Ninguno de los allí presentes albergaba la menor esperanza sobre el delicado estado de salud de la tía Rafaela. Desde aquella tarde donde, con la mayor naturalidad del mundo, afirmó que los espíritus del Más Allá habían decidido que su periplo por esta vida estaba a punto de finalizar, el ánimo de la tía Rafaela se volvió un tanto introspectivo, con una extraña y permanente sonrisa que nadie fue capaz de interpretar. Quienes habían convivido con ella sabían bien de sus excéntricas peculiaridades, una rara suerte de poder intuitivo que originaba situaciones por el todo incomprensibles, como cuando golpeaban repetidamente la puerta del apartamento de Torremolinos y, al abrir, no se encontraba nadie en el espacioso corredor del descansillo.   –«Otra vez los bromistas… ¡Cómo los pille!» — refunfuñaba el sobrino Tinín.  — «No, hijo, no cierres la puerta. Son «ellos» que vienen a verme… » — Contestaba la tía Rafaela. Tantas veces se repitió este fenómeno que, en una ocasión, Tinín salió al encuentro de los invisibles bromistas con un rifle de repetición…  — » ¿A dónde vas con eso, calamidad? ¿No te das cuenta de que vas a asustar a mis invitados?  Anda, ábreles la puerta y vete a dar una vuelta… » — Declaraba con rotundidad la tía Rafaela ante la desesperación de Tinín. Fueran ciertas o no esas extrañas alucinaciones, el caso es que la tía Rafaela dijo aquella tarde que se moría y a la semana siguiente hubieron de ingresarla de urgencia en el Hospital Pascual de Málaga, en el pintoresco barrio del Compás, aquejada por unos fuertes dolores que los facultativos no dudaron en diagnosticar como una terrible metástasis sin remedio alguno.

 El veredicto del equipo médico fue unánime y rotundo: La tía Rafaela no duraría más de una semana, siendo optimistas. Lo peor, sin lugar a dudas, eran los terribles dolores que habría de soportar la tía Rafaela como consecuencia de la invasión cancerígena y que los escasos recursos paliativos de la época no podían remediar. Toda la familia se movilizó para, en la medida de lo posible, hacer compañía a la tía Rafaela durante esos dramáticos momentos. Así, se turnaban sus hijas y sus sobrinas, Celia y Rosa. Y el primo Tinín, por supuesto. Pero pasó una semana, y otra, y otra más, y la tía Rafaela no acababa de mudarse definitivamente al barrio de los «callaos». Los sufrimientos se multiplicaban por doquier ante la inacabable agonía de la tía Rafaela, por lo que no fue extraño que la familia implorase para que el fatal desenlace tuviere lugar lo antes posible, para evitar más absurdos dolores y padecimientos en un cuerpo carcomido por la más cruel de las enfermedades. Rosa, su sobrina, estaba pasando un calvario muy particular, ya que tía Rafaela era muy querida por ella. La idea de ver padecer a su tía le atormentaba de tal manera que cayó en un estado de depresión del que tardaría meses en recuperarse.

 Una mañana, en la sala de visitas contigua a las habitaciones de los enfermos, se encontraba Rosa un tanto somnolienta como consecuencia de los ansiolíticos que no tuvo más remedio que tomar por su cada vez más incipiente depresión. Se sentía agotada y eso que su turno de vigilancia no había hecho más que empezar. Aunque trataron de reconvenirla, por nada del mundo hubiera abandonado Rosa a la tía Rafaela en esas circunstancias. Casi comenzaba a dar una ligera cabezada cuando por la puerta de la sala apareció una mujer muy mayor que se auxiliaba de dos aparatosas muletas para poder caminar. Se fue aproximando hasta donde se sentaba Rosa, la única persona en la sala hasta esos momentos, y cuando estuvo a su altura, con una vocecilla casi imperceptible, la espetó:  — «Tu eres Rosa, ¿Verdad?. Hay que ver lo que te quiere tu tía… Anda, hija, escúchame atentamente: La tía Rafaela está sufriendo mucho y quiere morirse, pero eso no va a poder ser a menos que tú hagas lo que yo te voy a proponer…» —  Rosa, sorprendida por la presencia de aquella misteriosa anciana a la que no había visto en su vida, escuchó con interés las explicaciones de la vieja:  — «Si quieres que tu tía deje de sufrir, debes ir cuanto antes a la iglesia de la Victoria, que la tienes abajo mismo, y has de rezar tres padrenuestros a la talla de San José. Date prisa; me manda la propia tía Rafaela a decírtelo. — «.  Y la buena señora, sin despedirse ni nada, se dio la vuelta y salió, dificultosamente con las muletas, de la sala de visitas. Rosa, aturdida por esta conversación, por el cansancio y por los fármacos que tomaba, decidió que no se perdía nada por acudir a la Iglesia de la Victoria y rezar esos dichosos padrenuestros al San José, tal y como le había conminado la anciana. Además, se sentía asimismo necesitada en refugiarse en la intimidad espiritual del rezo.

 Habrían pasado unos quince minutos cuando Rosa, de vuelta de la referida iglesia, se encontraba de nuevo en la sala de visitas. De pronto, el médico principal del servicio de urgencias apareció y al ver a Rosa compuso un gesto de impaciencia desatada, acompañado de un profundo resoplido:  — «¡Por fin te encuentro, Rosa! ¿Dónde te habías metido? … Tu tía acaba de fallecer…» —.  Nadie, absolutamente nadie del Hospital Pascual de Málaga dijo haber visto nunca a esa ancianita con muletas, por más que Rosa estuvo preguntando durante el resto del día. Ni conserjes, ni personal de recepción, ni enfermeras, ni celadores, ni familiares de otros pacientes, ni dependientes de la cafetería… Nadie la vio.