Entraba en el bar y al instante ya era el foco de atención, no por su excesiva verborrea precisamente, sino por la inmensidad de su figura, de enorme complexión, y de sus largos cabellos rubios que le daban cierto aire aristocrático. Quintín era un hombre sobrado, seguro de sí mismo, parco en palabras y con una perenne sonrisa silenciosa en su expresión que delataba firmeza y convicción de espíritu. No se le conocían enemigos declarados, exceptuando los que momentáneamente se irritaban con él debido a sus breves pero intensos comentarios irónicos. Así, a Víctor, un camarero del antiguo «Paraíso», le tenía comida la moral cuando, para invocarle, le apodaba «Victorino», un apelativo de conocidas connotaciones taurinas que provocaba el recelo de aquel muchacho tan celoso con su joven e indiscreta novia. En ocasiones, Víctor estallaba por aquella insolencia de resonancias cornúpetas y le espetaba:  — «¡Quintín, la madre que me parió, no me toques los cojones que salgo de la barra y arreglamos esto en la calle tú y yo!» –. Pero Quintín, lejos de amilanarse ante la celosa afrenta, exhibía aún más orgulloso su victoriosa sonrisa, felizmente acompañada por la de otros cómplices clientes. Pasado un tiempo, cuando a Víctor parecían habérsele pasado los efectos del enfado, Quintín alzaba su enorme brazo por detrás de la barra y, apresando a Víctor, le decía:  — «¡Chaval, que es una broma, joder! Anda, ponme otra caña… Y sírvete tú una a mi salud. Venga, ¡Choca esos cinco!» –. Así era Quintín, noble y de buen corazón, sabedor de que cualquier broma tiene su momento y que en ocasiones hay que medir bien los tiempos para evitar indeseables malentendidos. Pero a veces, como a todo ser humano le puede ocurrir, tensaba tanto la cuerda con sus ironías que acababa por romperse. Así sucedió una noche, también en el viejo «Paraíso», cuando a causa de una discrepancia surgida durante una partida de tute, Pedro, el lotero, que a esas horas iba ya muy mojado, le recriminó a Quintín haber hecho trampas. Y éste, pese a la humanidad que desprendía su voluminoso cuerpo, se lo tomó a mal y tiró de sus recursos dialécticos de inconfundibles referencias taurinas.  — «Pedro, deja de decir chorradas y vete a casa con tu mujer, que a estas horas el querido ya se habrá marchado…» –-. Al oír estas afrentosas palabras, Pedro, envalentonado por el alcohol, agarró el servilletero que tenía más a mano y lo lanzó hacia la cara de un sorprendido Quintín, quién lo esquivó con éxito. Dado que había marrado el primer intento, Pedro no tardó con hacerse con otro servilletero que corrió igual destino que el anterior ante el derroche de reflejos mostrado por Quintín. El escándalo fue de tales proporciones que dos amigos comunes tuvieron que interponerse cuando Pedro, comprobando su ineficacia artillera, decidió emplear la infantería y se plantó delante mismo de Quintín con los puños amenazadoramente cerrados. Pero Quintín ni se inmutaba; seguía con esa sonrisa dibujada en su cara que parecía enrabietar todavía más a Pedro. Al día siguiente, cuando Pedro y Quintín coincidieron en mi bar, me temí lo peor y rápidamente puse a buen recaudo todos los servilleteros y palilleros que había desperdigados a lo largo de la barra, pero Quintín se acercó hacia un resacoso Pedro, le rodeó con su descomunal brazo y le dijo:  — «¡Pedro, joder, no te mosquees conmigo, coño! Si nos conocemos de hace muchos años… Anda, dame dos de esos que acaban en tres… ¡Leiter, pon aquí dos cañas!» —. Y todo quedó resuelto y olvidado.

 Quintín adolecía de ser un tanto buscavidas cuyo único oficio conocido era el de ejercer como chófer particular de una celebérrima cantante de la época sobre la que muchos críticos afirmaban que era la Edith Piaff española. Lo que aconteció aquella tarde de primavera quedará por siempre grabado en los anales de este madrileño barrio de Salamanca: Resultó que a la famosa cantante se le había antojado un «Morgan», precioso coche descapotable cuya adquisición conllevaba una inacabable y burocrática espera de al menos nueve meses. Quintín había hecho referencia a este asunto en más de una ocasión pero no parecían hacerle mucho caso hasta que aquella tarde apareció con el flamante vehículo y lo aparcó junto a la puerta del bar. La admiración que despertó entre todos los habituales fue mayúscula y Quintín, amigo de sus amigos, se ofreció a dar una vuelta a la manzana a todo aquel que lo solicitase previo pago de una caña de cerveza. Daba gusto ver las caras de velocidad de los osados copilotos al enfilar Quintín a toda pastilla el «Morgan» por la calle Alcántara. El problema se gestó como consecuencia de las muchas cañas que se iba tomando el bueno de Quintín y así, en uno de los viajes, yendo de vacío y estimulado por las aclamaciones de la improvisada concurrencia, Quintín se pasó de frenada, giró el volante para intentar esquivar a otro vehículo en un cruce y el bofetón contra una farola fue tan descomunal que si bien Quintín salió afortunadamente indemne del trance, el coche quedó hecho trizas. Una vez que la grúa hubo retirado los restos de lo que fue un precioso «Morgan», Quintín volvió al bar como si nada y exhibiendo su paternal sonrisa de siempre. Nadie supo con certeza cómo acabó todo aquel desaguisado, pero Quintín no apareció por el barrio durante algunos días. En una actuación televisada en directo de la famosa cantante, todos pudimos observar como aquella mujer adoptaba un rictus de amargura, mucho mayor de lo que en ella era habitual, en su interpretación de un repertorio compuesto principalmente por canciones que hablaban de amores imposibles o que se van marchitando… Por cierto, del «Morgan» nunca más se supo.

 Una noche, tras cerrar el bar, Quintín se empeñó en invitarnos al camarero de mayor confianza de mi padre y a mí a tomar una copa en un local de dudosa reputación sito en la calle de las Naciones, pese a que yo no había cumplido aún la mayoría de edad. Vencidas las iniciales reticencias del camarero, al final nos encontramos los tres en la oscura barra de aquel antro, tonteando ellos dos con unas bellas señoritas mientras que yo observaba toda aquella novedad con más miedo que vergüenza. En estas estábamos cuando, de pronto, el encargado de aquel local nos alertó con apremiante insistencia:  — «¡Joder, la policía! Leiter, baja a los servicios y escóndete, que a tu edad no puedes estar aquí y como te descubran me va a caer un puro de cojones» —. Yo me puse a temblar como el niño que todavía era, pero Quintín me acompañó hasta una salita anexa a los servicios y me mandó esperar hasta nuevo aviso. Algo debió salir mal en aquella estrategia, ya que no pasó un minuto y tras los pasos que oía acercarse, aparecieron frente a mí dos policías junto con un pálido camarero del bar de mi padre y Quintín, que no había perdido su sonrisa. Me solicitaron la documentación y les dije que no la llevaba encima, con tal tembleque de piernas que parecía que me había dado el Baile de San Vito. Entonces Quintín le echó el brazo por el hombro a uno de los policías y le dijo:  –«¿Lo ve, agente?  Si todo es culpa del mocoso este que se ha empeñado en que viniéramos a tomar unas copas a este tugurio. Como acaba de cerrar el bar de su padre y tiene toda la pasta de la recaudación del día en el bolsillo, el muy cabrito se quería pegar una juerga y nos ha estado dando el tostón a su empleado y a mí para que le acompañásemos. Mírelo, si no es mal chaval, agente, lo que pasa es que está hambriento de mujeres… ¡Ay, si yo tuviera ahora su edad!  El muy salido… ¡Anda, Leiter; que como se entere tu padre de ésta la que te va a caer va a ser buena…» –. El agente me registró y, tras comprobar que no portaba ninguna sustancia prohibida, me advirtió:  — «Bueno, que pase por esta, pero, jovencito, que sea la última vez que le vemos por aquí. Seguro que aún no tiene usted la mayoría de edad…» –. Cuando se marcharon los agentes de policía con la promesa de que abandonaríamos inmediatamente el local, subimos de nuevo hacia la barra y esta vez sí que tuve que invitar yo. Me tomé un cubata casi de un trago como consecuencia de la sequedad de boca que el miedo me había producido.

 Pasaron los años y nunca se supo más de Quintín. Desapareció sin dejar rastro y nadie consiguió averiguar su paradero. Quintín era un auténtico vicioso de las quinielas y de la lotería… ¿Quién sabe?