Todos los directores de orquesta franceses que adquirieron protagonismo a lo largo del siglo XIX — Françoise-Antoine Habeneck (1781-1849); Jules Pasdeloup (1819-1887); Charles Lamoureux (1834-1899) y Edouard Colonne (1838-1910) — tuvieron como peculiar denominador común una cierta fobia a viajar. Su reputada solidez fue adquirida, a diferencia de otros directores centroeuropeos, en los círculos musicales parisinos. Sin embargo, el primer director francés de fama mundial fue Pierre Monteux. A semejanza con Arturo Toscanini, antes del cual tampoco había surgido ningún maestro italiano que brillase en los escenarios internacionales, Monteux paseó su ciencia por todos los escenarios del mundo. Eso sí: Monteux fue un director sumamente apreciado por todas las orquestas, todo lo contrario que el huraño, déspota y eternamente enfadado Arturo Toscanini.

 Pierre Monteux nació en París el 4 de abril de 1875 e ingresó en el Conservatorio parisino a la edad de nueve años con una gran proyección como futura figura del violín. Sin embargo, en sus primeros años se ganó la vida tocando la viola en distintas orquestas capitalinas. Inconformista como pocos, Monteux funda sus Concerts Berlioz, sesiones en donde trató de poner en buen sitio a su compatriota compositor, aún poco considerado en Francia. Con sólo esta experiencia como director de orquesta, otro inconformista, Sergei Diaghilev, le contrata para dirigir la música de sus Ballets Rusos. Pronto Monteux hace gala de su pragmatismo: Durante el escandaloso estreno de La consagración de la Primavera en París, en 1913, Monteux es el único que mantiene el tipo dirigiendo como si la cosa no fuese con él en un escenario donde comenzaron a brotar los bastonazos, escupitajos, agarrones, peleas y puñetazos, todo ello aderezado con la mayor retahíla de insultos que se recuerda en París. Desde ese preciso instante, Monteux adquirió un nombre en el mundo de la dirección orquestal.

 Luego de ser exonerado del Servicio Militar en 1916, viaja con Diaghilev a los EEUU. Allí, entre 1916 y 1918, dirigió en la Metropolitan Ópera de Nueva York y posteriormente se hizo cargo de la Orquesta Sinfónica de Boston. Monteux se vio obligado a reconstruir casi en su totalidad a una orquesta que se encontraba severamente diezmada como consecuencia de una huelga. Acabó siendo aceptado por el público norteamericano a pesar de su progresismo musical con compositores europeos y también estadounidenses. En 1924 se compromete con la Orquesta del Concertgebouw, poniendo fin a la tendencia unilateralmente alemana de la práctica interpretativa de la formación. Pero Monteux nunca quiso renunciar al privilegio de dirigir en Francia y así, en 1929, funda la Orquesta Sinfónica de París, agrupación con la que trabajará hasta 1935. Con todo, en América no se habían olvidado de él y le invitan a dirigir la Orquesta Sinfónica de San Francisco. Intuyendo la atmósfera prebélica que por aquellos tiempos se respiraba en toda Europa, Monteux vuelve a cruzar el charco y se instala de nuevo en tierras norteamericanas, durando su condición de titular de la orquesta californiana hasta 1952. Monteux tuvo allí tiempo suficiente para casarse (con Doris Hodgkins); para fundar una escuela de dirección (La Escuela Pierre Monteux); para instruir a una pequeña legión de futuros directores (Neville Marriner, André Previn y David Zinman); y también para nacionalizarse norteamericano en 1946. Durante los años siguientes recibió invitaciones de todo el mundo, principalmente del Metropolitan y de la Orquesta Sinfónica de Londres, que dirigió entre 1961 y 1964, y con las que nos dejó unas versiones discográficas de Ravel que aún hoy en día resultan ciertamente insuperables. El 1 de julio de 1964 falleció en Maine, EEUU.

 Pierre Monteux fue uno de los directores más conciliadores de su época, siendo querido tanto por las orquestas como por el público. Su estilo de dirección fue preciso y elegante, siendo capaz de hacer saltar chispas sonoras de cualquier orquesta aunque ésta dispusiera de pocos medios. Al igual que Toscanini, Monteux dirigió a edades en donde hoy en día los ancianos pasan sus días en las residencias geriátricas. Con 89 años, dirigió de pie un descomunal programa dedicado a Berlioz y, a diferencia de Toscanini, no perdió el control en ningún momento. Su larga y enorme cabellera negra hizo saltar las sospechas de que se había teñido el pelo en su senectud, cuestión que Monteux negó siempre con grandes dosis de ironía e hilaridad. Además, como señala divertidísimo H.C. Schoenberg en su mítico libro The great conductors, «Monteux dedicaba mucho más tiempo a ofrecer explicaciones sobre su cabello que sobre sus interpretaciones musicales».

 Posiblemente aquellas explicaciones hubiesen sido del todo superfluas ya que las interpretaciones hablaban por sí mismas (Histórica y memorable versión de la Sinfonía de Franck en este vídeo). Monteux, en alguna medida contemporáneo de Debussy y Ravel, tuvo un sentido del sonido extremadamente sensible. Pero esa obsesiva manía por la claridad estructural sonora también le convirtió en un sobresaliente abogado del repertorio alemán. Dirigía con enorme transparencia a Beethoven (Magistral versión la del enlace) Brahms y otros alemanes posteriores, aunque siempre se encontró muy alejado del trascendentalismo de la escuela alemana de directores abanderada por Furtwängler. Con ello, podemos afirmar sin ningún género de duda, que Monteux fue un modelo — junto con Toscanini — para la posterior generación objetivista de los Boulez o Leibowitz. Tampoco cabe cuestionarse que Monteux se entusiasmó durante toda su vida con la música del modernismo, estrenando obras capitales de Ravel, Debussy y Stravinski. Este último siempre — de manera excepcional — guardó un profundo respeto por la figura de Monteux. En este maestro es inútil buscar una acentuación de lo expresivo, una intensidad forzada y un derroche subjetivo. Pese a ser un «clasicista» en toda regla, sus interpretaciones jamás resultaron pálidamente académicas o estériles. Igual que evitaba cualquier despotismo ante el atril y en el trato humano, también trataba de no imponer a las figuras musicales un pronunciado sello personal. Confiaba en la elocuencia de la misma música, fielmente ejecutada y correctamente escuchada. Con ello, Monteux encarnó las típicas virtudes de los músicos franceses que también poseyeron otros compatriotas franceses que dirigieron internacionalmente con éxito, como Münch o Martinon. Pero Monteux tuvo una personalidad lo bastante original como para inscribirse en la historia como uno de los más peculiares representantes de la moderna dirección orquestal.