Mientras me tomo un café con algo parecido a lo que debieran ser unas castizas porras en una de las cafeterías que sirven como club social de la tercera edad en este sacralizado barrio de Salamanca, observo las continuas y educadas salutaciones del dependiente al frente de la barra: — «Buenos días, don Arturo; buenos días, doña Caridad; buenos días, señor Moreno… » –. Y, a su vez, escucho como estos distinguidos clientes devuelven la cortesía: — «Hola, Antonio; buenos días, Antonio; ¿Cómo te va, Antonio?» –. De vuelta a mi domicilio, coincido con un matrimonio de nobiliaria estirpe (eso dicen) y al entrar en el portal, el conserje los recibe: — «Buenos días, don Eleuterio; buenos días, señora de Espinillo…» –-. Y los referidos señores de Espinillo contestan cuasi al unísono: — «Buenos días, Segundo» —

 Cuando terminé el bachillerato, recuerdo como mi padrino me felicitó con una frase del estilo «Enhorabuena, Leiter; ya tienes un don. Ahora eres don Leiter…». Si bien siempre hice caso omiso a este hidalgo título por considerarlo recurrente y en absoluto distinguido, considero que cualquier persona, independientemente de su sexo, raza o condición, tiene el derecho a ser llamada don/doña, señor/señora, precediendo al patronímico al uso, por el simple y elemental motivo de ser eso, persona. Y mientras que los seres de este mundo procedan de su padre y de su madre, reconocidos o no, adquirirán siempre la condición de «persona». Este nimio detalle parece ser ignorado por aquellos que, valiéndose de no se sabe muy bien qué extraño privilegio, no otorgan la misma cualidad nominativa cuando consideran que el interlocutor, por su oficio u otro menester, pertenece a una categoría social inferior. Parece un contrasentido que en estos tiempos donde apelamos a valores tan universales como la libertad o la igualdad existan aún personas que piensen que la distinción económica o social equivale a negar la dignidad de aquellas otras que supuestamente se ubican en un orden jerárquicamente inferior. Tal dislate, propio de residuales planteamientos preilustrados, es producto sintomático de quienes confunden el orgullo con la vanidad y se muestran incapaces de asumir la semejanza identitaria que define las cualidades intrínsecas de la persona. Una sociedad civilizada debe fundamentarse, entre otros muchos aspectos, en la educación y el mutuo respeto, Pero ese «respeto» no ha de sustraerse de una concepción pretendidamente servilista.

 En resumidas cuentas, los apelativos al don/doña, señor/señora, caso de ser utilizados, deben ser correspondidos en justa y digna reciprocidad. La soberbia, entendida como un factor de inexcusable autoelitismo, refleja un comportamiento propio de conductas basadas en un férreo hermetismo que impide la libre y necesaria evolución social del ser humano.