Ya enfilando la calle Alcántara desde Ayala, Ramón avisaba al vecindario de su inminente acto de presencia haciendo sonar rítmicamente el claxon de su viejo y exótico Chrysler  — ¿De dónde habría sacado ese trasto? –, saludando y sonriendo a todos aquellos que observaban la escena. Así era Ramón, el eterno guarda del turno de tarde en el garaje más próximo al bar de mi padre. Canijo, esmirriado, flaco como un espárrago, desaliñado, con un bigotillo canoso a la moda franquista y bien entrado en años. Con Ramón no había lugar para la tristeza o los lamentos. Este hombre, insaciable juerguista, era la alegría personificada, la explosiva e instantánea carcajada. No eran pocas las veces que, ataviado con un mono azul que pedía a gritos un lavado, entraba en el bar chasqueando los pulgares y canturreando el «A tu vera » de Lola Flores, y no digamos si alguna bella dama se hallaba de rondón en el bar… Porque, pese a su aspecto descuidado y su sospechoso olor corporal, Ramón tenía tal capacidad de labia y seducción que no había hembra, en disposición, que se le resistiese. ¡Menudo Don Juan urbano que estaba hecho el bueno de Ramón!  Sus conquistas amorosas eran sonadas y comentadas en todo el barrio, sobre todo los sábados previos a la libranza, cuando acudía bien trajeado (es un decir) y aseado (sólo las partes visibles) a una sala de baile con orquesta próxima al cine Benlliure. Si entraba solo, salía bien acompañado y si entraba acompañado, salía aún más acompañado… Y de ahí al armatoste del Chrysler y a cenar chuletas a San Fernando. Después, sólo él lo sabía, aunque en la intimidad me contaba tales proezas que dejaban mi ánimo, por comparación, seriamente desconsolado.

 Pero, ciertamente, toda esta vida licenciosa resultaba prohibitiva para la modesta economía de un humilde guarda de garaje, así que Ramón no tenía más remedio que ingeniárselas para conseguir unos ingresos extras, asunto nada complicado ya que Ramón era capaz tanto de desmontar el motor entero de un coche y volverlo a montar, como de acometer la instalación eléctrica de un edificio. Pero también de otros menesteres menos inocentes, como cuando le observé en el garaje pintando una serie de patas de jamón que iba sacando concienzudamente del enorme maletero del Chrysler.  — «No es nada. Doy una manita de pintura negra en la pezuña y así parecen jamones de reserva; de esta forma los puedo revender por más dinero…» —  — «Pero, ¿Ramón?» — Pregunté con ciertos aires recriminatorios. — «¡Qué no, Leiter! No es lo que te piensas. Este método es muy común… Además, ¿No irás tú a desconfiar de mí? Que yo soy un hombre hecho y derecho… Y de derechas» –-. Pero yo seguía desconfiando ante el más que sospechoso procedimiento. En otra ocasión me requirió: — «Oye, Leiter, tú que tienes máquina de escribir. A ver si me puedes redactar un anuncio para echarlo en los buzones» —  — «Claro. ¿Qué quieres que ponga?» —  — «Pues… Hum… Se arreglan enchufes, persianas y todo tipo de trabajos caseros…» –. Y justo al dictarme esta última frase, me miró y comenzó a reírse, ladeando la cabeza de izquierda a derecha. Una tarde pude apreciar como mantenía una prolongada e íntima conversación con mi padre en el rincón más apartado del bar. Al día siguiente, Ramón me pidió las llaves del almacén y fue descargando una serie de cajas de licor que extraía dificultosamente del maletero del Chrysler. Nunca pude adivinar qué tipo de negocio se trajeron entre manos, pero lo cierto es que muchos clientes, durante algunos meses, se me empezaron a quejar de que el viejo whisky español con categoría internacional no tenía el mismo sabor de siempre.

 Una sobremesa de sábado, el encargado del garaje se presentó de imprevisto en el local e interrogó a Ramón sobre el origen de ciertos vehículos que no se correspondían con los oficialmente consignados en las respectivas plazas. No resultaron convincentes las explicaciones y Ramón fue fulminantemente despedido. Entró sonriendo en el bar y pidió un moscatel, como de costumbre.  — «¡Qué bien!  Me han largado del puto garaje. Ahora, con lo del finiquito, me llega de sobra para apañarme hasta la jubilación… Bueno, ¿Qué, Leiter? ¿Te vienes conmigo a bailar?. Ya verás qué mozas…» — Pese a las numerosas jaranas y excesivas fárragas que su cuerpo hubo de soportar, Ramón todavía sobrevive. Si alguna vez pasáis por Huete no dudéis en preguntar por él si os encontráis con ganas de diversión. El cachondeo, con Ramón, estará asegurado.