A simple vista, parecía un modosito escolapio en las horas previas a un examen de reválida. Su jersey de cuello pico y el peinado a raya clásica, con terminaciones acaracoladas, le conferían el aspecto de un niño bueno con el que todas las mamás soñaban para el compartido devenir de sus inmaculadas hijas. Sólo esa expresión nebulosa en sus ojos, mezcla de Magdalena penitente con los efectos de algún que otro lingotazo, reconvertía los iniciales encantamientos en más que fundadas sospechas. Y todo ello se confirmaba cuando le veías junto a la barra acolchada del pub tratando de acompasar el ritmo discotequero con tiernos vaivenes de cabeza. Era Carlitos, el bueno, un muchacho desconocedor del mal y de quienes lo ejecutan.

 Mi primer contacto con Carlitos, el bueno, se produjo en los bajos de Hermosilla, donde se ubicaba el JOC, un pub donde Carlitos decía ejercer como ayudante de camarero. Llegamos, de sopetón, diecisiete compañeros del COU y Carlitos enrojeció de bochorno al comprobar que sólo teníamos intenciones (y dinero) para un tercio de San Miguel… A compartir solidariamente entre todos. Con evidente nerviosismo, trató de hacernos entender lo disparatado de nuestra petición, con miradas al infinito que retrataban, con el apoyo de trascendentes suspiros, su inseguridad. De no ser por la mediación de Sebito, el encargado, hubiera acabado invitándonos a todos y pidiéndonos, incluso, perdón. Así era Carlitos, incapaz de disgustar a las personas. Nunca pude averiguar lo que este chico se metía para el cuerpo pero, en ocasiones, cuando te hablaba, adoptaba dos diferentes tonos de voz, uno muy agudo y el otro muy grave, alternándolos con total albedrío, como si estuviese narrando con detalle un eterno cuento de Caperucita y el lobo. Debido al registro de contratenor que caracterizaba su vocecilla la situación no podía resultar más esperpéntica, sobre todo cuando elegía el tono más grave. Algunas malas lenguas ponían en cuestión la condición sexual de Carlitos, pero a mí me confesó que aquellos rumores eran infundados, al mismo tiempo que restregaba su culo con el mío y se empeñaba en obsequiarme con besitos en el cuello. Pero es que Carlitos era así, cariñoso como nadie y amigo fiel de sus amigos. Toda demostración de afecto era poco para él.

 Una noche Sebito le mandó a buscar cambio en monedas para poder afrontar la enconada lucha que mantenía Paco, el taxista, con una de las tragaperras, negada a devolver premios pese al atracón pecuniario que se había pegado. Carlitos salió del JOC con un billete de 10.000 pts. y no volvió hasta pasados seis meses, jurando y perjurando que una nave espacial le había secuestrado y mostrando una cruz de Caravaca como prueba irrefutable de su insólito testimonio. Abandonó lloroso y cabizbajo el JOC y no pude evitar manifestarle mi solidaridad y comprensión, coyuntura esta que me costó mil duros, destinados, según él, para soliviantar los terribles apetitos de los marcianos.

 El sábado pasado le ví en El Retiro mientras yo enfilaba con mi bici la cuesta del Ángel Caído. Caminaba con la misma expresión nebulosa de antaño y parecía estar conversando consigo mismo (no pude determinar con qué tipo de entonación). Realizaba un extraño ejercicio consistente en levantar la mano derecha cada dos pasos, abriendo y cerrando de forma sincronizada el puño. Tal vez se lo enseñaron los marcianos.