calle-naciones 

Calle de las Naciones 

 Uno de los mayores espectáculos que podían contemplarse por esta suntuosa barriada capitalina era el de las continuas disputas que mantenían Salus y Horacio, los dos hermanos que regentaban el conocido bar de Los Paletos en la calle de las Naciones. Salus, el hermano mayor que además ejercía de jefe, se encabritaba a las primeras de cambio con su hermano y en consecuencia comenzaba a largar toda una insultante retahíla de absurdas recriminaciones desde fuera de la barra que llegaba a poner los pelos de punta a la clientela menos acostumbrada. Mientras, Horacio, en el interior de la alargada barra, bastante tenía con esquivar el vociferante discurso de Salus a base de deambular nervioso sobre la tarima en sentido contrario a los impulsivos vaivenes de su hermano. El pobre Horacio, cuando ya no tenía mayor escapatoria, terminaba por introducirse en la cocina del bar con visibles muestras de contrariedad acompasadas por un regular movimiento de sus antebrazos. Estas violentas discusiones dialécticas, que servían de velado regocijo a los clientes más habituales, solían originarse por situaciones aparentemente sin importancia, al menos para el privilegiado espectador que tuviese la dicha de contemplar el inicio de las mismas, algo que en absoluto resultaba especialmente difícil a poco que uno fuese asiduo cliente del bar. Así ocurrió una mañana cuando el bueno de Horacio descubrió por sorpresa la presencia de un granuja amante de lo ajeno en el interior del bar justo en el instante en que se disponía a liberar los cierres de la metálica y roñosa enrejada. Alarmado por tal desagradable contingencia, volvió a aplicar los cierres nerviosamente, en un intento de dejar encerrado al ladronzuelo, y se vino apresuradamente hacia el bar de mi padre, sabedor de que iniciaba sus actividades comerciales a la misma hora, las seis de la mañana. Tras el monumental esfuerzo al que me vi obligado para entender el sentido de las atropelladas palabras de Horacio, quién se expresaba en un intraducible acento asturiano con matices galaicos, marqué el número de la policía en el teléfono público.  –«¿Policía? Por favor, acudan a la calle de las Naciones, al bar de Los Paletos. En estos momentos un caco se halla en su interior robando… Les llamo desde un bar vecino. Vengan cuanto antes, por favor, no ya por el ladrón en sí sino porque a su dueño le va a dar un patatús del susto…»-–  Efectivamente, la policía no tardó en hacer acto de presencia consiguiendo capturar al malhechor con las manos en la masa, pero al desdichado de Horacio le dio verdadera angustia contemplar como todos los clientes habituales suyos no tenían más remedio que acercarse hasta el bar de mi padre para poder tomarse el primer cafelito de la mañana. Horacio, colorado y nervioso como nunca le hube de volver a ver, se desgañitaba sacando billetes de cien pesetas del bolsillo e indicándome: –«Leiter, cóbrame esos cafés… Leiter, lo de estos señores lo pago yo…»– en un desesperado intento de contrarrestar el repentino trasvase de los clientes de un bar a otro, alterándose ante la escena de lo que él entendía como una puesta de cuernos de tipo comercial. Por si no fuera poco, muchos de sus clientes, observando el cómico estado de nervios del pobre Horacio, se aprovechaban inmisericordemente de esta circunstancial coyuntura para hacerle de rabiar:  –«Oye, pues os digo que este café está mucho mejor que el de Los Paletos… No sé si mañana vamos a volver aquí otra vez» — Comentaban en alto al mismo tiempo que me guiñaban un ojo. Yo, de la misma forma y animado por la general chanza, me sumaba al pitorreo en una clara muestra de insensibilidad corporativa por mi parte.  –¡Qué no falte de nada, señores! ¡Venga, tomen un chispacito de coñac de parte de la casa!»–  Sobra comentar que, alzando las cejas y guiñando también el ojo, dirigía con la vista a los clientes hacia un desolado Horacio… Finalmente, y tras las obligadas pesquisas policiales, Horacio pudo abrir al fin su bar a eso de las ocho de la mañana, pero… ¡La que se armó cuando su hermano Salus apareció por el mismo y se enteró del suceso acaecido!  Al mediodía, desde el bar de mi padre, situado a unos escasos cien metros del de Los Paletos, se podían escuchar con total nitidez los gritos recriminadores de Salus. Esa misma tarde me acerqué a su bar para contar con una mejor información acerca del episodio del robo; me fue imposible tomar nada ya que la bronca de Salus seguía siendo tan monumental que al bueno de Horacio no le quedó otra alternativa que la de atrincherarse en la cocina. No hubo forma de hacerle entender a Salus la total inocencia de su hermano en aquel anecdótico incidente del ladrón  –«¡Memo, que es un memo!  Y si no, dime tú, Leiter, ¿Por qué demonios no hubo el memo de mi hermano de abrir el bar y servir a los clientes mientras la policía detenía a ladrón, eh? Pues yo sí lo sé, porque es tonto de capirote…»–. La verdad era que Salus y Horacio, hermanos inseparables, solterones ambos, de escaso calado cultural y muy rudimentarios en sus formas, eran bien distintos entre sí.

 Salus, el hermano mayor y auténtico dueño del negocio, siempre comentaba lo mucho que había trabajado en su juventud por las tierras de su Asturias natal, aunque su obesa apariencia, unida a una desesperante lentitud del conjunto de sus movimientos, hacía sospechar de semejante afirmación. Adoptaba una sobrada expresión risueña en su gigantesca y desproporcionada boca y sus saltones ojos se iban cubriendo de un brillo vidrioso a medida que avanzaba el día como consecuencia de la extraña manía que tenía consistente en beberse los restos de aquellas botellas de vino que no habían sido consumidas en su totalidad durante las tandas de comidas que diariamente servía en su local. De esta forma, al caer la tarde, el estado de Salus no era muy sobrio que se dijera. Jamás se introducía en el interior de la barra a no ser para servirse una caña de tinto y una alita de pollo que devoraba con total desenfado entre los continuos saludos y reverencias que en todo momento brindaba a sus clientes. En eso, realmente, consistía su trabajo, en ejercer de relaciones públicas de su propio bar aunque para ello adquiriese unos modales, cuanto menos, estrambóticos. No había acto que más le satisficiera que el de exhibir fanfarronamente sus presumibles capacidades pecuniarias, mostrando con indisimulado orgullo unos aparatosos fajos de billetes de a mil que puntualmente sacaba de los bolsillos de su pantalón tejano, prenda que, pese a su avanzada edad, combinaba estrepitosamente con una camisa oscura a cuadros y una corbata de tonos claros repleta de grasientos lamparones. Tenía por costumbre agarrarme del brazo cuando visitaba su bar para acto seguido comentarme con una intimidad más que sospechosa:  –«No veas, Leiter; no damos a basto para servir las comidas… Hoy hemos dado más de cien…» — Y seguidamente me sacaba a relucir los ya referidos fajos de billetes de a mil. Yo tenía la certeza de que esto me lo comentaba para que yo a su vez se lo hiciese saber a mi padre y, de esta forma, provocarle una lacerante envidia. Pero Salus era tan cómico y elocuente en sus gestos, interpretados con un alto grado de atemperado cinismo, que a mí se me antojaban tan graciosos como poco malignos en sí, con lo que yo mismo adoptaba el papel de «joven sorprendido y admirado» para así animar aún más las soberbias enmiendas de Salus. Pese a su obesidad, preocupante por su ya avanzada edad, Salus también presumía de un inestimable vigor masculino aunque, según sus palabras, se viese obligado a pagar peaje para refrendar sus amorosos impulsos. Yo fingía expresión de anonadada y envidiosa admiración ante las pretendidas proezas con las que adornaba lo más íntimo de sus relatos de alcoba y disfrutaba con la inmensa sonrisa que mi estudiada inocente apariencia provocaba en el rostro de Salus, quién se animaba hasta el paroxismo de forma directamente proporcional a los vasos de tinto que por doquier ingería para amenizar aún más la velada. Muchos domingos acudía a comer a su local — yo también tenía mis propios métodos para ejercer las relaciones públicas — y Salus siempre terminaba por sentarse alrededor de mi mesa. Sin pedirme permiso, se servía de mi botella de vino y con un aire de encubierta intimidad comenzaba a interrogarme, golpeándome repetidamente con la palma de su mano en la pierna:  –«Bueno, muchacho…¿Y qué? ¿Vas a seguir tú con el negocio de tu padre? Me han dicho que tiene pensado jubilarse en breve… Yo creo que a ti eso no te gusta, Leiter. Tú eres más de estudiar, ¿No?» —  Ante estas sutiles y más bien torpes maneras de intentar sacarme información yo también fingía el padecer una duda trascendental al respecto y gracias a mi «confesión espiritual» conseguía que Salus, satisfecho por creerse que me tenía plenamente conquistado a nivel confidencial, me invitase a la copa y al puro. Pese a ser paisanos y casi vecinos, mi padre y Salus apenas se dirigían la palabra si se cruzaban por la calle y los juicios del primero sobre el segundo no eran precisamente todo lo cordiales que uno pudiera esperar. A mí no me importaban esas cínicas y descaradas maneras de Salus; era un tipo que en el fondo me caía bien y al que acabé apreciando, y mucho más desde aquella mañana en que fue el primero de una incontable lista de personas que hicieron su aparición en la sala del tanatorio donde reposaban los restos de mi padre.

 Horacio, por el contrario, representaba la cara amable de este peculiar y pintoresco binomio familiar. Nunca he conocido a alguien con tal capacidad para el trabajo: Su jornada empezaba a eso de las cinco y media de la mañana, cuando entraba en el bar y encendía la cafetera para que estuviese caliente y a pleno rendimiento media hora más tarde, cuando abría sus puertas al madrugador público. Allí pasaba todo el día en el interior de la barra, comiendo a base de bocadillos y otros espontáneos picoteos, para retirarse a su casa — vivía con su hermano Salus — a eso de las diez y media de la noche. Y así todos los días sin excepción, sábados, domingos, festivos… Incluso en Nochebuena y Nochevieja. El bar de Los Paletos siempre permanecía abierto los 365 días del año con la incombustible labor de un risueño Horacio tras la barra, un ser que no entendía ni de períodos vacacionales ni de días libres. Un día, a últimos de julio, le pregunté a Horacio si iban a cerrar el bar por vacaciones en agosto.  –«No, no, Leiter, ¿Qué dices? Imposible, hay muchos gastos…» —  Me extrañaba esa aseveración de Horacio toda vez que tanto Salus como él eran solteros, compartían piso y bar en propiedad, no tenían hijos ocultos y, para el nivel de actividad que el bar desarrollaba a diario — servían una cantidad nada despreciable de comidas diarias — tan sólo contaban con la colaboración de una cocinera y un eventual ayudante de barra y mesas. Pero Horacio, lejos de mostrarse un tanto amargado por soportar una rutina diaria sin descanso que a cualquiera habría acabado por desquiciarle, aparecía como un hombre feliz y contento. Poseía un espíritu tan dócil e ingenuo y era tan estrecho de miras que determinados comportamientos suyos, tan estrambóticos como estrafalarios, hacían las delicias de una clientela tan perspicaz como consentidamente maliciosa. Así, un domingo por la mañana, Pepe el Pulpo le pidió un café con leche y una bayonesa para mojar. El bueno de Horacio confundió el sabroso hojaldre relleno de cabello de ángel con la no menos famosa salsa mahonesa y, ni corto ni perezoso, le plantó a Pepe el café acompañado por un frasco de cristal de donde sobresalía una cucharilla con manchas amarillentas. Aquel desliz fue objeto de la general rechifla y, obviamente, de la consecuente y despiadada bronca de su hermano. En otra ocasión, un desconocido cliente solicitó un pincho de tortilla de patatas y, luego de servírselo, Horacio salió de la tarima, se puso de pié sobre la barra y comenzó a limpiar las molduras superiores justo por debajo de donde el infeliz comensal estaba dando buena cuenta de la apetitosa tortilla. De no ser por la mediación de Salus, aquel sorprendido cliente habría estado ya, hoja de reclamaciones en mano, camino de la calle del Príncipe de Asturias, travesía donde se ubicaba la comisaría del barrio. Cuentan que a la algarabía que produjo aquel episodio se sumaron las voces de un irritado Salus que, debido a su intensidad, pudieron ser escuchadas hasta en el cruce con la calle de Montesa. Horacio se expresaba con un tono de voz muy agudo, en una intraducible jerga bable de acentos marcadamente rurales, por lo que cualquier diálogo fluido con él era tarea imposible del todo. Además, las recurrentes risas en forma de semicorchea en tresillo con las que solía culminar las frases hacía aún más difícil la comprensión de sus opiniones y ocurrencias. Por lo demás, Horacio exhibía una notable capacidad de entonación musical plasmada, sobre todo, en constantes desarrollos sílbicos que servían de acompañamiento tanto melódico como rítmico a la música emitida por un viejo aparato de radio que pendía del mismo grupo de ganchos de donde se colgaban los jamones y demás chacina. Una tarde fui testigo de cómo se despachó El Emigrante, de Juanito Valderrama, con unos silbidos bellísimamente floreados mientras fregaba tazas y platos en una improvisada palangana que hacía las veces de pila. Pese a sus maneras, poco ortodoxas con los criterios que se le han de exigir a todo buen barman, y sus peculiares excentricidades, derivadas de una excesiva confianza en su relación con los clientes, Horacio era muy apreciado en toda la barriada, lo cual no significó que fuese paralelamente igual de respetado.

 Salus y Horacio eran uña y carne. Tanto dependía Horacio de su hermano mayor, a pesar de aguantar su diaria ración de insultos, enfados y broncas, que no permitió dar volumen al viejo aparato de radio mientras su hermano Salus estuvo ingresado en un hospital como consecuencia de una repentina indisposición. Contraviniendo las recomendaciones de los facultativos, Salus siguió disfrutando de generosas raciones de potes y otros potajes, regadas en todo momento por inestimables cantidades de buen vino. No tardó un mes en volver a ser ingresado de urgencias en La Paz. De allí salió nuevamente pero esta vez rumbo al cementerio. Horacio, emocionalmente hundido, no tardó un mes en hacerle compañía. Es muy posible que en algún recóndito lugar del universo se encuentre una celestial taberna donde los ángeles se escandalicen ante los terribles insultos que Salus le estará dedicando a su hermano Horacio por no haberle servido bien el café con porras a San Pedro.