Siempre hubo un especial y mutuo feeling entre Carlos, el veterano y retirado piloto militar de cazas, y yo, pese a nuestra diferencia de años y de caracteres; él, un hombre curtido en mil batallas y yo, un simple veinteañero con toda la vida por delante. Desde siempre me gustó todo lo relacionado con el mundo de la aviación y cuando me dijeron quién era ese tal Carlos y a qué se había dedicado, puse todo mi empeño en tratar de ganarme su confianza y amistad, algo que logré sin mayores esfuerzos. Carlos era un ser solitario, algo brusco en sus maneras, pero sobre todo reservado y muy introvertido para desconocidos. Supe romper el hielo demostrándole mis autodidactas conocimientos teóricos de aeronáutica y de esta forma, escuchando mucho y hablando poco, conseguí pasar de simple conocido a ser su amigo. El jamás acudió a mi bar, ya que nos veíamos en la taberna andaluza situada al final de la calle Alcántara, casi en la misma esquina de la calle Francisco Silvela, lugar muy próximo a donde se ubicaba mi apartamento de soltero. Como ya he narrado en otra ocasión, Carlos me contaba historias y relatos inverosímiles que ponían en cuestión su credibilidad, pero como muchas veces me los repetía, nunca llegué a tener la sensación de que Carlos estuviese improvisando sino, más bien, contando unos relatos que probablemente le habían ocurrido, como aquel, ya comentado en estas páginas, donde juró escuchar a los marcianos hablar en su propia jerga… ¡Qué locura!. Era sobre todo durante los fines de semana cuando Carlos y yo coincidíamos en la taberna. El se alegraba al verme y, en el mismo instante en que yo por allí aparecía, juntaba su taburete junto al mío, dando paso a una tertulia que podía prolongarse durante horas y horas. Casi siempre nos veíamos a media tarde y Carlos, muy contento, me decía:  — «Hombre, Leiter, te estaba esperando. Venga, que tengo ganas de tomarme unas gambas y no quiero pedir una ración completa, por lo del ácido úrico, ya sabes… Así que me acompañas y la compartimos.» –. Era muy extraña aquella argumentación, ya que la ración inicial se doblaba e incluso triplicaba. Y, claro, ante tal derroche, a mí no me quedaba más remedio que devolverle la invitación, por lo que en más de una ocasión fueron cuatro las raciones de incomparables gambas que nos hubimos de zampar, para alegría de unos camareros que me empezaban a llamar de «usted» y de «don», con más coña que reverencia en sí. Carlos conoció los sinsabores de una separación matrimonial, con hijos de por medio, que nunca hicieron mucho por saber de él. Quizás fuera ese uno de los motivos por los que se sentía a gusto conmigo, ya que seguramente yo le recordaba a los mismos, quienes tenían más o menos mi edad. Me costaba mucho llevar a Carlos a mi terreno, a los chascarrillos aeronáuticos y a algún que otro fenómeno paranormal que había vivido en el interior de la cabina de un caza. A Carlos le gustaba mucho hablar de política (era muy de derechas), de mujeres y de sexo, cosa que a mí tampoco me desagradaba, pero prefería que entrase en la materia en la que yo tenía más interés. Después de cenar, a la segunda copa de whisky, ya empezaba con el discurso aeronáutico, para mayor alegría mía. La relación de Carlos con los aviones había sido tan peculiar como rocambolesca. Como muchos otros pilotos militares, llegado el momento, dio el salto hacia la aviación civil y un día se vio a los mandos de los más modernos reactores comerciales. Esta situación era del todo entendible ya que, como poco, suponía triplicar los ingresos monetarios. Pero fue ahí cuando realmente vinieron los problemas personales que desembocaron en la tragedia personal y afectiva de Carlos: Más dinero, más lujos, más horas muertas en habitaciones de hoteles, más desunión familiar, más desatención inconsciente a los hijos… En suma, una situación que debiera haber significado un progreso derivó en un insalvable e irresoluble conflicto. Además, por si no fuera poco, Carlos nunca se sintió a gusto del todo en los aviones de línea comercial.   — «No tiene nada que ver un caza con un DC-9, Leiter. Es como pasar de pilotar un Fórmula Uno a un autobús polvoriento de esos que van por los pueblos…» –. Carlos se cansó del todo y un buen día decidió solicitar el reingreso en la vida militar. Aquello no fue aceptado de buen grado por su familia y le costó la separación. No obstante, ya en la reserva, Carlos no vivía mal del todo. No nadaba en la abundancia pero se permitía lujos que pocos convecinos podían imitar. Además, era amigo de sus amigos. Un día le conté mis apuros económicos por una inesperada rotura de la cafetera de mi bar, justo un día antes de cerrar por vacaciones. Al día siguiente, sin decirle ni, mucho menos, pedirle yo nada, me entregó un sobre.  — «Toma, para el arreglo. No te agobies para devolvérmelo. Cuando buenamente puedas, después de que te pongas en órbita tras las vacaciones.» — Pese a mis reticencias, me obligó casi militarmente a coger aquel sobre que contenía 50.000 pesetas…

 Una tarde de sábado acudí a la taberna sin más pretensiones que la de tomarme una copa y largarme. Había tenido accidentalmente que trabajar esa mañana en el bar sustituyendo a uno que dijo haberse puesto enfermo y, la verdad, no había tenido yo un buen día. A Carlos le chafé la ración de gambas.  — «¿Pero qué te pasa, Leiter? ¿No me jodas que hoy no vamos a tomarnos unas gambas?» –. Pese a que me había pedido un cubata le hice saber que le acompañaría de todas formas.  — «Perdona, Carlos, es que he tenido una mala mañana. Hoy me ha tocado trabajar por sorpresa y encima tuve problemas en el bar con un cliente. Fue un tipo joven de esos que salía de los pubs que están al lado, en los sótanos, y quiso seguir la juerga acumulada en mi bar, nada más abrir. Venía con una chica espectacular, rubia de esas que a ti te gustan, y el hijo de puta la tomó conmigo. Dijo que yo no la quitaba ojo de encima — lo que era algo cierto, para ser sinceros –. ¿Sabes qué ocurrió, Carlos? ¡Me sacó una pistola el muy cabrón! ¡Me llegó a encañonar! Me cagué en los pantalones… Sentí impotencia. No me robó, simplemente me amenazó con pegarme un tiro en los huevos… Tal y como yo me encontraba, hubiera tenido que apuntar muy bien…» –. Carlos me miró con cara de circunstancias y me dijo: — «Pero, bueno ¿Tú eres gilipollas o qué?. Para empezar, ese imbécil debía ir mamado del todo, después de estar toda la noche por ahí de copas, sin reflejos ni agilidad. Si me pilla a mí, le cojo la pistola en un descuido y le rompo los dientes con la culata. Cuando una pistola se desenfunda es para usarla. Quién no la usa en ese preciso momento no la va a usar después. Tenlo en cuenta por si te ocurre una situación similar otra vez…» –. Afortunadamente, nunca me ha vuelto a pasar una situación de esas a lo largo de mi vida, pero estoy seguro de que ni por asomo habría de seguir los consejos del bueno de Carlos si ésta se repitiese. Esta narración mía dio paso a que empezáramos a hablar de situaciones de miedo y angustia. Le conté lo mal que lo había pasado como pasajero durante un vuelo a Foz de Iguazú, en Brasil, cuando el avión rozó las ramas de los árboles al aterrizar.  — «Bufff, eso no es nada, hombre. ¡Si yo te contara!. En Madeira, tienes que pegar un giro a derechas en final, a pelo, y planear sin ayudas con todo el flap sacado. Como te pases un pelo, te vas con el avión acantilado abajo… Con una avionetilla lo haces hasta tú, pero ¡Ay, amigo!, si vas con un reactor. Y ya no te digo nada si hace mal tiempo, que no veas como soplan los vientos por ahí…» –. Con el segundo whisky, Carlos se animó y me contó una de esas historias inolvidables, donde se mezclan lo humano y, quién sabe, si también lo divino.

  — «Mira que a mí me han pasado cosas raras por ahí arriba. Creo que ya te he contado alguna vez cuando perseguí un cacharro de esos no identificados y juro como escuché a sus tripulantes hablar en marciano, los muy cabrones, ja, ja, já… Pero cuando más me he asustado fue aquella otra vez, pilotando como segundo el Convair Coronado, el mejor avión de línea que se haya jamás fabricado. ¡Vaya máquina! Con cuatro motores, aquello volaba que daba gloria verlo y sentirlo. ¡Cómo subía! Lamentablemente, hubo problemas con el aparato aquel. Decían que era un avión muy costoso y encima uno de ellos se la pegó en Tenerife… Total, que acabaron por retirarlos de la flota, aunque alguno se quedó. Bueno, el asunto es que estábamos en un vuelo que venía de Hamburgo, creo recordar, con destino Madrid y luego Mallorca, un vuelo chárter de tantos. Era una tarde tranquila, con alguna nube de desarrollo que no presentaban mayores problemas. En la vertical de Pamplona, más o menos, el cielo se encapotó y nos tuvimos que desviar un poco para evitar una formación tormentosa que ya era activa del todo. Nos metimos en plena bruma y, de pronto… ¡Todo el sistema electrónico se nos vino abajo! Ni Compás, ni VOR, ni Radio, ni ADF… Todos los instrumentos dejaron de funcionar. La brújula magnética se puso a girar como una peonza. El comandante me miró con cara de escepticismo; no sabíamos qué demonios estaba ocurriendo. Instintivamente, tiramos de palanca para ganar algo de altura… Todas las precauciones son pocas. Si esto nos llega a ocurrir en aproximación final, nos la hubiéramos pegado de todas todas. Fueron algo así como diez minutos volando a ciegas y tratando de buscar una salida para intentar visualizar referencias. Yo sudaba en frío, Leiter, pero más al ver que el comandante no sabía qué coño hacer. Tras unos instantes angustiosos, fue clareando y, como por arte de magia, todas las esferas de indicación volvieron a funcionar de nuevo. Y, lo más cojonudo del tema, seguíamos en plena aerovía, en la misma ruta, como si no hubiera pasado nada. Increíble, pero espera, que aún no he acabado. Según nuestros relojes, llegábamos a Madrid con diez minutos de adelanto sobre la hora prevista… Lo comunicamos a Control y nos respondió que no, que no podía ser, que estábamos justo en hora. Tanto el reloj del comandante como el mío marcaban la misma hora. Y también el del avión, en hora GTM. Era todo muy extraño. Llamamos a la sobrecargo y, joder, que también tenía la misma hora que nosotros… Con total discreción, le pedimos que mirase con disimulo la hora que marcaban los relojes de cuantos pasajeros pudiera… Igual, todos tenían la misma hora, con leves e inapreciables diferencias. Ya en tierra, no nos lo podíamos creer… Nuestros relojes estaban todos diez minutos retrasados con la hora oficial, justo los diez minutos en que estuvimos volando a ciegas dentro de esa nube. ¿Dónde estuvimos metidos realmente durante aquellos minutos que hasta los relojes, ¡Qué coño los relojes!, que hasta el tiempo se nos paró?» –.