Quienes tuvimos la oportunidad de comparar su retrato de disidente, enorme, exhibido durante aquel mítico concierto de Wembley en 1988 y su nueva estampa tras ser liberado por las autoridades sudafricanas en 1990, comprobamos que su rostro había envejecido, pero no así su alma de luchador, de resistente tenaz ante una tropelía histórica que, aún más de veinte años después, no deja de sorprendernos por su vileza. 27 años en prisión por defender algo tan simple como la plena igualdad de derechos entre seres de distintas razas, 27 años tildado como «terrorista» no sólo por las autoridades de su país, sino por el resto de aquella Europa «civilizada», 27 años soñando con la libertad, el don más preciado de todo ser humano, 27 años anhelando un régimen que pusiera fin a la monstruosa segregación racial… 27 años soñando. Y los sueños, mkhulu Mandela, se acaban cumpliendo, sobre todo cuando las intenciones de éstos son justas. Usted no sólo consiguió que el nombre de Sudáfrica limpiase su residual mierda histórica; usted, además, consiguió que el mundo tomase conciencia de una puñetera vez que ciertas circunstancias pertenecen al pasado más tenebroso, a un pasado que no debemos nunca olvidar y mucho más en estos tiempos que corren, en donde los fantasmas encorsetados del racismo y de una nueva versión actualizada del apartheid acechan al amparo de un desmemoriado victimismo. Que siga usted disfrutando, señor Mandela, de esas inigualables puestas de sol surafricanas desde su hogar, una morada ahora libre gracias a su sacrificio y a su férrea voluntad de pretender un mundo mejor y más justo para todos. Que siga siendo usted un ejemplo para todas las generaciones venideras. Mis saludos, mi admiración y mis respetos, señor Mandela. Con su permiso, le dedico esta canción.