Zagreb 

 Nada más llegar a Belgrado pregunté por la posibilidad de llegar hasta Zagreb en otro medio que no fuese el tren, vistas las experiencias tan insufribles de días pasados. Me indicaron dónde se encontraba la estación de autobuses principal y hasta allí que me fui andando y cargado con mi mochila. Mala suerte: El precio del trayecto en autobús hasta Zagreb superaba mis diez dólares… Pero no así el trayecto hasta el pueblecito de Drazen, mi verdadero destino. Sólo me quedó dinero para una sufrida botella de agua mineral y con ella me mantuve casi ocho horas sentado en un destartalado autobús, cómodamente, eso sí, pero pasando más hambre que en la Mili. Una vez en el pueblo de Drazen, éste se alarmó mucho con mi relato del atraco sufrido en Bucarest y, para dejarme más intranquilo aún, me garantizó que había tenido una enorme fortuna de que sólo se hubiesen llevado dinero. De madrugada, hice cuentas y todavía me quedaba una cantidad de dinero considerable como para pasar el resto de días de aquel periplo por Europa. Fue una magnífica idea la de preservar buena parte de mi dinero en casa de Drazen. Pese a las sugerencias de mi amigo croata para que visitase Budapest, por mi mente ya sólo pasaba la idea de retornar a España. Habían sido muchos días viajando en soledad, durmiendo en compartimentos de trenes y alimentándome de cualquier manera, y ello me hacía sentirme anímicamente un tanto derrotado. Aunque la causa principal de mi desánimo era, sin duda, el recuerdo del penoso incidente vivido en la estación de Bucarest. Aquello me afectó profundamente y me precipitó de nuevo a ese estado de melancolía que ya había mostrado sus primeros síntomas en tierras rumanas. Decidí regresar a España. Fuera se había quedado Grecia pero a cambio había podido conocer la maravillosa ciudad de Dubrovnik, sin duda la joya de mi excursión. Los dos últimos días que pasé con Drazen en su pueblo fueron tremendamente felices para mí, sintiéndome arropado en todo momento por sus amigos croatas. Antes de salir, la última noche, Drazen me comunicó lo siguiente: –«No estaría mal que organizáramos una fiestecilla de despedida. Tú invita a la cerveza y nosotros traeremos pollo y paprika. Como en España… Por cierto, Leiter. He visto un anuncio en la JAT (Antiguas líneas aéreas yugoslavas) ofertando billetes a Madrid desde Zagreb, vía París. Es muy barato y tal vez te pueda interesar, teniendo en cuenta que sólo sería un trayecto»–  La verdad es que me abrumaba un tanto el tener que soportar otras tres noches de tren y sus correspondientes días pateando por distintas ciudades hasta llegar a mi destino. Sopesé la alternativa y decidí reservar telefónicamente un billete aéreo cuyo importe no excedía de los 200 dólares, algo extraordinariamente barato en aquellos tiempos donde el transporte aéreo aún no estaba liberalizado. Aún así, todavía me quedaban de fondo otros 200 dólares; Con tan solo 50, estuvimos bebiendo cerveza en el bar del amigo de Drazen hasta altas horas de la madrugada, acabando todos con una borrachera de escándalo. Me declaré a Tanija y le juré amor eterno, para regocijo de los allí presentes. Desgraciadamente, con el primer y resacoso despertar al día siguiente, tuve la sensación de haber hecho el más espantoso de los ridículos… Obviamente, y para su fortuna, Tanija no aceptó mis amorosas pretensiones, aunque ella fue la encargada de darme el regalo colectivo de despedida que entre todos habían comprado, un disco de Rock & Roll yugoslavo, algo verdaderamente insólito en aquellas tierras de Dios y que creo que hoy debe valer una fortuna por ser pieza rara para coleccionistas. Lamentablemente, durante uno de mis cambios de domicilio, se perdió aquella reliquia. (Era verdaderamente delicioso escuchar una pieza de Rock en serbo-croata…)

 Drazen y yo nos despedimos aquella mañana en la estación de tren de su pueblo como lo suelen hacer las personas que se estiman mutuamente, sin grandes aspavientos pero con cierto melancólico brillo de ojos. No sé hasta qué punto él se lo había pasado bien en su anterior visita a Madrid pero lo que sí puedo afirmar es que su comportamiento conmigo durante toda mi estancia en su pueblo fue digno de elogio. Prometimos volver a vernos en un futuro no muy lejano aunque aún tengo la impresión de que los dos sabíamos que era muy difícil que volviéramos a coincidir algún día. Tras un viaje de aproximadamente una hora en tren, y luego de tomar un autobús desde allí, finalmente llegué al aeropuerto de Zagreb con tiempo suficiente como para realizar unas llamadas telefónicas a España y advertir de mi inminente llegada, toda vez que mi familia me esperaba unos días más tarde. Observé que reinaba una gran desorganización en el aeródromo a la hora de formalizar los trámites para obtener la tarjeta de embarque, de tal manera que, una vez  pasado el control de pasaportes, nos dejaron tirados literalmente en una de las pistas a todo el grupo de personas que allí estábamos a la espera de subir a bordo de una de las dos aeronaves que se encontraban frente a nosotros, de fabricación norteamericana, para mi sorpresa. Creo que ha sido la única vez en mi vida dónde me he visto obligado a preguntar hacia dónde se dirigía cada uno de los aviones, como si me encontrase más propiamente en una estación de autobuses de pueblo que en un aeropuerto internacional. Ya aclaradas las dudas e instalado en mi correspondiente asiento, lo que sucedió a continuación es uno de esos extraños episodios que nunca he adivinado a comprender, sin duda por desconocer la lengua eslava del lugar. Tras una media hora de vuelo, el avión comenzó a descender a una velocidad que provocó más de un susto en el pasaje, con dubitativos cruces de mirada entre los pasajeros acompañados de conversaciones del todo incomprensibles para mí. Mi sorpresa fue mayúscula cuando, desde la ventanilla, observé como el avión se disponía a aterrizar en un aeropuerto de proporciones considerables. No podía ser posible que, tras media hora de vuelo, el avión ya hubiese llegado a París, trayecto calculado en aproximadamente dos horas y media. Mientras la aeronave rodaba por las pistas pude leer, en grandes caracteres, una leyenda que me dejó atónito: FERIHEGY – BUDAPEST. Llegué a ponerme pálido ante la más que probable circunstancia de que me hubiese equivocado de aeronave… Pero pronto observé como el resto de pasajeros se revolvían nerviosos de sus asientos y trataban de buscar con la mirada a las azafatas intentando obtener una respuesta. La megafonía del avión, acompañada de unos molestísimos pitidos de acoplamiento sonoro, explicó algo en croata que no debió de resultar muy del agrado del pasaje en tanto que fue recibido con una fortísima tanda de pitos y abucheos. Allí estuvimos estacionados, sin poder bajar del avión, unas dos horas, aproximadamente, tiempo durante el cual las azafatas no paraban de ofrecernos zumo de naranja. Yo solicité un whisky, recibiendo una firme negativa: — «No alcoholic drinks».  Ni mostrando un billete de cinco mil dinares conseguí mi espirituosa y relajante pretensión. Como nadie de mis vecinos de asientos más próximos hablaba en inglés, jamás supe qué diablos había ocurrido pero el caso es que, tras esas dos aburridas horas allí sentados en el interior de la aeronave, nos fuimos de nuevo al aire. Esta vez sí que aterrizamos posteriormente en París. (Yo ya estaba tan alucinado que pensé que volvíamos a Zagreb). Afortunadamente, la conexión del vuelo con destino a Madrid estaba prevista para la media tarde, con lo que no hubo ningún problema ocasionado por la incomprensible demora de Budapest. El vuelo a Madrid lo efectuamos a bordo de un avión de Iberia, según me explicaron, por compartir código con la JAT yugoslava. Atrás quedaban París, Munich, Zagreb, el pueblecito croata de Drazen, Dubrovnik, Belgrado y Bucarest. Ah, y Budapest, claro. Al llegar al domicilio de mis padres descubrí con horror como a mi madre le había dado por efectuar una obra integral en la vivienda, aspecto que me ocultó en las distintas conversaciones telefónicas que mantuve con ella durante mi excursión. No me quedó más remedio que irme a casa de una tía y residir allí de huésped durante unos días que se me antojaron insufribles. Menos mal que al día siguiente pude quedar con Ana…

 Dos años más tarde regresé a tierras yugoslavas, si bien no llegué a ver a Drazen debido a que en esta ocasión los motivos del viaje fueron distintos. Pero Drazen sí que pasó fugazmente por Madrid en compañía de un amigo y de esta forma pudimos volver a vernos durante unas horas sentados alrededor de una terraza de verano y dando buena cuenta de innumerables cervezas. Pasados unos años y, como consecuencia del estallido de la guerra independentista de Croacia, telefoneé a Drazen con preocupación: Su pueblo había salido en los periódicos como escenario de violentos combates. Me tranquilizó y me hizo saber que, efectivamente, habían tenido allí lugar algunos episodios bélicos pero que afortunadamente ni él ni ninguno de sus amigos habían resultado heridos. Eso sí, aquel mítico bar por donde pasábamos las noches de tertulia fue enteramente destruido por un proyectil. Después de aquella conversación telefónica, nunca volví a saber nada más acerca de Drazen… Bueno, la verdad es que, gracias a Internet, sí he podido conocer que actualmente trabaja y vive en Zagreb. Su profundo conocimiento de los idiomas y su buena disposición como estudiante le han hecho llegar muy lejos en su trayectoria profesional y hoy en día es un personaje de cierta relevancia en lo relativo a la vida cultural de la capital de la República de Croacia. Quizás algún día volvamos a coincidir… ¿Quién sabe?

THE END