Me daba coraje tener que abandonar el país mexicano rumbo a España esa misma noche. Dos días antes, en las aguas de Acapulco, una ola traicionera lanzó mi cuerpo contra una embarcación de recreo y varias de mis costillas quedaron seriamente contusionadas. Ya en el Hospital Español de la ciudad capitalina me recomendaron que descartase los vahos de tequila con los que, en un ejercicio de autodidactismo naturista, intentaba paliar mis dolores torácicos. Decidí tomarme en serio los consejos médicos y, en su lugar, me los administré con whisky escocés, adaptando en la medida los procedimientos a mis usos y costumbres occidentales. He de reconocer que la mejoría fue leve aunque ardorosamente satisfactoria. Y allí, en el bar del hotel, disponiéndome con las últimas curas previas al viaje, me fui despidiendo del personal hostelero que, en una indescriptible demostración de amistad, fue haciendo cola para expresarme sus lamentos ante mi inminente salida, sobre todo cuando advirtieron que al primer compañero que tuvo el bello gesto de manifestar su disgusto por mi partida le obsequié con un billete de veinte dólares. No quise estropear la emotiva escena, pero juraría que uno de ellos, un chamaco de pelo pincho, se despidió de mí en más de una ocasión…

 Todas aquellas personas que han tenido el privilegio o la desdicha de compartir intimidad conmigo siempre me han alertado sobre la aparatosidad de mis ronquidos cuando caigo en los brazos de Morfeo. Al parecer, esta alteración eólica repunta de forma directamente proporcional a la ingesta de whisky u otros espirituosos. Yo no puedo saber a ciencia cierta cuánto hay de exageración en esos comentarios de mis íntimos, ya que cuando duermo estoy inconsciente y no oigo ruido alguno. Pero algo de verdad debe haber, puesto que en la sala de embarque una amable ancianita tuvo a bien el despertarme ante mi cataléptico estado en la última llamada para abordar la aeronave. Ya en el interior del espacioso Jumbo y prevenido ante las insufribles once horas de duración del transoceánico vuelo, tuve la exitosa ocurrencia de solicitar la última fila  de la esquina izquierda y, gracias a los buenos propósitos de la compañía fletadora, dejaron libre el asiento contiguo al mío para que pudiera adoptar una postura más cómoda en consecuencia a mi comentada y documentada lesión vertebral. Con cinco grados de flap y a plena potencia los cuatro motores Pratt & Whitney, el mastodonte surcó los cielos por fin.

 Una vez servida la cena me dispuse a descansar con el infalible remedio que tengo para estas ocasiones: Un whisky con aperitivo de Biodramina, buena mezcla que consigue aletargarme durante horas. Y, en efecto, así fue. Caí en la inconsciencia onírica tan deseada para estos vuelos tan insufribles como inacabables. Fue extraño; al despertar observé como unos cartones estaban rodeando mi cubículo y, con el atontamiento propio tras largas horas de profundo sueño, intenté averiguar qué había pasado. Aparté los cartones y sentí cómo era fulminado con la colectiva mirada incrédula del pasaje más cecano a mí, alguna carcajada suelta incluida. Faltó tiempo para que me llegase una aeromoza y con naturalidad no exenta de reproche me aclarase: — «Disculpe, señor. Cuando me dispuse a retirarle su bandeja de la cena observé que había caído usted en un profundo sueño. No quise molestarle pero, y por favor, no se ofenda, sus resuellos y gruñidos desataron las protestas de los pasajeros más próximos… Intenté despertarle con empujoncitos y palmadas, pero nada. Como una marmota. Ante tal coyuntura, y en riesgo de un posible amotinamiento por parte de los pasajeros, le informé al comandante y me sugirió la idea de rodearle con una especie de biombo con estos cartones que disponemos para otros procedimientos… ¿Se encuentra bien, señor?» —