Si bien durante largo tiempo Roma hubo de bloquear las reformas, fue la propia Reforma la que se enfrentó de pronto con Roma. Junto a la Iglesia papal surgieron en Occidente una serie de iglesias que desarrollaron en su primera fase un poderoso dinamismo social, político y religioso. Aquello resultó una catástrofe para Roma porque la Reforma protestante se cobró para sí la mitad septentrional del Imperium Romanum, por no mencionar a Norteamérica que se sumó más tarde. Al final del proceso de la Reforma se hubieron de configurar cuatro tipos, bastante diversos, de cristianismo protestante: El luterano, el anglicano, el reformado y el de la iglesia libre. Los primeros impulsos reformadores partieron de dentro de la propia Iglesia merced a Erasmo de Rotterdam y su principio humanista de retorno a las fuentes. Pero el lugar de origen de los primeros intentos reformistas católicos no fue Roma, sino la España unificada merced al matrimonio de los Reyes Católicos. Francisco Ximénez de Cisneros, un asceta franciscano al que la reina nombró arzobispo de Toledo y primado de España, condujo una renovación de los conventos y del clero; creó una serie de universidades como la de Alcalá y publicó una admiradísima edición políglota de la Biblia. Sin embargo, también en España está implantado un severo catolicismo desde los tiempos de la Reconquista que hace imposible pensar en serio en una profunda renovación: Tomás de Torquemada, Gran Inquisidor de los tiempos de los Reyes Católicos, ejecutó durante su mandato unos 9.000 autos de fe cuya gran mayoría culminaron en la hoguera. Con ello se dejaba muy claro que la pretendida reforma intracatólica efectuada en España era más bien una ilusoria utopía.

Muchos fueron los factores que contribuyeron al advenimiento de una reforma extracatólica que a la postre significó la más grave cesura de la cristiandad occidental en toda su historia: El absolutismo centralista de la Curia y su inmoralidad en el negocio de las indulgencias para la reconstrucción de la Iglesia de San Pedro; el predominio de la nobleza en el clero alto y su distanciamiento respecto del bajo; los horripilantes abusos ocasionados por el celibato obligatorio y que se sumaban a un proletariado clerical inculto y pobre; la absoluta invasión por parte del derecho canónico de cualquier ámbito relacionado con la teología y la sociedad; una total falta de orientación teológica acompañada de una patética superstición por el culto a las reliquias del pueblo… Todo este complejo de síntomas puso de manifiesto una crisis abismal de la sociedad entera y una incapacidad de la Iglesia para solucionarla (y no deja de ser paradójico que algunas de estas circunstancias parecen haber resucitado en los tiempos presentes). Todo el terreno estaba abonado para el surgimiento de una reforma de la que habría de surgir un nuevo paradigma histórico del cristianismo occidental. Faltaba sólo un personaje que presentara de forma creíble el nuevo programa y dicho honor recayó en la figura de Martín Lutero.

Ordenado sacerdote en 1507, con 24 años cumplidos, y doctorado en Teología en 1512, Lutero se volcó en el estudio de las Escrituras influenciado por el principio humanista anteriormente aludido de ir a las fuentes. Sus conclusiones fueron absolutamente revolucionarias: La Iglesia se había ido separando de las verdaderas enseñanzas cristianas merced a una confusión — interesada o no — de los viejos textos veterotestamentarios frente al verdadero principio de Salvación reflejado en los Evangelios y cuya gracia sólo corresponde a Dios a través de Cristo y mediante un acto supremo de fe. Estas conclusiones, como era de imaginar, chocaron frontalmente con las bulas indulgentes que se vendían en Roma para «garantizar la salvación» y cuya recaudación estaba destinada a financiar la nueva Iglesia de San Pedro. Pero Lutero, hombre de fuerte carácter, se enojó tanto contra esta intolerable arbitrariedad sustentada en el aprovechamiento de la generalizada incultura popular que, luego de una serie de incendiarios sermones, el 31 de octubre de 1517 clavó en la puerta de la iglesia de Wittenberg un documento con 95 tesis que condenaban el abuso de la indulgencia papal. Merced a la imprenta, las 95 tesis fueron rápidamente traducidas y copiadas hasta el punto que dos meses después fueron conocidas en toda Europa. Obviamente, a principios de 1518 Lutero — ese borracho alemán en palabras del papa León X — fue declarado hereje.

El año 1520 fue el de la irrupción teológica de Lutero, puesto que en esta fecha vieron la luz sus principales escritos programáticos reformadores. Si bien Lutero distaba mucho de ser el hombre de un sistema teológico construido de forma preconcebida, empero si fue una persona capaz de elaborar un programa del todo coherente y consecuente según sus principios. Su primer escrito de aquel año fue Sobre las buenas obras, un sermón en el que deja claro que la fe es la base de la existencia humana. Sólo a partir de la misma deben seguir las buenas obras. El segundo escrito, dirigido al emperador y los príncipes electores, llevó como título A la nobleza cristiana de la nación alemana sobre la reforma de la condición cristiana. Aquí Lutero se desmelena y realiza un durísimo ataque contra la Iglesia romana en base a una negación de su pretensión de dominadora mundial eclesiástica y secular. Además, se afirma el carácter independiente del imperio y de la Iglesia alemana al tiempo que se propone una reforma de la vida eclesiástica y civil en general. El tercer escrito, de finales de verano de 1520, lleva como título La cautividad babilónica de la Iglesia y está dedicado a la refundación de los sacramentos. Al considerar que fueron instituidos por Cristo, sólo se consideran como propios el bautismo y la eucaristía, aunque también puede tener cabida la penitencia. Los cuatro sacramentos restantes se consideran meramente piadosos al no haber sido instituidos por Cristo. El cuarto escrito de 1520 se tituló Sobre la libertad del hombre cristiano y en el mismo Lutero desarrolla su concepción de la justificación. Sólo la fe convierte al hombre en una persona libre que puede estar al servicio de sus semejantes mediante sus obras. Este escrito vino a ser una ampliación del primero de los cuatro.

Lutero, a pesar de su enorme fuerza explosiva política, siguió siendo un hombre de fe y un teólogo que pugna por la gracia de Dios a la vista de la caída del hombre en el pecado. A todas las tradiciones, leyes y autoridades surgidas en el transcurso de los siglos, Lutero contrapone el primado de la Escritura (Sola Scriptura); a los miles de santos y mediadores entre Dios y los hombres, Lutero contrapone el primado de Cristo (Solus Christus); a las prestaciones y esfuerzos religiosos ordenados por la Iglesia para conseguir la salvación, Lutero contrapone el primado de la gracia y de la fe (Sola gratia). La teoría de la justificación de Lutero constituyó la base para un llamamiento público a la reforma de la Iglesia en el espíritu del Evangelio, una reforma que más que a la reformulación de una doctrina apunta a la renovación de la vida eclesiástica en todas sus facetas. La crítica radical del papado resultó inevitable, pero a Lutero no le interesó el papa como persona, sino que se preocupó por las prácticas y estructuras tradicionales favorecidas y exigidas por Roma que estaban en manifiesta contradicción con el espíritu evangélico.

Todo dependía de cómo Roma iba a reaccionar a la existencia de una reforma radical, aunque Roma no dio señal alguna de conversión, sino todo lo contrario. La Curia de León X ofreció la retractación de Lutero mediante arrepentimiento personal y la alternativa menos bondadosa de la hoguera (como ya ocurrió con Hus, Savonarola y tantos cientos de herejes y brujas…). Citado en la Dieta de Worms en 1521, Lutero tuvo el coraje de permanecer en su fe basándose en la Escritura y en la razón de su conciencia. Resistió todas las presiones que le vinieron por parte del emperador y del papa y concluyó su discurso con unas célebres frases: –«Si no se me convence con testimonios de la Escritura o con una causa razonable plausible — puesto que yo no doy crédito ni al papa ni a los concilios por sí solos, ya que consta que han errado y se han contradicho entre sí muchas veces — quedaré vinculado a las palabras de la Escritura por mí aducidas. Y mientras mi conciencia esté atada por las palabras de Dios, ni puedo ni quiero retractarme, puesto que obrar contra la conciencia no es ni seguro ni honrado. Que Dios me ayude. Amén»

Tras la condena en la Dieta, Lutero se refugió en el castillo de Wartburg y en apenas diez meses completó, sobre la base de la edición greco-latina de Erasmo, su traducción al alemán del Nuevo Testamento. Esta traducción también constituyó la base normativa del moderno idioma alemán. Roma fue capaz de excomulgar al reformador Lutero, pero ya no pudo detener la reconfiguración de la vida eclesial según el Evangelio mediante el movimiento de Reforma que avanzaba y sacudía a toda Europa. A partir de 1522 se llevó a cabo la Reforma en numerosos territorios alemanes y, tras la fallida reconciliación de la Dieta de Augsburgo en 1530, se creó la Liga de Smalkalda de los príncipes protestantes alemanes, pacto que sellaba la unión entre la reforma luterana y el poder político.

El movimiento luterano había alcanzado una difusión importante en Alemania, Lituania, Suecia, Finlandia, Dinamarca y Noruega. En Suiza, incluso, se llegó a una radicalización visceral de la Reforma merced a Ulrich Zwinglio. Pero la consecuencia política más importante fue que Alemania se había dividido en dos bandos confesionales. Aquello pudo tener fatales consecuencias si tenemos en cuenta que los turcos habían llegado ya en 1529 a las inmediaciones de Viena. Durante la década de los años cuarenta del siglo XVI, el emperador Carlos V dio la espalda a las agotadoras campañas contra Turquía y Francia, centrando entonces sus objetivos en Alemania ante el imparable avance del luteranismo. Cuando los luteranos se negaron a participar en el concilio de Trento — por estar bajo dirección pontificia — el emperador aprovechó dicha circunstancia para doblegar a la poderosa Liga de Smalkalda. Las potencias protestantes fueron vencidas en aquellas guerras de religión de los años 1546 y 1547 (Guerras de Smalkalda) y nada impedía ya la restauración de la opción católico-romana. Sin embargo, Mauricio de Sajonia cambió de bando al aliarse con Francia en secreto y su decisión salvó al protestantismo de la definitiva derrota. En 1555 se fijó de forma definitiva la división confesional de Alemania.