Todos en Tánger se preguntaban de dónde procedían aquellos pensamientos tan terriblemente macabros de Pepito, aquel jovencísimo chavalín hijo de la Tía Rafaela. Con apenas siete añitos, afirmaba que éste no era su mundo, que su verdadera ubicación personal se encontraba más allá de la tapia del antiguo cementerio que servía de límite geográfico a la colonia española en la calle Josafat. Las excentricidades místicas de Pepito preocupaban a todos, pero mucho más a su madre, la legendaria Tía Rafaela. Más aún cuando, en plena y terrible tormenta, como nunca se había conocido en Tánger, las mujeres lloraban desconsoladas ante el imparable avance del agua que ya inundaba los patios de la empinada calle de Sevilla. Aquello parecía el bíblico diluvio, días y noches lloviendo sin parar, cuando el joven Pepito le dijo a su madre: — «Tranquila, mamá; como este no es mi mundo y dentro de poco me iré con los míos, voy a rezar para que cese la lluvia» — Y, de manera inexplicable, según los más viejos del lugar, súbitamente dejó de llover y no volvió a hacerlo hasta la nueva temporada. Los patios, aquellos patios misteriosos de Tánger donde moraba la gente humilde, se habían podido, milagrosamente, salvar. Pero la Tía Rafaela seguía preocupada… Al poco, mandó a Pepito al bakalito más cercano a comprar unos mixtos (cerillas) para poder encender el quinqué. Pepito se paró en el trayecto y observó a unos chavales que estaban jugando al trompo (peonza). Comenzó a sonreír mientras uno de los chiquillos se disponía a lanzar el artilugio. Pepito cerró sus ojitos y dispuso sus manos en modo orante, juntando las respectivas palmas. La casualidad, o como se quiera llamar, hizo que la peonza rebotara en un quicio y que saliera incontroladamente despedida al aire… Poco pudieron hacer los médicos para, después de extraer la púa de la peonza de la sien del infortunado Pepito, evitar que la herida se infectase sin remedio. Pepito falleció antes de acabar la semana, sin dolores, sin lamentos, con la enigmática sonrisa que incluso perduró y conservó pasado el maléfico trance.

 Por más que pasaran los años, la Tía Rafaela acudía puntualmente al antiguo cementerio de españoles, hoy reubicado en el conocido Boubana, junto al Zoco de los Bueyes. Siempre ataviada con aquel pañuelo sedoso al que tanto cariño tenía y que era la mejor reliquia posible de su malogrado Pepito. Aquel pañuelo, sí… Pepito siempre lo llevaba encima, como extraño e inseparabe artilugio de ascéticas connotaciones. Y allí, junto a la tumba de Pepito, la Tía Rafaela se pasaba horas y horas hablando con el chaval, según sus propias palabras. Algo de cierto debía haber porque cuando regresaba al Patio Eugenio, la tía Rafaela mostraba una inexplicable y gozosa expresión, algo impropio de alguien que va a recordar a sus seres queridos en cualquier camposanto. Una mañana, de nuevo en la temporada de lluvias, partió la Tía Rafaela rumbo a la puntual cita esotérica con su fallecido hijo Pepito. Luego de las conversaciones de rigor, la Tía Rafaela tomó la senda de vuelta, intentando resguardarse de la fortísima tromba de agua que asolaba de nuevo la ciudad de Tánger. Ya en el patio, con la Josifa (especie primitiva de fregona) intentaba por todos los medios achicar el agua que amenazaba con un dramático desbordamiento cuando, de pronto, exclamó horrorizada: –«¡El pañuelo. El pañuelo de Pepito…!» — Cayendo en la cuenta de que había olvidado dicha prenda en el cementerio, dejó todo y salió corriendo impetuosamente hacia el camposanto en busca de la tristemente olvidada seda. Fue tarea en vano. El viento que acompañaba a la tempestad habría desplazado al pañuelo sabe Dios dónde y por más que buscó y rebuscó, calándose hasta los huesos, la codiciada prenda no fue avistada. Cuentan que la pobre Tía Rafaela cayó en un desánimo que a poco le cuesta la vida. ¡Maldita la hora en que se extravió aquel dichoso pañuelo!

 No volvió a acudir la Tía Rafaela al cementerio. Su familia y allegados se mostraban inquietos ante la negativa de la Tía para salir, no ya hacia el cementerio, sino de su propio patio. Algo extraño le ocurría a la Tía Rafaela. Pero un tarde, por sorpresa y, canturreando aquella cancioncilla árabe que tanto le gustaba a su difunto Pepito y que resaltaba en su lírica la virtud de los nardos, salió sonriente y dichosa hacia el camposanto. Rosa, su jovencísima sobrina, la siguió a hurtadillas, intrigada por la extraña y sorpresiva conducta de Tía Rafaela. Parecía como ausente, solitaria, sonriendo y saludando con efusividad a los vecinos con los que se cruzaba y con la reiterada letanía de aquella cancioncilla que hablaba de los nardos… Llegó al lugar donde se ubicaba la tumba de Pepito y dirigió su mirada a la cruz que adornaba la humilde sepultura… Allí estaba colgado el pañuelo; aquel pañuelo por el que tanto había llorado. Acto seguido, se dio la vuelta y pilló por sorpresa a una desprevenida Rosa. — «¿Por qué me has seguido, Rosita?.  Mira que eres curiosa… Ay, mi niña» — Dijo ante la ruborizada cara de Rosa, inquieta por sentirse descubierta.  — «Mira, el pañuelo. Ya lo tengo. Mi Pepito lo ha puestro aquí para que no lo vuelva a perder. Ven, Rosita, mira esto. ¿Ves esas florecillas que han brotado alrededor de la tumba?» —

 — «Nardos..¡Son nardos!» — exclamó Rosa, cariacontecida.