Ya en el improvisado refectorio el padre Joao nos había advertido sobre los riesgos digestivos de la monumental feijoada que las hermanas pasionistas estaban preparando para festejar la reinaguración del humilde convento paulista, un bello y apartado lugar donde los infernales ruidos de la megalópolis suramericana se trocaban con bellos cánticos floreados de los sabiás que por allí abundaban. Mi amigo Pacho se había empeñado en que visitáramos el lugar en tan conmemorativa fecha y, gracias a sus influencias y pese a mis socorridos ruegos en sentido contrario, me ví compartiendo mesa y mantel con los venerables religiosos que gozosamente celebraban la remodelación de una vetusta capilla. Y, por si no fuera poco, no pude eludirme ante la reiterada e insistente invitación para ayudar al mencionado padre Joao en la celebración del sagrado oficio que tendría lugar durante la tarde, luego del evento gastronómico.

 No escatimaron en viandas los religiosos allí citados para la comida de hermandad, consistente en toda una serie de apetitosos entrantes (farofas, acarajés, pinchitos de frango…) y seguida de la ya mencionada feijoada, con sus judías negras, cerdo, embutidos, hortalizas y demás guarniciones. Observé como los dos muchachos mulatos, Zé y Nelsinho, que iban a ejercer como monaguillos en la posterior misa, se estaban pegando un monumental atracón con las prisas comprensibles de quienes cotidianamente pasan más hambre que Carpanta. De postre, abacaxí, mamao y olhos de sogra. Y, por supuesto, no podía faltar un poquito de cachaça como licor de reconocidas propiedades terapéuticas. Aunque comprobé como los naturales de allí tenían por costumbre ingerirlo antes de la xantada propiamente dicha, yo me aferré a mis costumbres hispanas y me apreté un par de vasitos, con el aroma de un buen puro que un amable cura tuvo a bien de ofrecerme. Exquisita comida que bien merecía una siestecilla… Pero, a Dios no le gusta que le olviden y tras hora y pico de tertulia, nos encaminamos hacia la iglesia para agradecer al Altísimo la buena conclusión de las obras… Y el ágape, claro.

 Durante la liturgia noté como Nelsinho, el monaguillo mulato, se llevaba la mano repetidamente sobre su panza al tiempo que hacía muecas ostensibles de padecer una repentina incontinencia digestiva. Intenté, de la mejor forma que pude, suplantar las obligaciones más dificultosas del menino en el proceder de la concelebrada misa. Instantes previos a la solemne consagración, la carilla de Nelsinho era toda una paleta multicolor que mezclaba graciosamente los colores propios de su piel con el pálido y el amarillo sudoroso. Fue alzar el padre Joao la hostia en plena transubstanciación cuando el respetuoso silencio de tan trascendental momento se vió rasgado por el inapropiado regüeldo del garotinho, provocando alguna carcajada rápidamente amortiguada por los siseos de la atónita feligresía, amén de un indescriptible aroma que todos los que rodeábamos el altar pudimos experimentar. El padre Joao no pareció inmutarse. Ya en la comunión, un aliviado Nelsinho procedió a guardar las hostias sobrantes en el copón al tiempo que preguntaba en voz baja al padre si deseaba que echara más vino o agua en las vinajeras: –«¿Echo, padre, echo?» — Y soy testigo de que el padre Joao, que en ese momento limpiaba sus manos con el manutergio, contestó con la misma débil entonación: –«Ya que echaras las tripas, hijo de puta» — Y a continuación se santiguó como si nada. La Eucaristía concluyó con un concierto de murmullos, en absoluto, espirituales.