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Imagen prestada de SIEMPRE TÁNGER

Celia, tangerina de nacimiento y corazón, me obliga a escribir esto:

«… En aquellos tiempos vivíamos humildemente en el Patio Eugenio de Tánger, sólo con las infantiles ilusiones en un entorno donde nadie se sentía ajeno o excluido y en el que todos los vecinos aportaban su granito de arena para que la convivencia fuese lo más amable posible dentro de unas circunstancias económicas que no eran, precisamente, las más idóneas. En cuanto podía, me escapaba a casa de mis vecinos de patio, a casa de Juana, quién siempre me acogía como si fuese una hija más. Sólo con mirarme sabía lo que yo quería y no dudaba en ofrecerme cuanto estuviera en su mano para provocar la más abierta de mis sonrisas. Nunca me faltó de nada con ella y en mi familia así lo sabían y así y también de corazón lo supieron agradecer. Con el tiempo, mis inocentes anhelos infantiles de sentirme querida por esta familia dieron paso a una amistad con visos de amor adolescente hacia uno de los hijos de Juana, un chico moreno, muy alto y no menos delgado llamado José. En el patio todos se empezaron a dar cuenta de que José y yo tonteábamos y aquello me costó alguna que otra reprimenda por parte de mi hermano Enrique y, sobre todo, de mi madre, quién me armaba cada una que para qué… Yo creo que esto se debía a que yo era muy jovencita y trataban de protegerme a su manera, acorde con las peculiaridades sociales de una época. Para que no nos vieran salir juntos del patio, el bueno de José salía primero y comenzaba a silbar junto a mi puerta, señal inequívoca que me ponía en estado de alerta. A los cinco minutos ya paseábamos juntos los dos por la calle Sevilla y hablábamos de nuestras cosas o nos íbamos al Cine Goya, donde también nos encontrábamos con otras amigas mías como Pepi, Mary Carmen… A la vuelta, yo entraba primero al patio, con el temor de ser descubierta por mi hermano, y a continuación él. No llegamos a ser novios, en el sentido literal de la definición, pero éramos un par de chiquillos con la ilusión de creernos más mayores. Una vez que yo ya me vine a Madrid, José se casó con una mujer maravillosa, mi anteriormente mencionada amiga Pepi. Hoy en día son abuelos de dos nietos y me alegro de su felicidad, a pesar de que en ocasiones hayan pasado juntos por períodos donde la vida se empeña en golpear precisamente a aquellos cuya única condición es la de ser buenas personas.

 ¿Cómo no recordar también a la hermana de José, mi queridísima Paqui? Ella se fue pronto de Tánger rumbo a Francia pero recuerdo la alegría que me daba cuando todos los años venía a visitarnos. Ese era el motivo de que se organizara una fiesta en el patio donde se asaban caballas, sardinas y otros pescados, amén de unas imponentes sandías que en ningún otro sitio del mundo he vuelto a ver. Era una fiesta de mayores, pero como yo estaba todo el día con su hermano José, allí que me colaba. Hoy en día nos seguimos llamado «primos» ya que la madre del marido de Paqui era prima hermana de mi madre.

 Pero fue con Beli, la hermana de José y Paqui, con quién yo tuve más contacto. Recuerdo que tuvo la suerte de casarse con Alfonso y de irse a vivir a una casa que tenía nada más ni nada menos que bañera, algo que era todo un lujo en aquellos tiempos tangerinos. Todos los sábados íbamos José, su madre Juana y yo a bañarnos. También jugábamos a la «lotería» por las noches y nunca me faltaron los diez francos que José, a escondidas, siempre ponía en mi mano. Desgraciadamente, hace ya algunos años que Beli no está con nosotros.

 Estas líneas no son más que un simple homenaje y recuerdo a una de las familias que mejor se portó siempre conmigo en Tánger y a la que nunca he podido agradecer públicamente todo cuanto desinteresadamente hizo por mí.»