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Alrededor del mediodía, todos aquellos clientes que se encontraban en el bar, y en mayor medida los no habituales, se sorprendían ante la repentina aparición de un hombretón que rondaría la cuarentena, de descomunal envergadura, con unos saltones e intensos ojos verdes que conferían a su mirada un aspecto más que inquietante, con una sonrisa de tintes paranoicos y un aspecto genérico que evidenciaba la carencia de algún fundamental tornillo en esa complicada máquina que todo ser humano lleva en el interior de su testa. Enseguida se confirmaban todas las sospechas cuando semejante individuo abría su aparatosa boca de reminiscencias mitológicas: — «Buenos díiiias…Un caféeeee…Un caféeeee… La cabra, la burra y la borrica…¡La cabra! ¡La cabra!» –. Pascualín — Así era conocido en todo el barrio pese a no corresponder con su verdadero nombre — Adolecía de un extraño síndrome que provocaba en su mente la conducta de creerse un eficaz pastor rural en un medio tan incomparablemente urbano como lo es el del madrileño barrio de Salamanca. Para Pascualín, la globalidad del mundo se reducía a sus imaginarias cabras y ovejas, convirtiéndose este en el único argumento de sus surrealistas conversaciones que, por lo demás, mantenía con todas aquellas personas que coincidían con él en el bar, con independencia de que le resultasen más o menos familiares. De esta manera, los clientes asiduos le seguían la corriente y a menudo se burlaban maliciosamente de él, mientras que los no habituales solían quedarse impávidos y cariacontecidos ante el desbordado torrente dialéctico que en todo momento exhibía Pascualín.  — «¿Tiene usted cabras? ¿Y ovejas? Yo le vendo una borrica a buen precio… La cabraaaaa…La cabraaaaa… ¡La cabra!» –. Los más vivos no tardaban en percatarse del desequilibrio mental de Pascualín y le seguían, incluso, el hilo pastoril. Pero los timoratos, ante la formidable constitución física de Pascualín, su potentísima y leñosa voz, con esa particularidad de alargar la última sílaba de cada palabra, y de sus repentinos y estruendosos ataques de risa, sin aparente motivo, no demoraban en buscarme con la mirada en un sufrido intento de encontrar una lógica respuesta ante tan insólito y esperpéntico comportamiento.  — «No se preocupe, señor; no le haga ni caso. Pascualín se cree ser un pastor de cabras y ovejas, pero es completamente inofensivo.» –. Y esa era la verdad, ya que Pascualín pagaba religiosamente su café (Se lo bebía hirviendo y de un solo trago) y, luego de unos minutos de improvisada tertulia sobre los aspectos más destacados de la labor pastoril, se marchaba no sin antes quedarse un breve instante junto a las puertas del bar imitando los comportamientos caprinos, intercalando explosivas carcajadas que provocaban el desconcierto y la hilaridad en los transeúntes. No debieron pensar lo mismo los también pacíficos viandantes que aquella mañana de invierno cruzaban la calle de Goya junto al edificio de unos conocidos grandes almacenes. Contemplaba en medio de la calzada Pascualín el gran riego de personas que, en consonancia con la proximidad de las fiestas navideñas, acudía o regresaba del mencionado almacén de ventas cuando, a semejanza de don Quijote, creyó ver ovejas en vez de personas y, considerando que ese figurado ganado estaba muy concentrado, decidió dispersarlo como sólo saben hacerlo los buenos pastores. Quién esto escribe, observó a lo lejos como Pascualín esbozaba una de sus enigmáticas y contagiosas sonrisas para, acto seguido, emitir un monumental y estruendoso grito:  — ¡¡¡Ahhhhhhhhh!!! — que provocó la espantada de los aterrorizados paseantes, alterados por el repentino e inesperado gruñido. Algunos vecinos, alarmados por la súbita y general desbandada, no dudaron en llamar al 091 y una señora tuvo que ser atendida por unos improvisados sanitarios, presa de un ataque de nervios. Mientras, Pascualín seguía caminando como si tal cosa con las manos cruzadas tras su espalda, como era típico en él, y con esa obsesiva risa que causaba un verdadero desconcierto a los paseantes. En realidad, estos repentinos e inesperados alaridos de Pascualín, audibles en un radio de más de quinientos metros, eran mi mayor preocupación cuando el mozo se hallaba tomando café en el bar de mi padre, asunto que causó no pocas escenas de pánico entre una sorprendida y amedrentada clientela. Pero como luego le daba por reírse a plena carcajada y de forma continuada, la gente terminaba por contagiarse de la misma y en muchas ocasiones le invitaban incluso al café.

 En aquellos tiempos, solía acudir con periódica regularidad al bar de mi padre un conocido y distinguido personaje de la Familia Real española. Ciertamente, no es que viniera expresamente a visitarnos sino que acudía a realizar sus compras a un comercio situado en las proximidades y luego aprovechaba para tomarse un refrigerio en el bar. Junto a tal relevante personalidad venían, asimismo, tres fornidos guardaespaldas que se encargaban de su escolta, colocándose uno de ellos en el exterior, junto a las puertas de acceso al bar, y los otros dos restantes dentro, uno a cada extremo del local. Así se encontraba semejante parafernalia regia en el bar una mañana cuando hizo su aparición Pascualín:  — «Buenos díaaaaas… Un caféeeee… Un caféeeee… La cabra, la cabra… La cabra, la burra y la borrica…» –. Intenté servirle el café en la parte más alejada de donde se encontraba Su Alteza para evitar en lo posible cualquier arrebato indecoroso del supuesto cabrero. Miré al guardaespaldas que estaba más próximo a Pascualín y traté de tranquilizarle con gestos más propios de un director de orquesta indicando pianissimo que de un dependiente. La tenue mueca de sonrisa del profesional de seguridad pareció entender mis intenciones, aunque Pascualín comenzó a reírse con esa característica carcajada de semicorcheas en ritmo ostinato. El ilustre personaje real se percató enseguida de la tara de Pascualín y no dejó de sonreír, contagiado sin duda, por la machacona risa del mozo. Mientras, el otro guardaespaldas situado al fondo del bar contemplaba la escena con cara de escepticismo, circunstancia que no pasó desapercibida por su otro compañero quién, imitándome, trató de tranquilizarle por medio de elocuentes gestos consistentes en llevarse el dedo índice a la sien derecha y girarlo repetidamente. En estas estábamos, con cierta inquietud por mi parte, cuando Su Alteza Real indicó a su secretaria que sacase la cartera para pagar las consumiciones del grupo. Pascualín, escuchando el requerimiento, dejó de sonreír y adoptó un gesto serio, muy típico de él en las situaciones previas donde sacaba a relucir la poderosa fuerza de sus pulmones y garganta. Empecé a temblar y, desde el interior de la barra, agarré como pude a Pascualín de su hercúleo brazo:  — «Tranquilo, Pascualín, tranquilo. Venga, lárgate, que yo te invito al café. Mira cuantas cabras están pasando por la calle…» —. Pascualín comenzó de nuevo a reírse ante mi torpe frase.  — «Entonces…¿Me invitas al caféeeee? Gracias hombreeeee… Graciaaaaas… La cartera, la cartera, la cabra, la burra, la carteraaaa…» –. Pascualín depositó la humeante taza en el platillo y, luego de limpiarse los labios con una servilleta de papel, tomó fuerzas y…  — «La cabra, la cabra… ¡¡¡La cartera!!!» –. El guardaespaldas que estaba afuera, junto a la puerta del bar, entró pistola en mano, interrogando con la mirada a sus dos compañeros quienes, también sorprendidos pese a mis advertencias, hicieron el amago de desenfundar sus armas reglamentarias. Pascualín seguía desternillándose de risa mientras que Su Alteza mostraba visibles síntomas de pavor en su rostro. Traté de poner orden, aun cuando las piernas me estaban temblando.  — «Disculpe, Alteza. Este cliente es totalmente inofensivo. El hombre no está muy bien, que se diga, y en ocasiones le da por efectuar esos atronadores y molestos gritos.» –. Ya más tranquilo y rodeado por los tres guardaespaldas, el personaje real me contestó:  — «No se preocupe, por Dios. Ya me he dado cuenta. Es un individuo muy chistoso, ja, ja… ¿Cómo dice? ¿Qué si tengo yo cabras y ovejas?» –. Pascualín, a viva voz, le había preguntado a Su Alteza acerca de sus hipotéticas posesiones caprinas y ovinas… La escena terminó con la carcajada real, al contemplar el distinguido personaje como Pascualín imitaba los gestos más comunes de una cabra, ya en la calle, ante el delirio de los caminantes…

 Nadie, a ciencia cierta, supo cuál fue el origen de aquella manía, pero de un tiempo a esa parte, a Pascualín se le veía pasar largas horas junto a la Parroquia de los Dominicos de la calle del Conde de Peñalver, en cuclillas, con su gorra tendida en el suelo boca arriba y en una inconfundible actitud mendicante. Pascualín, pese a sus desajustes psicológicos, vestía correctamente y no daba de ninguna manera aspecto de desaliñado. Según me informaron con posterioridad, vivía con sus ancianos padres en una de las zonas más nobles del barrio y no existía motivo alguno para que Pascualín tuviera que dedicarse a la caridad ajena. Bueno, sí existía: Pascualín descubrió que de esta forma obtenía unos ingresos que le permitían poder costearse algún que otro café y no dudó en realizar tan humillante y penosa práctica. Pero el problema residía en que Pascualín, sabedor de que engañaba a los que de buen corazón le dispensaban alguna moneda, adoptaba inicialmente barrocas expresiones de pena que a continuación eran seguidas de sonoras carcajadas que dejaban un tanto aturdido al otorgante de turno. En otras palabras, cuando a Pascualín le arrojaban alguna moneda de duro en la gorra, éste, ni corto ni perezoso, agarraba la calderilla y comenzaba a partirse de risa, como dando a entender para sí la ingenuidad del recurrente benefactor. En una ocasión observé como a un respetado señor que salía de misa de doce, Pascualín le espetó:  — «¿Tiene usted cabras y ovejas? ¿Y borrica?» –. El pobre hombre se quedó patidifuso ante la elocuencia de Pascualín en asuntos ganaderos.

 Han pasado los años y, estando yo ya viviendo de nuevo en la calle de Alcántara, no he vuelto a saber nada de Pascualín. Probablemente, por ley natural, sus padres habrán fallecido y seguramente Pascualín haya sido recluido en algún sanatorio para personas con deficiencias mentales. Al menos es lo que me ha comentado gente cercana a su entorno domiciliario. Me apena y entristece tal hipótesis pero, de todas formas, creo que en esas circunstancias será lo más sensato, aunque no lo sé con seguridad. Existen personas mucho más violentas y paranoicas que el pobre Pascualín que pasean con total impunidad por las calles de esta barriada, gente con la que es mejor no cruzarse ni, mucho menos, discutir. Pero por ahí andan, dispuestos a comerse el mundo… Y a cualquiera que se deje. Esté donde esté Pascualín, estoy convencido de que le hará la vida un poco más simpática y llevadera a sus presumibles cuidadores: — «¿Y tú no tienes cabras ni ovejas?» –.