un año y que viven en Colombia. Ya verás como se calma con este whisquito…»–  La estampa que componían tanto Alfonso, un heavy con rostro angelical y modales exquisitos, como aquella mujer colombiana, de trazos más que dudosamente éticos, provocó no sólo mi asombro, sino también el de los clientes habituales que se encontraban en el bar a esas horas. Mientras que la colombiana se expresaba casi a gritos, Alfonso hacía gala de su congénita timidez utilizando como réplica una entonación apenas perceptible. Ya con el segundo cubata, a la mujer le entró la inevitable llorera: –«¡Ay, Alfonso! Tú también lo has podido escuchar… Mi mamá me dijo que no quería saber nada de mi hija y que me la comiera con papas fritas… ¡Con papas fritas! ¡Buáaaah…!»– Alfonso trataba de consolar a la colombiana a base de ligeros besos en los labios que la mujer sutilmente rechazaba: –«Tranquilízate, mi amor… Yo te ayudaré. Te vendrás a vivir conmigo a la habitación que tengo alquilada…» —  Empero, la colombiana no parecía atender los delicadas y nobles proposiciones de Alfonso: –«…Que me quede con mi hija y que me la coma con papitas fritas… ¡Buáaaah…!»– Mi madre, quien en esos momentos se encontraba conmigo tras la barra, me susurró al oído: –«Desde luego, ¡Vaya melopea que lleva la moza! Tiene pintas de… En fin, me voy a callar. Pero mira al pobre chico. Tiene cara de buena persona y se le ve muy enamorado… ¡Pobre hombre!»–  La salida de ambos del bar, a eso de las doce del mediodía, fue del todo memorable, con el bueno de Alfonso agarrando a la mujer mientras que esta pedía lumbre para encender un cigarrillo a otros clientes del bar que se estaban desternillando de risa ante tal tragicómica escena de etílicas resonancias. Mientras, mi madre seguía con su particular letanía: –«¡Vaya tiparraca! Pero el chico bien majo que es… Al ir al servicio se ha cruzado conmigo en el reservado y me ha dicho: Señora, cocina usted estupendamente. ¡Hay que ver qué agradable y qué educado es! Pero, claro, el pobre se ha enfurruscado con la fulana esa… ¡Si es que los hombres no tenéis cabeza! ¡Perdéis el sentido por cualquier falda!»–  Alfonso y la colombiana llegaron a hacerse realmente populares en la barriada, ya que raro era el día en que no repetían la misma escena, con renovados y muy jugosos matices. Sin embargo, una mañana acudió Alfonso al bar de mi padre algo más tarde de lo que era habitual en él, a eso de las ocho de la mañana, sin más compañía que la de su sombra y la de una más que evidente sobrealimentación etílica. Aún así, su tono de conversación, con ligeros deslizamientos en la pronunciación de las linguoalveolares, no había perdido ningún ápice de educación y cortesía.  –«Leiter…¡Vaya faena! Me acaban de despedir del trabajo… El jefe no se ha creído que me hayan atracado tres veces en tan sólo un mes. Piensa que  todo es un cuento y que me quedo con la recaudación del pub… En fin, tendré que buscarme la vida en otra parte. Quisiera agradecerte todas las atenciones que durante estos meses has tenido conmigo y con mi novia… Bueno, con mi ex-novia. Me dejó ayer… Otro problema, por si no fuera poco. Además, tuve que darle el dinero que yo tenía ahorrado para pagar la habitación por si surgía algún contratiempo… A ver, no la iba a dejar sola por ahí y sin un céntimo»–  Enseguida comprendí que Alfonso era tan buena como ingenua persona, aunque parecía desprender un cierto tufillo a gafe consigo mismo, un ser cuyas circunstancias se empeñaban en volverse fatídicamente en su propia contra, como injustamente le suele suceder a la gente de buen y sincero corazón. Me sentí tan entristecido por lo que me estaba contando el pobre Alfonso — sin trabajo, sin novia y sin dinero — que, contraviniendo las más elementales normas de la hostelería, le serví otro whisky de mi parte una vez que hubo abonado la cuenta, con lo que su borrachera pasó de ser torpemente encubierta a resultar manifiestamente ineludible. Salió del bar dando trastabillazos y componiendo extrañas piruetas que sólo los borrachos saben ejecutar con gran maestría. Pero Alfonso en ningún momento perdió la compostura y ni mucho menos alteró la tranquilidad de otros clientes. La satánica estampa del logotipo del grupo Motörhead que exhibía en la espalda de su negra camiseta definía, en cierto modo, un devenir existencial predestinadamente maldito. Mi padre, como no podía ser de otra manera, recriminó severamente mi actitud de invitar a otro whisky a una persona que daba muestras invariables de estar ya bebida: –«Leiter, ¿Tú te crees que estamos aquí para ir invitando a la clientela así porque sí? Si el chico se empeñaba en pagarte el whisky pues habérselo cobrado, hombre…»–

 No había pasado una semana cuando, de manera imprevista y en horas de comida, Alfonso se presentó de nuevo en el bar, plenamente recuperado y en sobrias condiciones. Alfonso advirtió enseguida mi expresión de asombro al observar como había cambiado su t-shirt de trazo heavy por el atuendo de un grasiento mono azul de trabajo que llevaba bordado el inconfundible logotipo del garaje que se encontraba junto al bar.  –«Necesitaban un guarda para el turno de tarde y solicité el puesto. Ya mismo empiezo…»–  Puestos a escoger, y dados los atributos espirituales de Alfonso, todavía sigo pensando que hubiera sido mejor para él continuar como camarero en aquel antro de noctámbulos borrachuzos y mujeres de más que dudosa reputación que pasar a formar parte de la plantilla de los por entonces empleados de aquel garaje, un memorable y selecto grupo de individuos — Pepe el Lobo, Ramón Pintajamones, Juan el Capelares  y Antonio el Chorizo —  hombres curtidos en todos los aspectos de la vida y dirigidos con mano de hierro por el encargado, Víctor el Legionario. A pesar de que al bueno de Alfonso le ofrecieron en un principio el turno de tarde, en realidad acabó adoptando el sufrido puesto de correturnos, con lo que algunos días entraba a trabajar a las seis de la mañana, otros a las tres de la tarde y algunos a las doce de la noche. Pronto supimos de primera mano los innumerables problemas que tuvo que afrontar Alfonso durante el ejercicio de su nuevo cometido profesional: –«¡Madre mía! — Comentaba Ramón Pintajamones una mañana en el bar, botellín de cerveza en mano –«¿Pero de dónde han sacado al pipiolo ese de Alfonso? Lleva ya cinco coches rayados en menos de una semana, ja ja… Para mí que no tiene ni permiso de conducir… Tendrías que verle, Leiter, manejándose con la marcha atrás. Se pone colorado y a sudar como un pollo… Y el caso es que no parece mal chaval, de veras…»–  Pero aún fue mucho más extraordinario lo que le ocurrió a Alfonso una tarde, en plena Feria de San Isidro, cuando no calculó bien el número de vehículos que podían estacionar en modo parking por horas. Alfonso fue aceptando automóviles de tal manera que no hubo forma de estacionarlos en el interior del garaje, llegando a ocupar algunos el estrecho pasillo de entrada. Aquel despropósito llegó a mayores a eso de las once de la noche, hora en la que se presentó Pepe el Lobo para el correspondiente relevo en un estado de absoluta embriaguez, como solía ser costumbre, y contempló el desaguisado allí formado. El Lobo, ni corto ni perezoso, cerró el portón del garaje y obligó a Alfonso a acompañarle a la comisaría más cercana: –«Mire usted, señor comisario»– declaró Pepe arrastrando etílicamente la pronunciación –«Resulta que mi compañero está muy verde en esto y, claro, el pobre se ha visto desbordado por su inexperiencia. Como al encargado no le sale de los cojones enseñarle, resulta que se ha montado un lío con los coches de tres pares de narices. Así que nada; yo cierro el garaje y ahí le dejo las llaves para que usted disponga…»–  Según me comentó Alfonso con posterioridad, el comisario interrumpió bruscamente el inefable discurso de Pepe: –«¿Y qué coño pinta la policía en este asunto? Hagan el favor de retirar esas llaves de mi despacho y lárguense con viento fresco. Y procure moderarse con la bebida, tío borracho, que me ha dejado la sala apestando a vino… ¡Y encima del barato!»– Cuando Pepe y Alfonso regresaron al garaje, una media docena de personas que estaban allí, esperando resignadas para sacar sus vehículos, a poco les linchan… Durante unos días, este insólito suceso provocó la rechifla generalizada entre las gentes de la barriada. Un sábado de noche, Alfonso entró en el bar de Boni, una vez finalizado su turno, para tomarse una merecida y refrescante cerveza. Observé que iba acompañado de una mujer mucho mayor que él y de un chico en edad preadolescente. La mujer de Boni no tardó mucho en tratar de enterarse de esta nueva coyuntura: –«¿Y ese chico quién es, Alfonso? ¿Es hijo tuyo?»– Alfonso, adoptando una expresión trascendentalmente solemne, respondió: –«Bueno, realmente es como si lo fuera. Es el hijo de mi actual novia…»– Y muy actual debió ser aquella mujer, ya que jamás volvimos a verla por el barrio. Tras casi un año de prestar sus servicios en aquel garaje, Alfonso entró una mañana en el bar ataviado con una t-shirt serigrafiada con el logotipo de Ramones. –«Leiter… Me acaban de abonar la liquidación. Ya no quieren que siga trabajando en el garaje. Ahora que ya le estaba cogiendo el truco… ¡Una pena! Pero, en fin, habrá que seguir buscando otras cosas por ahí…»–  Alfonso, a pesar de ser el mejor candidato posible para recibir en exclusiva las Bienaventuranzas de Nuestro Señor Jesucristo, tuvo la gallardía de invitar a todos los clientes que se hallaban en ese momento en el bar, a modo de melancólica despedida. Nunca se volvió a ver a Alfonso por el barrio.

 Hace un par de años, en pleno mes de agosto y en vísperas de trasladarnos a Málaga para disfrutar de nuestras vacaciones de septiembre, Celia y yo paseábamos por el barrio de Moratalaz, luego de haber visitado a su hija y al chico con quien convive. Decidimos sentarnos en la terraza de uno de los escasos bares que por allí había abiertos con el objeto de picar algo que nos ahorrase el tener que hacernos la cena en casa. Las gafas en forma de pera limonera de aquel camarero etiquetado con pajarita me resultaron tremendamente familiares: –¡Qué sorpresa, Leiter! ¿Cuánto tiempo hace que no nos veíamos? Por lo menos 25 años…» — Alfonso nos atendió de inmejorable manera e incluso me invitó al whisky que sellaba una copiosa cena. Debido al poco público allí presente, y tras solicitar al encargado del local el correspondiente permiso, Alfonso accedió a compartir una cerveza con nosotros: –«Llevo pocos días trabajando aquí y… No sé. Me parece a mí que esto no funciona como debiera. Cuando me echaron del garaje, encontré trabajo como camarero en una sala de bingo. No me fue mal del todo, ya que se ganaba un buen dinerillo con las propinas. Pero lo tuve que dejar. Unos atracadores la tomaron conmigo y me asaltaron al salir de madrugada en tres ocasiones, con la mala fortuna de que en todas dieron con el dinero de la nómina de a fin de mes. Parecía como si el mismísimo diablo les hubiera confesado cuándo iba a cobrar para que fueran a robarme. Una pena… Luego me embarqué en un buque mercante que hacía la ruta a Sudamérica, como empleado de cocina. Un trabajo duro y exigente en el que permanecí unos años… Hasta que una tripulación filipina se instaló en el buque y me hizo la vida imposible… ¡Claro, como yo era el único español, pues la tomaron conmigo!… ¿Que si me he casado? No, que va, Leiter. Me junté con una mujer algo mayor que yo, con dos hijas fruto de su antiguo matrimonio. Nos iba muy bien… Pero acabó volviendo con su marido. Dijo que lo hacía por las niñas… No sé, me da que pensar que no fue muy sincera conmigo. Ahora sigo viviendo sólo en una habitación que tengo alquilada… Estoy ahorrando para poder hacerme con el traspaso de algún bar… Le tengo el ojo echado a uno de un señor mayor que se va a jubilar… ¡Vamos a ver si tengo suerte y me rebaja un poco el precio!»–  Yo estoy seguro de que Alfonso, algún día, será el encargado del mejor bar de Madrid. Sólo rezo para que, cuando por fin llegue ese día, no sea precisamente la víspera del Día del Juicio Final…