Fue hace apenas tres meses, en la madrugada de un viernes, cuando aprovechando que mi compañera Celia se encontraba en plena ascesis con repercusiones colaterales — gripe, fiebre moderadamente alta y esporádicos delirios oníricos — decidí autoservirme un whisky, coyuntura que tiene más de místico que de ascético, y, sentado ante la pantalla de mi ordenador personal, bucear por las autopistas virtuales en la búsqueda de emociones que lograran recomponer o equilibrar un bajo ánimo existencial que arrastraba desde hacía alguna que otra jornada. No había caído en la cuenta de que mi recién estrenada computadora llevaba instalado un potente sistema antivírico, por lo que el acceso a páginas de dudoso pero estimulante contenido (Celia seguía con su particular hipnosis) me fue vetado, circunstancia que por el momento agravó mi deprimido estado emocional. Ante tal tesitura, decidí dar un giro copernicano a mis frustradas y lúdicas pretensiones y pinché en el blog de mi admirada Amalia, sabedor de que en esas noches suele colgar fragmentos literarios de gran belleza formal y estilística. No recuerdo bien el contenido de su página aquella noche, pero debió ser interesante ya que enseguida me animé a insertar una poesía de mi propia cosecha. Revolví entre mis archivos y al final me decidí por una que reflejaba los sinsabores de la melancolía, como no podía ser de otra manera en aquella madrugada de ánimos convalecientes.

 En el transcurso de aquella semana y mediante mensajes en la red virtual, se estaba intentando dar cuerpo a una inminente reunión de antiguos escolapios, entre los que me incluyo. Al principio, resultó del todo agradable saber de gente a la que no habías visto desde casi treinta años atrás e, incluso, uno de ellos creó un blog específico para tal menester que sirvió para que nuestras comunicaciones fueran más fluidas y directas. Pero, paulatinamente, el asunto derivó hacia derroteros un tanto escépticos y del todo incomprensibles para mí, como el hecho de que un iluminado tuvo la brillante idea de celebrar una misa previa al ágape conmemorativo, cosa que juzgué inconveniente debido al amplio espectro ideológico que constituíamos los formalmente convocados. La guinda al pastel la puso un lumbreras que nos retó a competir en el circuito del Jarama… Total, que debido a estas y otras discrepancias, renuncié amablemente a la petición de acudir al evento, asunto que muy probablemente influyó en el bajo estado de ánimo al que anteriormente me he referido. Como suele ocurrir en estos casos, hubo gente con la que no pudimos contactar y entre ellos se encontraba un muy buen amigo, gallego, con el que compartí excelentes momentos. Me empecé a acordar de él, a imaginarme qué habría sido de su vida y, ni corto ni perezoso, le dediqué el poema que había incluido en la página de su paisana Amalia. (Está comprobado que a mí el whisky me vuelve sentimental…)

 Pasaron unos días y en la página donde habitualmente suelo escribir sobre los acontecimientos que tienen lugar a lo largo y ancho de este mundo, recibí una breve nota de Amalia indicándome que alguien quería ponerse en contacto privado conmigo. No me lo podía creer; no sé de qué manera, pero Raquel, la mujer de mi amigo José, había leído la poesía y su dedicatoria, llegando incluso a emocionarse, según sus palabras. Gracias a Amalia y a su blog, El Olivo, aquel inesperado reencuentro pudo hacerse realidad. A los pocos días, José, Raquel, Celia y yo estábamos tomando unas cervezas en Colosimos y recordando viejos e inolvidables tiempos. Les va de fábula (se lo merecen) y me alegro de corazón. Pero lo mejor es que tienen una preciosa niña, Andrea, que pinta como los ángeles y que me ha regalado un bonito lienzo de paisajes marítimos. Este detalle ha sido, sin duda, el mejor broche posible a una feliz historia de reencuentros virtuales.