De toda la extensa lista de variopintos camareros y dependientes que hayan trabajado en los distintos bares, tascas y cafeterías de este peculiar barrio de Salamanca, sin duda alguna, Remigio, el eterno y delgaducho empleado del bar de don César, ha sido el personaje más pintoresco del referido gremio, un empleado de tan extravagantes hábitos que no pocos clientes acudían al mencionado bar para disfrutar con las excentricidades de Remi, como comúnmente se le llamaba. Gallego de Lugo, esmirriado, siempre peinado al agua con el típico tupé manoletino y con un asombroso parecido físico con Calleja, aquel jugador del Atlético de Madrid, Remigio era un ser tan emotivo y nervioso que no podía evitar que su gesticulación delatase sus más íntimos pensamientos; en otras palabras: Remi hablaba consigo mismo, sobre todo cuando se enfadaba o le azuzaban los clientes más dicharacheros, y suponía todo un espectáculo ver como su cabeza y manos se agitaban al tiempo que componía extrañísimas muecas con la boca. En un extremo de la barra del bar de don César encontrábanse todas las chacinas y jamones colgadas mediante ganchos y hasta ahí se desplazaba Remigio cuando se mosqueaba. Por tanto, era muy habitual verle mantener animadas conversaciones con el jamón serrano y los chorizos, para jolgorio y sorpresa, ya fuese de clientes conocidos o nuevos según el caso. En parte, este insólito comportamiento de Remigio obedecía principalmente a su desmesurada afición por el alcohol, en concreto hacia el ron caribeño de una conocida marca. Según palabras de don César, aún teniéndole vigilado, Remi no finalizaba su jornada laboral sin haberse metido en el cuerpo una botella entera del mencionado ron. Hasta por debajo del fregadero escondía Remi los cubatas ante cualquier eventual descuido de su patrón, don César. Famosa y muy comentada fue aquella apuesta que unos seres sin escrúpulos le propusieron a Remi aquel sábado en el bar, tradicional día de libranza. Le retaron a que se tomase una botella entera de Moriles en menos de una hora. Para sorpresa de todos los allí congregados, Remi se despachó hasta tres botellas del referido oloroso en la consiguiente hora. No satisfecho con eso, a continuación pidió una botella de whisky y una cubitera con hielo, dando cuenta de dos lustrosos tragos largos — «Para bajar el Moriles, que la verdad sea dicha, a mi no me gusta» —. Y tan pancho se quedó. Desde aquel entonces, a Remi se le conoció como la esponja humana, un ser cuyas capacidades de resistencia etílica no parecían tener límites. Pero Remigio, ejemplar empleado que nunca faltó a su trabajo y al que nadie se le escapaba sin pagar, era un muchacho ignorante y de escaso calado cultural, por lo que a menudo fue víctima de las tramas que gente indeseable le organizaban para sacarle dinero. Ocurrió a finales de los años setenta: Una espectacular mujer rubia, argentina de procedencia, le propuso matrimonio al bueno de Remi para únicamente adquirir la nacionalidad. Pactó con él 500.000 pesetas de la época, cantidad nada despreciable entonces, como pago por prestarse a semejante coyuntura. Ambos acabaron ante el juez en la calle Pradillo. Pero la lista aquella no cumplió su promesa y sólo le pagó 100.000 pesetas. Al ser requerido Remigio sobre tal circunstancia, con su nerviosa sonrisa declaraba:  — «Bueno, sí… Pero ¡Me la he tirado, eh!, no te vayas a pensar que soy gilipollas…» —. Hay que ver las vueltas que da la vida: Un par de años después de aquel estrafalario apaño, Remigio recibió una notificación judicial informándole de que «su» mujer había fallecido súbitamente y Remigio era el único y legítimo heredero de una gran extensión de terreno en la Argentina, además de numerosas fincas urbanas en la capital platense. Puso el asunto en manos de un abogado y algo extraño debió ocurrir, porque el abogado desapareció y Remigio siguió trabajando como siempre en el bar de don César.

 Una tarde, quién esto escribe, fue testigo de uno de los hechos más surrealistas y estrambóticos que hayan acontecido nunca en un bar de este barrio de ricos que ya no lo son tanto. Remigio tenía una personalísima perspicacia para con cualquier nuevo cliente que se decidiese a entrar en el bar de don César. Si Remigio sonreía al dar las «buenas tardes» no existían mayores problemas. Pero ¡Ay! si Remi torcía el gesto y, luego de servir al cliente, se iba a discutir con el jamón. Algo raro veía Remi que los demás no acertábamos a intuir. El caso fue que un cliente fue recibido por Remigio de esta preocupante e incierta manera. Al poco de ser servido, el tipo preguntó y posteriormente se encaminó a la zona de aseos. No habían pasado tres minutos cuando observé como Remigio salía de la barra y se dirigía asimismo a la mencionada zona de servicios. Yo me encontraba hojeando tranquilamente el periódico cuando, de pronto, me sobresalté ante la sarta de insultos e improperios procedentes de aquella zona del bar. Apareció de nuevo Remi hablando solo y se volvió a introducir tras el mostrador. Como yo sabía que bajo ningún concepto había que molestar a Remigio cuando le daba por conversar consigo mismo, esperé a que transcurriera un tiempo prudencial para preguntar qué demonios había ocurrido en los lavabos del bar de don César. No tardó en salir el cliente, colorado como un tomate y con palpables muescas de indignación e ira:  — «¡Eh, usted, venga, venga para acá!» — Le espetó a Remi — «¡Quiero que me haga entrega ahora mismo del libro de reclamaciones! ¡Esto no se va a quedar así!» —. Como en aquel momento no estaba don César en el bar y ante la gravedad del requerimiento y la imposibilidad de explicarle a ese individuo las peculiaridades de Remi, traté de intermediar.  — «Pero, disculpe, ¿Qué ha pasado? Sea cual sea el motivo, ¿No será tan fuerte como para pedir el libro de reclamaciones?»  — Pregunté, tratando en lo posible de excusar al pobre Remigio, quién seguía con su animada charla con el jamón como interlocutor. — «¿Qué no será tan fuerte?» — Me respondió exaltado aquel sujeto.  — «Mire usted por donde me ha entrado un repentino apretón y quise aliviarme en algún servicio público, dada la urgente incontinencia. Vi este bar a lo lejos y me decidí a entrar, solicitando previamente una consumición, que yo soy un hombre educado y de principios y no me gusta entrar por la cara en los servicios de los bares. Con las prisas, olvidé poner el pestillo en la puerta del excusado y, estando ya sentado sobre la taza, va el cretino este y me abre la puerta, sin llamar ni nada y, como quién no quiere la cosa, se pone a cambiar el rollo de papel delante de mis narices… » –. Tuve que realizar ímprobos esfuerzos para no caer redondo y muerto de risa al escuchar la versión de los hechos según aquel tipo y gracias a que en esos momentos no se encontraba nadie en el bar excepto nosotros tres, pude contener la carcajada a duras penas. Al final, desplegué todos los recursos posibles para que aquel señor desistiera en su actitud de solicitar el fatídico libro de reclamaciones. Insistiendo mucho, haciéndole ver que Remi tenía algún que otro tornillo suelto, pude convencer a aquel indignado cliente, sorprendido en plena faena evacuativa, quién se largó lanzando amenazadoras advertencias por su boca. Una vez fuera el individuo, Remi se acercó hacia mí y me dijo:  — «¡Tío hijoputa ese! Vamos, encima, ¡No te jode!, Si no le llego a poner el papel, ¿Con qué se hubiera limpiado, eh? ¿Con qué?» –. Ya no pude contenerme más y mis risotadas llamaron la atención de los transeúntes que pasaban junto a la puerta del bar de don César. Afortunadamente, Remi pareció contagiarse con mis estruendosas risas y, hecho inédito en él, me invitó a un cubata.

 Pasaron los años y los excesos espirituosos de Remi acabaron por pasarle factura. Con resignación, don César me comentaba que no había día donde no le «colocaran» un billete falso de mil pesetas a un Remi que ya andaba algo más que despistado. Remi cayó en la más absoluta decadencia y abandono personal cuando conoció a aquella cubana quién, lejos de intentar contener los desvaríos alcohólicos de quién se suponía era su enamorada pareja, acabó por desplumar del todo al pobre Remigio, quién acabó por tener problemas para pagar la pensión donde se alojaba. Ya no hubo quién se hiciera cargo de Remigio, una torpe marioneta manejada con precisión por toda la familia de cubanos que, poco a poco y mediante los ahorros de Remi, fueron instalándose en España. Cumplido el objetivo, la cubana mandó a Remi a freír espárragos y el pobre camarero no se recuperó nunca de tan incalificable desengaño. Se presentaba totalmente embriagado en el trabajo y empezó a mostrar síntomas de delirium tremens al no poder beber ante la estricta vigilancia que dispuso don César. Finalmente, no quedó más remedio que prejubilarle y, con la intermediación de los servicios sociales, arreglarle el cobro de una pensión vitalicia. Remi se largó a su tierra y, según algunas informaciones, logró recuperarse en parte de su adicción al alcohol. Los cubanos siguen en Madrid.