Representación del Templo de Salomón según la descripción bíblica

 Si bien Saúl fue quien introdujo la monarquía en Israel, fue David (1004-965 a.C.) quien consumó dicha institución. De orígenes humildes y natural de Belén, en principio David formó parte del séquito de Saúl, llegando incluso a ser su yerno, para posteriormente ser incluso perseguido por el mismo. Mucho se ha discutido desde entonces a la hora de afirmar si David configuró toda una época, un ideal que aún pervive en la mente de muchos judíos. La historiografía de Israel, propiamente dicha, arranca con los tiempos de David, un personaje que aparece representado en los escritos del Antiguo Testamento de una manera legendariamente similar a la de la posterior historiografía griega. No es descabellado afirmar que con David nos hallamos ante un caso en el que un hombre crea historia cuando esta misma ya está madura, esto es, que supone la respuesta histórica adecuada a un desafío asimismo histórico. Nadie puede saber con seguridad, a modo de conjetura, qué hubiera sido de Israel sin David; pero lo realmente cierto es que, gracias a su figura, una serie de acontecimientos determinaron el posterior devenir de un pueblo (Nación) como el de Israel.

 Parece del todo descartado que sin una figura de extraordinaria inteligencia y habilidad política como la que atesoró David jamás se hubiese llegado a una unión duradera de dos partes tan heterogéneas como el Norte y el Sur, Israel y Judá, propiamente dichas, en un gran reino de dimensiones considerables y con una más que eficiente estructuración política (El primero en suelo palestino). Según el relato bíblico — 2 Sam 5, 5 — no habían transcurrido aún siete años desde su aclamación como rey cuando ya gobernaba sobre todo Israel y Judá gracias a su descollante personalidad y con la ayuda de un funcionariado y un ejército mercenario personalmente juramentado con él y dispuesto siempre a intervenir. Además, Jerusalén — ciudad cananea de los jebuseos situada en un lugar estratégico en la frontera de Israel y Judá — pudo ser conquistada para convertirse en propiedad de David y de su dinastía; en definitiva, para ser la «ciudad de David». Aquella nueva capital no hubiera jamás alcanzado el carácter sacro que ha venido reflejando hasta nuestros días si David no hubiese organizado ni asimilado en torno a Yahvé la administración de culto y sacerdotal cananea. Efectivamente, con una maniobra del todo astuta — solemnes procesiones con la portátil y sagrada Arca de Dios — David fue quien introdujo a Yahvé en Jerusalén y lo elevó a una especie de divinidad de estado, convirtiéndose así Jerusalén en una singular «ciudad santa» centro del culto para Israel y Judá (Dos reinos unidos de forma personal, no fusionados). Incluso para la historiografía crítica, la ciudad de Jerusalén como centro de culto a Yahvé marca el comienzo de una época nueva que finalizará con la destrucción del primer templo (587 a.C.) e inmediato exilio babilónico.

 David, cuya astucia diplomática no fue menos brillante que su estrategia militar, practicó una política exterior altamente expansiva, ya que lo que inicialmente fue una guerra defensiva se fue convirtiendo paulatinamente en una expedición de conquista. Mientras que en los libros de Josué y Jueces las guerras de tribus israelitas se nos presentan como dirigidas por el propio Yahvé, las conquistas de David ya no aparecen como «guerras santas». Ni antes ni después de David las fronteras de Israel estuvieron tan ampliadas, y ello fue posible, en mayor medida, a que incorporó regiones no israelitas al Gran Israel, aspecto que condujo a considerables tensiones y conflictos internos. El estado nacional israelita se extendía desde «Dan a Berseba», comprendiendo el territorio de las Doce Tribus. Esta extensión territorial, recordada a posteriori por el revisor deuteronomista del libro de Josué, se conservó como imagen ideal, cuidad y enriquecida a lo largo del judaísmo, circunstancia que ha provocado una interminable controversia territorial que permanece hasta nuestros días.

 David fue el soberano más importante de la historia de Israel y su papel como comandante en jefe militar y como organizador del estado quedó como modelo para todas las generaciones posteriores. Supo imponerse contra la pretendida secesión de ciertas tribus (Benjamín) y contra todas las revueltas e intrigas, consiguiendo consolidar la hegemonía duradera de la tribu de Judá y la de su familia. Por eso se comprende que su imagen fuese idealizada de forma creciente en el curso de la historia (Incluso en la reelaboración deuteronomista se le prometió una soberanía perenne, algo que no llegó a realizarse nunca). De un rey de carne y hueso se pasó a un rey ideal; y de una idea del rey, a la ideología regia. Precisamente de esta ideología de la realeza nacerá mucho más tarde, cuando ya ningún rey israelita gobernaba sobre el todo Israel y Judá, la ideología del Mesías que, como rey davídico ideal, como David venido por segunda vez o como «hijo de David» restauraría el reino davídico y realizaría la promesa de un reino perdurable. De este modo, David fue para todo Israel una figura de esperanza y de orientación profética que posteriormente fue convertida en fundadora del Templo y de toda la jerarquía sacerdotal. Desde el siglo II a.C. David se convirtió en la figura protodinástica para soberanos (Hasmoneos) y jerarcas (Exiliados babilónicos), en figura argumental para entusiastas escatológicos y revolucionarios, y en dirigente religioso de grupos interesados en la construcción de una vida comunitaria acorde con la tradición.

 El único aspecto en el que David fracasó por completo fue en el de su sucesión. Efectivamente, y para amasar poder, había practicado una hábil política matrimonial. Tuvo sucesivamente hasta 8 esposas que le dieron al menos 19 hijos de diferente ascendencia. Esta política tendrá repercusiones muy negativas al final, de tal manera que los últimos días de David se vieron envueltos en numerosas tragedias: El incesto del primogénito príncipe Amnón con su hermanastra Tamar (La única hija conocida de David); el asesinato de Amnón por orden de su hermano Absalón; la huida y el golpe de estado de Absalón; la huida de David y muerte de Absalón cuando le persiguen; la candidatura del príncipe Adonías y posterior postergación de éste… Finalmente, por instigación de Natán, el profeta de la corte de David, se nombró al hijo de Betsabé, Salomón, como corregente de su padre antes de su muerte. Una vez fallecido David, Salomón subió al trono y eliminó a todas las fuerzas opositoras, comenzando por Adonías.

 En el primer libro de los Reyes se habla sobre el gobierno de Salomón utilizando una secuencia no tanto cronológica como mayormente lógica: Se informa de su sabiduría, de sus construcciones, de su comercio… Pero también de su idolatría y de su final. Las obras literarias a él atribuidas — Proverbios, Cantar de los Cantares, Eclesiastés y Sabiduría — son pseudoepígrafos de una época posterior. Es posible que nunca nadie logre distinguir entre el Salomón histórico y las imágenes posteriores que le idealizaron. En la actualidad, los estudiosos y especialistas están de acuerdo en que la expresión proverbial «Salomón en todo su esplendor» constituye sólo una cara de su realidad histórica. De esta forma, las construcciones de lugares fortificados, el reforzamiento de un ejército ya existente, el fomento de las artes y de las ciencias, la expansión del comercio y el cuidado de las relaciones internacionales (Amén de un inmenso harén repleto de extranjeras cuyos dioses exigían cultos especiales) forman parte de esa cara esplendorosa o positiva de Salomón.

 Sin embargo, la otra cara, la negativa de la realidad histórica, es la del precio que Salomón hubo de pagar por toda esa grandeza. El reino se fue alejando cada vez más del pueblo, de sus usos y costumbre, embarcándose en una cultura urbana y creando un rígido gobierno central con doce distritos administrativos de los que, insólitamente, Judá quedó excluido. Dichos distritos abastecían a la corte mediante donaciones onerosas e incluso mediante el trabajo forzado bajo la supervisión de un ministro al que el pueblo lapidó tras la muerte de Salomón. Los esclavos no sólo eran reclutados entre los prisioneros de guerra, como en tiempos de David, sino también por deudas. Muchos se vieron obligados a vender sus tierras y la consecuencia de ello fueron los latifundios y el empobrecimiento de las masas. Para poder llevar a cabo sus enormes construcciones, Salomón tuvo incluso que vender al rey de Tiro todo un distrito galileo con veinte ciudades. Las severas levas de trabajadores fueron el principal argumento de las tribus del Norte contra Jeroboam, hijo y sucesor de Salomón.

 Con todo esto, el reino davídico, sometido desde un principio a las tensiones entre Norte y Sur, comenzará a dar las primeras señales de resquebrajamiento durante el reinado de Salomón, consumándose la escisión tras la muerte de éste. Hacia el año 927 a.C. se produjo la fatal separación de los dos reinos en el núcleo del territorio davídico, al tiempo que se produce la pérdida sucesiva de los territorios incorporados. La división da paso al Reino del Norte (Israel) y el Reino del Sur (Judá), cada uno con su respectiva y específica historia.

 Israel, el Reino del Norte, con capital en Samaría, será el mayor y más fuerte. Allí primó más el ideal del rey carismático que el elemento estrictamente dinástico, con lo que el derrocamiento de reyes — con terribles matanzas de por medio — fue moneda constante. También aquí, sobre todo a partir del rey Omrí y teniendo en cuenta que una parte considerable de la población era cananea, se trató de practicar una política de equilibrio, permitiéndose templos y dioses extranjeros. De ahí que se formase una fuerte oposición profética que quiso destruir todos los santuarios del Baal fenicio, tratando de erradicar el culto cananeo con la revolución del rey Jehú.

 Judá, el Reino del Sur, con capital en Jerusalén, fue más cerrado y apartado. Por contra, aquí se mantuvo a capa y espada la sucesión hereditaria davídica. En buena medida, Judá consiguió mantenerse alejado de la gran política mundial hasta que un revitalizado Egipto decidió intervenir en Palestina. Sin embargo, se siguió tolerando el culto cananeo, y el sincretismo, a pesar de las reacciones yahvistas en tiempos de los reyes Ajá, Josafat y Ezequías, se extendió de Jerusalén a la zona rural. Con ello, la religión israelita se configuró desde entonces como una religión típicamente profética.