Dibujo de Tánger 

 Juan Vega Montoya, autor entre otras obras de El último verano en Tánger (Editorial Club Universitario. ISBN 84-8454-045-6) es también el autor de esta extraordinaria reflexión que he visto publicada en la excelente página SIEMPRE TÁNGER de Ricardo — espero que Ricardo no se enfade por copiar directamente el texto de su página —  y de la que ruego encarecidamente su lectura por lo acertado de su contenido.

«Salí de Tánger en 1973. Treinta y siete años después de haber llegado. Media vida, como quien dice. ¿Dolorido? Me parece una pregunta muy tonta. Por no citar más que dos ejemplos, tan dolorido como aquel que después de cuarenta años sale de su serranía o de sus islas caribeñas natales sin esperanza de retorno. Voy a evitar los tópicos y a pasar de largo los clichés, tantas veces repetidos, de la ciudad escalonada deslizándose hacia el mar, el minarete de la mezquita y la flecha de la catedral tan cerca el uno de la otra y la maravillosa curva turquesa de la bahía en su amorosa unión con la playa. En el barco que me llevaba a España, me instalé en el bar, le di la espalda a Tánger, cerré los ojos y, al igual que el famoso general Mac Arthur, me dije: “¡Volveré!”.

Y volví. Veintidós años más tarde, pero volví. Y esta vez, disfruté a placer del magnifico espectáculo del que me privé al marcharme. Desde la proa del navío, igual que el viajero que vuelve a su casa tras una larga ausencia, traté de comprobar que no faltaba nada, que nada se había movido. Que ni el tiempo transcurrido, ni visitantes indeseables habían causado estragos en lo que yo consideraba mi morada. Al taxista que me conducía al hotel le indiqué el recorrido que me apetecía: Avenida de España, Cuesta del Hotel Rif, Calles Molière y Juana de Arco, hasta el Hotel Chellah.

Olía a mar y playa. Los recuerdos, como una manada de potros salvajes al galope, caracoleaban y golpeaban impacientemente con sus cascos, intentando abrirse paso hasta mi mente. Tan alegres como un perro perdido que vuelve a encontrar a su dueño ausente después de mucho tiempo, aquellos recuerdos volvieron a alojarse en mi memoria de la que jamás habían salido. Y como por encantamiento, la tristeza que me envolvía desde mi partida se borró.

Tánger seguía siendo el mismo. Al salir del hotel, la blanca fachada del Lycée Régnault y su reloj me hicieron apretar el paso como temiendo llegar tarde a clase. El Bulevar, sus tiendas con los mismos nombres, la murallita y el mirador, me incitaban a buscar entre los paseantes a Manolo, Luís, Jaky, Pepita, Paquita y tantos otros amigos de juventud. Transcurridos los años, el decorado seguía siendo el mismo pero los personajes eran otros. Mi imaginación suplía las ausencias.

Bajé a la Medina. Atravesé el Zoco Chico, paseé por la Fuente Nueva y las calles de mi infancia y en la de Italia, entre los cines Alcázar y Capitol, sentí un pellizco en el corazón. Subí la cuesta del Paseo Cenarro y, al llegar al Estadio, volví a oír los clamores del público animando a la Deportiva y al Maghreb. Si, Tánger seguía siendo el mismo, y yo, aunque más viejo, también.

Desde entonces, casi todos los años, he pasado en Tánger unos días. Para mí es como un renacer, una peregrinación, una fuente de juventud. Allí me encuentro con los amigos que se han ido y a los que desgraciadamente ya no volveré a ver. Pero en mi vuelta al pasado, al torcer de una esquina, a lo largo de un paseo o en la terraza de un café, los veo de nuevo, los abrazo y charlo con ellos. Nos contamos cosas. Por supuesto, cosas de Tánger…

Tengo numerosos familiares, amigos y relaciones tangerinos. Algunas veces me reúno con ellos para charlar un rato y recordar viejos tiempos. Muchos de ellos no sólo no han regresado a Tánger desde su éxodo si no que se han prohibido el volver a pisar las calles de la ciudad de sus amores. Contrariamente a mi habitual actitud tolerante, ni respeto su postura ni admito sus argumentos.

Objetar que la ciudad está descuidada y sucia, sin haberla visitado, es imperdonable. Sobre todo porque es mentira y que la urbe luce más bonita y coqueta que en sus mejores tiempos, gracias a las decisiones del gobierno y a un equipo de benévolos, capitaneados por un incansable Tafersiti, que no ceja en su esfuerzo por renovar viejos lugares típicos y volver a darles la pátina, el lustro y la belleza de antaño.

Tánger sigue siendo Tánger. Bueno, hasta cierto punto. El niño se nos ha hecho mayor. Claro que cada uno de nosotros tenemos y seguiremos teniendo nuestro Tánger personal. La ciudad ha crecido, su talla actual nos es incomprendida y nos perdemos en ella. Pero la tendencia de todo ser humano es volver al regazo materno y bien es sabido que un regazo es más bien estrecho. Por eso, cuando vuelvo, limito mis paseos al viejo Tánger, a la antigua ciudad. Allí me hallo bien, a gusto, como cuando uno se prueba una prenda y siente que es su talla, que no le aprieta o no le hace pliegues.

Tánger sigue estando ahí, a unos kilómetros de Europa. Jamás ha renegado de su hospitalidad ni de su cordialidad. Espera al visitante, sobre todo si ha sido y sigue siendo hijo suyo, con los brazos abiertos para estrecharlo con fuerzas. Un reencuentro es siempre maravilloso y no debemos privarnos de esa alegría.

Entre los que no han vuelto a Tánger desde su partida hay que distinguir dos grupos. Los que quieren y no pueden y los que pueden y no quieren. Para los primeros, la situación es muy dolorosa y son merecedores de toda nuestra simpatía. Que una situación difícil, familiar o económica, los prive de tal alegría es muy triste. Lastimosamente, poco o nada podemos hacer por ellos. No vuelven por falta de medios o porque viven una situación familiar excepcional, pero no por falta de ganas.

Analizar el segundo grupo es una tarea más ardua. Está compuesto en su mayoría por personas que han cruzado el umbral de los sesenta, ver los setenta. Que han vivido en Tánger una infancia, una adolescencia y una adultez, unas veces holgadas y otras menos, de las que guardan, grabadas en la memoria, unos recuerdos felices, a menudo embellecidos por el tiempo transcurrido y magnificados por las dificultades provocadas por su trasplante. Por lo general, dichas personas que no han vuelto a Tánger desde su éxodo, temen que un retorno rompa en mil añicos las idílicas imágenes que han alimentado y mimado en su mente durante su larga ausencia. Una vuelta después de tantos años tendría probablemente consecuencias emocionales desastrosas y mantenerse alejado de la ciudad de sus amores es la manera idónea de conservar vivo en su corazón el rescoldo de un amor. Son, de cierto modo, como niños que han crecido pero que siguen creyendo en el país de las hadas.

En este cariñoso recuento de nuestras tropas, nos queda en el teclado una estrecha franja de personas que, arrastradas por las circunstancias, se vieron obligadas a abandonar la ciudad dejando tras de sí situaciones punibles por la ley. Inútil decir que estos tangerinos, cuyo amor por la ciudad no se puede ni debe poner en duda, no podrán volver a hollar el suelo marroquí. Lo sentimos por ellos porque, aunque lo deseen, jamás podrán regresar.

Pero todos aquellos que tengan aun la posibilidad, las ganas y los medios de volver, no deben dudarlo un segundo y realizar el viaje. Los años pasan y el tiempo no nos espera. Aprovechemos el que aun nos queda y aunque sea por sólo una vez, volvamos…»

Poco más puedo yo añadir.