dubrovnik 

 Tras una hora de viaje, aproximadamente, por fin llegué a mi principal destino, el pequeño enclave a mitad de camino entre Zagreb y Slavonski Brod. Desde la ventanilla del tren observé a Drazen acompañado de numerosos amigos y, por unos momentos, me sentí como alguien famoso y popular. Tras depositar mi mochila en su casa, tomé una reconfortante y obligada ducha, ya que acumulaba porquería en mi cuerpo de tres días, así como de otros tantos países. Drazen se mostró impecablemente servicial en todo momento y por ello no tardé en ganarme la confianza de todo su grupo de amistades quienes no acertaban a entender qué demonios hacía un español por aquel pueblecito de Yugoslavia. Pronto descubrí que a aquellos croatas les gustaba la cerveza más que a mí y, de esta manera, esa misma madrugada tuvimos un pequeño incidente con la policía del pueblo. Tras regresar de un bar que no cerraba hasta que nosotros se lo permitíamos, contraviniendo las estrictas normas de aquel lugar, estuvimos paseando por unas callejuelas alternando los conocidos himnos que se suelen cantar cuando uno va bolinga, esto es, el «Asturias, patria querida» por mi parte y por la de Drazen, quién sorprendentemente conocía tal cántico, y por otras que debían ser muy divertidas a tenor con el entusiasmo que mostraban todos aquellos croatas durante su interpretación. En estas estábamos, cerca de un descampado, cuando se nos acercó un coche, un Seat 600 — aunque allí se denominaba Zastava — con la leyenda «Milicija» en sus puertas y una sirena azul sobre la capota que le daba un aspecto tan ridículo como enternecedor. Del utilitario se apearon dos policías quienes, luego de pedirme la documentación, se pusieron a charlar tranquilamente con Drazen, convertido en improvisado portavoz de nuestro juerguista grupo. Unos minutos después, los policías se marcharon no sin antes despedirse cordialmente de todos nosotros. No pude evitar mi extrañeza ante aquel insólito encuentro y rogué a Drazen que me narrase el contenido de la conversación: –«No, nada malo, Leiter. Algunos vecinos se han sentido alarmados por nuestro alboroto y han telefoneado a la policía. Nos han preguntado a qué se debía este comportamiento nuestro y les he explicado que habías venido expresamente de visita para hacer un reportaje sobres nuestras costumbres… Les dije que eres periodista y que, claro, habíamos bebido un poco y estábamos contentos. Nada, nos han dicho que no alcemos la voz y eso… Y qué a ver si fuera posible que mañana les entrevistases para tu documental… » — Mi cara no escondía el asombro ante las atrevidas palabras de Drazen, quien añadió: –«Aquí nos llevamos bien con la policía, de veras. Este es un pueblo tranquilo. Si esto llega a ocurrirnos en Serbia, primero nos hubieran golpeado y luego nos habrían preguntado…» —  Como ya comenté anteriormente, el sentimiento yugoslavo brillaba por su ausencia en aquellas gentes. Pese a constituir aún un país, Yugoslavia, ellos se consideraban ante todo croatas y sus referencias hacia lo relacionado con Serbia no eran precisamente muy amables. Durante las cuatro o cinco noches que permanecí en aquel pueblo junto a Drazen y sus amigotes me vi obligado a invitar en más de una ocasión a todos ellos a una ronda de cervezas, algo totalmente lógico si tenemos en cuenta que el precio de una ronda no superaba al de una caña en España, por lo que no me suponía ningún esfuerzo económico, aparte de quedar como todo un señor con ellos. Como yo invitaba y ellos me correspondían, no hubo noche donde Drazen y yo no acabásemos borrachos del todo aunque, eso sí, sin ninguna nueva queja vecinal. Una mañana Drazen me acompañó hasta Zagreb y allí pasamos todo el día juntos, enseñándome la totalidad de los lugares más interesantes de la capital croata. Recuerdo que, ya en su pueblo, me señaló el punto exacto que hacía de frontera histórica con el Imperio Otomano y de paso me persuadió para que renunciara a visitar Grecia ni, mucho menos Estambul, pretensión que había tomado cuerpo durante mi estancia en aquel pueblo (Aunque ese viaje no entraba en las zonas delimitadas de mi abono ferroviario, el precio desde Atenas a Estambul, tal y como pude informarme en una oficina de turismo yugoslava, era del todo asequible)

 Drazen me animó a visitar Dubrovnik, la histórica ciudad medieval situada en la costa dálmata. Tanto me insistió que, finalmente, opté por eliminar Atenas de mi ruta e ir hacia Dubrovnik y de allí hacia Belgrado. Desde la capital yugoslava no tendría mayor problema para conectar con Bucarest, en Rumanía. Además, Drazen argumentaba que Grecia merecía un viaje exclusivo de varios días y no un lento y tortuoso trayecto de ida y vuelta en el tren en el que, como poco, perdería tres días y acabaría agotado del todo. Decidí dejar parte de mis enseres y dinero en casa de Drazen ya que tenía previsto regresar a mi vuelta de Dubrovnik y Bucarest, circunstancia que a la postre resultó decisiva en el devenir de aquel viaje por Europa del Este. La última noche, previa a mi salida a Dubrovnik, se organizó un pequeño guateque en el bar donde nos reuníamos los amigos de Drazen y yo hasta tal punto que, a la hora de recogernos, se me metió por la cabeza solicitar a una de las amigas de Drazen a que me acompañase esos días. Menos mal que Tanija, la bellísima chica croata de 20 años que noche a noche me estaba haciendo perder el sentido, no estaba tan borracha como yo en aquella velada nocturna. Además, no nos hubiéramos entendido de ninguna de las maneras, ya que Tanija sólo hablaba croata y chapurreaba el ruso. Bueno, quién sabe; quizás sí nos hubiéramos acabado entendiendo mutuamente…

 El viaje en tren hasta Dubrovnik significó toda una verdadera odisea para quién esto escribe. Primero había que llegar hasta Ploce (Kardelijevo) y desde allí tomar un autobús hasta Dubrovnik, enclave que no contaba con estación ferroviaria. Pese a tener reservado asiento, un grupo de yugoslavos me impidió acceder al compartimento que me correspondía y que ellos estaban ocupando merced a mostrarme una serie de documentos del todo ilegibles para mí. Además, sus expresiones no eran muy amables por lo que decidí que lo mejor era evitar cualquier conflicto, resignándome a efectuar todo el recorrido a pie, unas diez horas, en el pasillo del tren expreso. No hubo manera de encontrar sitio libre, ni siquiera en la zona de unión entre dos vagones, ya que el tren iba atestado de gente y resultaba prácticamente imposible moverse por el corredor del mismo, lleno de infelices con la misma cara de idiota que yo. Pero lo peor aconteció cuando el tren se detuvo en la ciudad de Sarajevo, más o menos a medio camino. En aquella estación habría no menos de dos mil personas y debido a ello mis pensamientos se tornaron inquietantemente pesimistas: –«¿No irá toda esa gente a subirse al tren?»–  Mis oscuros presagios se confirmaron y al salir de la bellísima ciudad bosnia el tren parecía a uno de esos que se ven en los reportajes sobre la India, con la gente subida hasta en los techos de los vagones. Es difícil explicar la situación de angustia que me produjo el verme literalmente atrapado entre tres filas de personas en un ya de por sí estrecho corredor de un tren expreso configurado con compartimentos. Al cansancio físico se le sumaba el estrictamente fisiológico y creo que esa fue la ocasión donde más he tenido que aguantar forzosamente una micción, algo que ahora pienso que no me ocurría a mí sólo. Cuando el tren se detuvo en otra estación, nos apeamos un gran número de personas y, de manera solidaria y sin ningún tipo de complejo, nos aliviamos cara al tren, sin importarnos qué habrían de pensar los pasajeros que cómodamente permanecían en sus compartimentos y que, sinceramente, no nos prestaban ninguna atención. Ya más reconfortado, subí de nuevo a bordo y me acoplé como pude en un hueco del pasillo. Al rato observé cómo dos chicos noruegos — así lo indicaban los parches que lucían en sus mochilas — que tenía por delante hablaban en inglés con un compañero que debía ser canadiense. Me sumé como pude a la conversación, a pesar de que mi inglés en aquellos tiempos dejaba mucho que desear, y uno de ellos nos confesó que había visto un lugar en el tren, durante la colectiva meada en la anterior estación, donde podríamos tumbarnos y descansar un poco. Al parecer, se trataba de un vagón vacío de carga que se encontraba dos coches por detrás del nuestro. Casi con el secretismo que nos otorgaba el hecho de expresarnos en una lengua posiblemente desconocida para el resto de los viajeros, nos juramentamos los cuatro en apearnos tan pronto como el tren efectuase la siguiente parada para, acto seguido, correr a toda prisa en busca del anhelado vagón. Para ello, nos fuimos situando estratégicamente junto a las puertas de salida a base de ligeros empujones adornados de sonrientes disculpas. Efectivamente, nada más parar el tren salimos pitando de allí rumbo al vagón de carga que, afortunadamente, se encontraba justo donde uno de los avispados noruegos había anteriormente advertido. No era realmente un vagón de carga, sino de ganado, aunque nos dio igual (Estaba vacío del todo) y nos tumbamos derrotados en el suelo y con elocuentes signos y gritos de victoria, sin percatarnos de la grasa que cubría en su totalidad el firme de madera que hacía de suelo en el vagón. Al llegar a Ploce, a eso de las seis de la mañana, descubrimos con horror como todo nuestro cuerpo y mochilas estaban embadurnados de una asquerosa grasa que olía a putrefacto y de la que resultaba imposible desprenderse. Más de una hora permanecimos los noruegos, el canadiense y yo en los lavabos de la estación (Que tampoco relucían, dicho sea de paso) intentando retirar de nuestros cuerpos aquella capa de apestosa y negra porquería…

 Tras esta lamentable, y en absoluto bien resuelta tarea, los nórdicos se largaron por su cuenta y en su lugar aparecieron cinco jóvenes uruguayos a los que me sumé dada la cercanía del idioma y luego de explicarles el origen de mi extraño y sospechoso olor corporal. Ellos pretendían pactar el precio con dos chóferes privados que nos ofrecían sus vehículos particulares para llegar antes y más cómodamente a Dubrovnik, por lo que mi presencia resultó del todo adecuada para abaratar aún más el precio global, ya que seis eran el número total de plazas que los avispados taxistas piratas nos ofertaban. Por el doble de lo que nos costaba el autobús, cantidad del todo irrisoria, pudimos viajar descansados los seis hasta Dubrovnik, aunque con las ventanillas completamente abiertas… (De nuevo, me vi obligado a aclara al chófer de nuestro vehículo el origen de mi particular «perfume», para bochorno mío y jolgorio de los sufridos uruguayos, quienes no pararon de realizar bromas al respecto). Dos días pasé en Dubrovnik, sin duda una de las ciudades más bellas que jamás hayan visto mis ojos, con un maravilloso sabor medieval en sus callejuelas y una imborrable sensación de estar paseando en un entorno donde el tiempo parecía haberse detenido en algún momento del siglo XV. Sin lugar a dudas, aquello fue la joya de mi particular viaje y agradecí, obviando los episodios del fatigoso trayecto en tren, las sabias recomendaciones de mi amigo Drazen. Conseguí alquilar una habitación particular de las muchas que los lugareños ofrecían junto a la estación de autobuses merced a unas cuartillas donde se podía leer «Rent a room» por un precio relativamente barato — y tras volver a explicar al oportuno arrendatario el origen de mis «fragancias» corporales — de manera que mi estancia en la preciosa ciudad adriática resultó del todo relajada y confortable. (No os podéis imaginar cómo se quedó el agua del baño que solicité nada más tomar posesión de mi cuarto). A la vuelta, tras tomar el autobús de regreso a Ploce, volvieron a surgir todos los temores en la estación ferroviaria a la espera del tren que me habría de llevar a Belgrado.

TO BE CONTINUED