Esta entrada se la dedico a mi buen amigo José «McCoy», en el día de su aniversario

 Aquel año dejamos a los curas y nos inscribimos en una modesta academia para cursar el preuniversitario. Mi amigo McCoy y yo habíamos entablado una bella y sincera amistad durante los últimos años de nuestro particular devenir entre los escolapios y decidimos ir juntitos y de la mano a la academia, que no era asunto como para separarse ante los nuevos retos que la existencia nos tenía reservados. La única mujer que habíamos visto durante los sucesivos años de enseñanza piadosa era la señora de la limpieza, por lo que estábamos expectantes de ingresar en un centro mixto, con chicas por compañeras, toda una excitante novedad para nuestros temperamentos postadolescentes. El primer día de curso observamos, con la ardorosa concupiscencia propia de nuestra edad, que nosotros dos éramos los únicos varones de una clase repleta de chicas que nos parecieron auténticas preciosidades y que, sin duda, debieron serlo. McCoy me miró emocionado y me dijo:   — «Menudo harén, Leiter» –. Salvo dos rezagadas, Alicia y Victoria, siempre ataviadas con unos estrafalarios modelitos protopunkies, el resto conformaba un colectivo monumento elegíaco a la belleza femenina: Marisa, Marien, Solín, Katu, Marta… Pese a nuestra sólida formación escolapia, la primera evaluación suspendimos unas cuantas, aletargados por el derroche artístico de unas mujercitas que impedían que nos concentrásemos en lo estrictamente académico. Yo me las prometía muy felices pero, como siempre me ha sucedido en estos menesteres, no me comí una rosca, todo lo contrario de mi amigo McCoy, que pronto se convirtió en objeto de deseo por parte de Marien, una espectacular chica que a sus 18 años exhibía un cuerpo tremendamente desarrollado y que llamaba la atención de los viandantes allá por donde fuera. Tonteaban, pero no se decidían; hasta que una víspera del Día de los Muertos, cuando nos encontrábamos un buen grupo de compañeras y compañeros de la academia en una conocida discoteca de la época, les vi besarse con pasión. Me dolió. Me puse un tanto celoso al pensar que, con esa relación, perdería una parte de la buena amistad que tenía con McCoy. Nada de eso. Más bien, sucedió todo lo contrario: Aparte de McCoy, gané la amistad de Marien, un encanto de mujer que al poco me contaba todas sus confidencias. Un día, incluso, me invitó a comer a solas en su domicilio. La chica, en la intimidad de su hogar, comenzó a aligerarse de prendas, para comodidad suya y calentón mío. El caso es que en un ataque de sinceridad, le comenté esta coyuntura a mi amigo McCoy y el muy cachondo se la transmitió a Marien, asunto que provocó que ésta fuese aún más melosa conmigo, ante la cómplice sonrisa de su dichoso novio.

 Con el tiempo, conseguí que las chicas de mi clase se fijaran un poco más en mí, sobre todo a la hora de prestar apuntes o de explicar algún problema puntual de matemáticas. Marien y McCoy me advirtieron de que una tal Begoña, inseparable amiga pija de María, me miraba con excesiva insistencia, pero nunca me lo llegué a creer del todo. Por extraños azares, mantuvimos una buena relación con los miembros de otra academia y me acabé enamorando de una chica llamada Eugenia. Marien y McCoy me animaron a que tratara de ganarme algo más que su amistad y vieron con buenos ojos que yo iniciase una relación sentimental con Eugenia. Una tarde, Marien me dijo que esa chica estaba loquita por mí y que yo tenía que ser un poco más espabilado. Vamos, que debía tomar la iniciativa. Y así lo hice, siguiendo sus instrucciones, pero el bofetón que me dio Eugenia al intetar besarla por sorpresa pudo ser escuchado en todo lo ancho de la Plaza de España. Algo parecido me sucedió con Ruth, la antigua novia del «chino», aunque esta vez sin beso y sin el correspondiente tortazo. Me entristecía ver como todos mis antiguos amigos se echaban novia y yo, mientras, seguía más solo que la una. Sólo me consolaba el hecho de que el señor Serna, profesor de Historia del Arte, afirmara públicamente que yo era el mejor alumno de esa asignatura y que, seguramente, todos los bombones que había en clase estarían encantadas de charlar sobre esta materia conmigo. Era obvio que el señor Serna se pitorreaba de mí.

 Pero, sin lugar a dudas, la chica más guapa de todas las joyas de aquella inolvidable clase fue una tal Marta que vino ya comenzado el curso. Era tal la belleza que desprendía esta mujer que en ocasiones, incluso hoy en día, me suelo encontrar con su rostro en ciertos anuncios publicitarios. Marta nunca se apuntaba a las fiestas que organizábamos los fines de semana o a las improvisadas quedadas que arreglábamos en alguna discoteca. Dedujimos que tenía que tener un novio muy formal, ya que ella era muy discreta en referencia a ese tema. Acabado el curso, Marta nos invitó a toda la clase a una fiesta en su casa, un impresionante chalet situado en los alrededores de la calle de Arturo Soria. Allí nos quedamos todos con la boca abierta, no ya por el lujo y esplendor de la mansión de los adinerados papás de Marta, sino por descubrir que su misterioso novio era un fornido chico de color, algo bastante extraño en aquellos tiempos. Unas cuantas chicas y McCoy comenzaron a jugar al mentiroso, con un cubilete de dados, y el bromista de mi amigo no paraba de gritar, cuando le correspondía el turno, «¡Póker al negro!», provocando alguna que otra sonrisilla de muy dudosa catadura moral. Superamos, felizmente, los exámenes finales y, exceptuando a Marien y McCoy, nunca volví a saber más de Pepa, Minuca, Solín, Sonia, Virginia, Mayte, Alicia, Victoria, Begoña, la otra Begoña, María, la otra María — una pequeñaja que salía con un cuarentón barbudo –, Katu, Margarita, Marisa, la otra Marisa y, cómo no, la bellísima Marta. Marien y McCoy siguieron juntos pero apenas duraron medio año y, desde entonces, tampoco he vuelto a saber nada de Marien. En honor a la verdad, fueron todas unas chicas estupendas y guardo un gran recuerdo de ellas y de aquel mágico año. Yo, por mi parte, seguí sin comerme un Sazi. Bueno; la verdad es que ese verano conocí a una chica durante una cola que hicimos para ver un concierto en el Teatro Real y, sorpresivamente, aceptó mi romántico beso de madrugada. Algo raro debió ver en mí ya que sólo duramos una semana y me dejó en plena celebración de mi cumpleaños. Pero eso corresponde ya a otra vivencia…