Posiblemente fueron los años en los que mayor conocimiento tuve de las artes en general, desde el momento en que en las proximidades del bar de mi padre se instaló una pequeña y modesta galería pictórica. Allí conocí de primera mano a muchos artistas, algunos consagrados, otros en camino y los más, lamentablemente incomprendidos. Muchos pintores tuvieron a bien explicarme el desarrollo y estructura de los cuadros que conformaban sus respectivas exposiciones. Todo ello fue posible gracias a Nuria, la directora por entonces de aquella galería, una joven encantadoramente dulce y extraordinariamente sensible que lloraba a lágrima viva cuando se enamoraba de algún cuadro en concreto. Una tarde, Nuria entró en el bar y me dijo, con viva emoción:  — «Leiter, esta tarde inauguramos una exposición de un tal Sevillano. Es una delicia, unos cuadros buenísimos; te espero luego. Y, de paso, si no te importa, me ayudas a preparar y servir el cóctel… Te presentaré al autor, una persona estupenda.» –. En efecto, aquella tarde acudí a la exposición — luego de preparar la mesa de cóctel — y me pareció sensacional. Aquello supuso mi primer contacto con Sevillano quién, desde ese momento, se convirtió en uno de mis más queridos e íntimos amigos. Sevillano era un pintor naturalista, más dado a los interiores, que trabajaba como nadie la perspectiva aérea, mostrando sus cuadros un aroma inconfundible a Vermeer. Poco a poco, Sevillano me fue explicando quién era este pintor, cómo era el proceso elaborativo de sus obras y muchos otros aspectos que provocaron que desde entonces sea un auténtico devoto del pintor de Delft. Sevillano, un hombre unos veinte años mayor que yo, era todo un pozo de cultura sociológica, filosófica y artística. Pese a que su trayectoria era dilatada y había sido galardonado con numerosos premios no era un pintor lo suficiente y merecidamente reconocido. Aún vivía en casa de sus padres y aunque no pasaba estrecheces económicas tampoco se podía decir que nadara en la abundancia. Vivía exclusivamente por y para la pintura, manteniéndose gracias a los cuadros que iba vendiendo en las distintas exposiciones y a algún que otro encargo que puntualmente recibía, como aquella decoración de la bóveda de una capilla salmantina que le reportó un buen pellizco. Mi amistad con él adquirió una nueva dimensión cuando decidí hacerme con uno de los cuadros que estaban expuestos, un pequeño lienzo que mostraba la fachada de un céntrico edificio de Madrid atravesada en diagonal por una línea de luz solar vespertina. «Sol de la tarde», se titulaba el cuadro, que aparecía también retratado en el catálogo oficial de dicha exposición. A mi juicio, era el mejor cuadro que allí se exhibía. Sevillano se llevó una gran sorpresa al conocer que yo era el comprador y desde entonces estrechamos aún más nuestra amistad, algo que yo deseaba y perseguía porque Sevillano era una de esas personas con las que todos los días acababas aprendiendo algo nuevo. Me explicó la historia de esa obra:  — «Este lienzo me lo inspiró la lectura de un poema de Kavafis, uno de mis poetas preferidos. Como sabes, Kavafis era homosexual y durante algunos años compartió apartamento con un amante. La relación terminó mal, se separaron y abandonaron la vivienda. Kavafis superó de mala manera aquel trauma y en su poema viene a exponer la nostalgia que le producía ver de nuevo aquel edificio cuando paseaba, reconvertido después en una sucursal de oficinas. Decía que sólo le quedaba como testigo de lo que fue su gran amor el sol de la tarde, que puntualmente acariciaba la fachada de aquel edificio con ese melancólico sol de atardecer…» –. Me pareció una historia preciosa, estremecedoramente sensible, y desde ese mismo instante Kavafis se convirtió también en uno de mis poetas favoritos. Por cierto, ese cuadro de Sevillano que adquirí siempre ha presidido las estancias más nobles de las distintas casas donde he habitado.

 Paulatinamente, Sevillano me fue introduciendo en los ámbitos propios de artistas y colegas suyos. Visité con él numerosos talleres de pintura de amigos suyos, pero en especial, el de uno de sus mejores amigos, Resino, un pintor de características similares a las de Sevillano, si bien más orientado a exteriores urbanos. Durante algún tiempo mantuvimos una inolvidable y preciosa simbiosis cultural. Ellos me explicaban todos los secretos del mundo de la pintura y yo, a su vez, les iba introduciendo en el de la música. Fue curioso cómo tanto Sevillano, Resino y yo coincidíamos en los más que evidentes paralelismos que se dan en estas dos nobles artes. Según Sevillano, Goya y Beethoven eran almas gemelas; según Resino, Mozart y Velázquez; y según un servidor, Brahms y Vermeer. Con Sevillano acudí a numerosos museos de Madrid y a infinidad de exposiciones. Nunca le podré agradecer por completo todo cuanto pude aprender de Sevillano a la hora de visualizar y analizar un cuadro. Sus explicaciones eran clases magistrales para mí y recuerdo, especialmente, aquella tarde en el Museo de Prado donde estuvimos más de una hora delante de «Las Meninas». Era tal la sabiduría de mi amigo a la hora de ofrecer sus comentarios que muchos de los que allí paseaban se acercaban indisimuladamente a nosotros para escuchar la incomparable plática de Sevillano. Muchas noches nos quedábamos hasta altas horas de la madrugada hablando sobre arte o filosofía, nuestras comunes y auténticas pasiones, ya fuera en el estudio de Resino o en algún lugar de sus inmediaciones, la Plaza de Santa Ana. Una tarde fuimos los tres a la inauguración de una muestra que un conocido de ellos, Santana, afamado pintor de aguamarinas, exponía en la prestigiosa sala de Ansorena. Me habían hablado de él pero no le conocía personalmente. Este aspecto fue lo que provocó uno de los episodios más bochornosos que haya podido protagonizar en primera persona. Por entonces, escribía un crítico de arte en las páginas de un conocido y tradicional periódico de orientación conservadora cuyos artículos no eran muy del agrado del colectivo de artistas vinculados a Sevillano y Resino. Me comentaron que iba a acudir a la inauguración y que les fastidiaba un poco el hecho de tener que mostrarse ante él un tanto serviles para que su crónica sobre el evento fuese lo más amable posible. Después de estar visionando la colección de aguamarinas de Santana, extraordinaria, por cierto, observé como un señor con canosa barba era frecuentemente saludado y felicitado, por lo que deduje que se trataba del autor. — Según me dijeron, llevaba barba –. Ni corto ni perezoso, me trasladé hasta donde se encontraba y, llegado el turno, le dije:  — «Muy buena, excelente. Me encanta su obra. Quisiera expresarle mi más sincera enhorabuena.» –. El tipo estuvo muy cordial y me dio un apretón de manos. Cuando regresé hasta donde se encontraban mis dos amigos, Sevillano me preguntó: — «¿Qué demonios has estado diciéndole al capullo del crítico?» –. Las carcajadas de Resino y Sevillano se escucharon a lo largo de toda la galería.

 El destino nos fue separando paulatinamente y mis citas con Sevillano vieron notablemente reducidas su frecuencia. Gracias a él, pude entender los entresijos de pintores como Velázquez, Vermeer o Turner. Sus apreciaciones eran un auténtico curso de doctorado que iban mucho más allá de los iniciales conceptos teóricos que uno previamente atesoraba. Un día quedamos para comer y posteriormente nos fuimos a dar un paseo por las inmediaciones del Museo del Prado, sin llegar a acceder al mismo. Empezamos a discutir sobre la figura de Claudio de Lorena y la polémica subió de tono. Tal vez, no nos encontrábamos los dos en nuestro mejor momento anímico pero el caso fue que aquel estúpido malentendido fue el origen de una ruptura que permanece hasta estos días. Con los cambios de domicilio perdí su teléfono y, sinceramente, nunca me he atrevido a visitar el estudio de Resino para preguntar por él. Sólo me queda el triste consuelo de poder y querer agradecerle todo cuanto pude aprender de él, mucho más que lo que he podido abarcar sobre arte en general a lo largo de toda mi vida. Quizás algún día nos reencontremos en la sala de algún museo y podamos reiniciar nuestra antigua amistad. Ojalá que así sea. Pero, por mi parte, seguiré pensando que Claudio de Lorena fue un excelente pintor de poéticos atardeceres, con esa luz previa al ocaso que me cautivó de la misma forma que lo hizo el cuadro de Sevillano que compré y el poema de Kavafis que lo inspiró.