Fue una idea brillante la de Pedro: Se largó unos días a Nueva York y consiguió traernos un aparatejo portátil donde podían reproducirse los CDs, formato musical algo inédito todavía en España. Pero lo mejor no era el cacharro en sí, verdadero prodigio tecnológico de la época, sino una clavija que permitía que tres auriculares fueran simultáneamente adaptados para escuchar el disco en cuestión. Así, este artilugio se convirtió en un irremplazable compañero nuestro durante aquellas noches de sábados donde, luego de cenar juntos en La Montería, el mencionado Pedro, Juan Miguel y un servidor nos escapábamos al Churchill´s para tomar una copa y de paso conectar el reproductor celular de compactos para poder analizar conjuntamente los distintos CDs de música clásica que poco a poco iban reemplazando a nuestra ya vetusta flota de vinilo. A juzgar por los gestos de la concurrencia, debía ser todo un espectáculo ver de madrugada en un pequeño pub inglés de barrio a tres veinteañeros como nosotros, sentados alrededor de una mesa, con discos y partituras orquestales esparcidas, dirigiendo en ocasiones una imaginaria orquesta con el cigarrillo a modo de batuta y dando cuenta de unos más que numerosos cubatas. Vivíamos por y para la música clásica pero no por ello renunciábamos al placer de tomar unos copazos como cualquier joven de nuestra edad. Además, no molestábamos a nadie por el hecho de escuchar y discutir sobre música culta por medio de unos silenciosos e íntimos auriculares. El poco público que podía albergar el pequeño Churchill´s era mayoritariamente del barrio, compuesto por gente de avanzada edad que no veía con malos ojos nuestra extravagante afición.

 Pero también discutíamos ¡Vaya que si discutíamos! Como en aquella ocasión donde entre los tres recopilamos siete versiones distintas de la Fantástica de Berlioz y no nos pusimos de acuerdo a la hora de valorar cuál era la interpretación más inspirada. Pedro tiraba por Karajan, como siempre. A Juan Miguel le gustaba una infumable –para mí — versión de Abbado y yo trataba de convencerles de las bondades cristalinas de la grabación de Colin Davis. No hubo manera. Nos dieron las cinco de la mañana enfrascados en tal formidable discusión estilística que Xosé, el jugador gallego que a esas horas ya había sido desplumado, nos advirtió: — «¿Qué carajo es eso de la anacrusa?. Oye, no me estaréis insultando…» –.Pero también vivimos momentos inolvidables. Una noche nos tocaba análisis de la Séptima Sinfonía de Bruckner — la obra musical más grandiosa jamás compuesta — y allí estábamos con la voluminosa partitura orquestal y el CD (Versión de Jochum) preparado para la audición. Algo no funcionó y el aparato reproductor de música se negó a trabajar esa madrugada. No desesperamos. Nos despojamos de los auriculares y mentalmente comenzamos a «interpretar» la sinfonía merced a la partitura y al mango de la inseparable cachimba de Juan Miguel que nos iba marcando el compás sobre el papel pautado. Fue la hora y media más alucinante que yo haya podido experimentar nunca en mi vida. Imaginando música, sin música, atentos a cualquier novedoso descubrimiento de tan colosal obra maestra que fuésemos capaces de descubrir mediante la conjunta y pormenorizada lectura. Acabando el Adagio, tras la sólida pompa fúnebre de las ocho tubas wagnerianas, Pedro nos interrumpió; tenía los ojos enteramente nublados:  — «Fijaos… En pianíssimo y va soltando toda la madera… (*Instrumentos de la familia de las maderas: oboes, fagots, clarinetes…) ¡Entra toda la puta orquesta y no te das cuenta! ¡Esto es la hostia! ¡Joder con el Bruckner…! Esto es insuperable» — Hoy en día, cuando vuelvo a escuchar este fragmento, me emociono hasta el llanto íntimo.

 Lo más extraordinario de aquellas veladas fue que algunos clientes que jamás habían oído hablar de Mozart o Bach comenzaron a interesarse por ciertos aspectos de la música clásica y nos pedían asesoramiento o explicaciones más o menos técnicas. Estuvimos encantados de poder otorgar respuestas convincentes a sus curiosas y lógicas preguntas y nos sentimos muy orgullosos de ello. Por contra, otros clientes se preguntaban si no era mejor que a esa edad saliéramos a divertirnos con chicas y abandonáramos esa afición tan aburrida… Nada de eso. Nuestra pasión era la música; ya habría tiempo y lugar para lo otro. Pasaron los años y, en efecto, con nuestras primeras novias formales nos fuimos inevitablemente separando. Hasta cierto punto era ley de vida. En definitiva, sólo éramos tres jóvenes que soñábamos con poder dirigir algún día una orquesta sinfónica.