Don Senén se sintió indispuesto volviendo de misa aquel tórrido sábado por la tarde. Ya en el interior del portal, doña Lola observó el mal aspecto de aquel vecino tan solitario como huraño.  — «¡Se encuentra usted bien, don Senén?» — Preguntó doña Lola, la portera. — «No… Estoy como mareado» — Acertó a responder. Y doña Lola, que de estas cosas entendía un montón, pensó: — «Este hombre está más tieso que la mojama. Hace ya dos meses que no me paga los recibos. Le haré una pipirrana, que apetece con esta calor…» — Y una vez que hubo doña Lola cerrado el portón de acceso a la finca, preparó la pipirrana y bajó con ella al piso de don Senén. Llamó a la puerta, pero nada, no hubo contestación. Doña Lola insistió, infructuosamente.  — «¡Ay, pijo! ¡Qué a éste le ha dado algo!» —. Sin dudarlo, bajó al bar y telefoneó a la policía… Las sospechas se confirmaron cuando el agente de la Policía Armada logró forzar la puerta y, ante el agudo chillido de doña Lola, efectivamente, don Senén se encontraba más tieso que la mojama, desnudo de cintura para arriba y tumbado en la cama con la lengua hacia afuera. Tras las pesquisas, que duraron más de la cuenta al producirse el óbito durante el fin de semana, se averiguó que don Senén no tenía familia conocida, ni amistades, ni nada de nada. En un alarde de bondad, doña Lola solicitó al juez de guardia que, al menos, dejaran velar allí el cadáver para que los vecinos pudieran presentar sus respetos, ya que  — «Pobrecico mío, está tan solico él y era tan buena persona… ¡Qué penica me da que se vaya al otro mundo sin que nadie le rece un Padrenuestro…!» —. El juez, conmovido ante las expresivas condolencias de doña Lola, accedió a sus peticiones. Con las primeras luces del domingo, se presentaron los de la funeraria con el arcón.  Doña Lola los esperaba en el portal. — «Buenos días, ¿Dónde está el muerto?» –. — «Segundo izquierda» — Contestó Doña Lola.  — «Muchas gracias» –.

 Dispusieron el féretro con los restos del infortunado don Senén en el salón principal de la estancia, ligeramente inclinado de arriba hacia abajo mediante dos frágiles soportes de madera y escoltado por cuatro roñosos portavelas que doña Lola se apresuró a encender. Fue por la tarde, tras las calurosas horas de la siesta, cuando casi la totalidad de los vecinos acudieron al piso del fallecido para rezar algún que otro Rosario y, de paso, enterarse de algún chismorreo sobre la vida de don Senén. Doña Angustias, la nonagenaria madre de doña Lola, la portera, no paraba de decir:  — «Guarden silencio, que está de cuerpo presente. Guarden silencio, que el Señor nos va a castigar» –. Pronto comenzaron algunos a trastear en los cajones y armarios del piso, siguiendo la iniciativa de una curiosa doña Lola. Sobre un aparador, la señorita Trini, la costurera, halló unas tijeras italianas. Doña Lola sentenció:  — «Guárdelas usted, señorita Trini; total, van a ir a la basura…» —. De pronto, el tío Belarmino apareció en el salón portando una aparatosa gramola.  — «Mirad lo que he encontrado… Esto… Si nadie la quiere…» –. Doña Balbina, la antigua propietaria del futuro bar de mi padre, puntualizó:  — «Las botellas de aguardiente que hay sobre la repisa están sin empezar. Yo las podría dar salida en el bar…» –. Y, mientras, doña Angustias con su letanía:  — «Un respeto, un respeto, que nos va a castigar el Señor» –-. Iba transcurriendo la tarde cuando el sofocante calor del mes de julio motivó a que doña Lola abriera las puertas del balcón de par en par, al tiempo que murmuraba a la anciana de doña Angustias:  — «Madre, échele unas goticas de anís al muerto, que empieza a oler…» —. Don Pío y doña Lola mantuvieron un conato de discusión acerca de sobre quién de los dos tenía más derecho a quedarse con una cubertería. Finalmente, llegaron a un acuerdo y la cubertería fue a parar a doña Lola mientras que don Pío se quedó con la suntuosa lámpara del dormitorio principal. Bien entrada la tarde, doña Angustias solicitó de su hija «un bocadillico de chuchaina, que le estaba entrando el apetito». Doña Lola, en un gesto de impecable cortesía, preguntó a los allí reunidos si les apetecía picar algo y viendo como era tan satisfactoriamente recibida su propuesta, subió a su piso de la azotea a preparar unos cuantos bocadillos, llevando consigo dos pesadas maletas repletas de trastos que habían pertenecido al allí presente fallecido. Para no ser menos, doña Balbina abrió un par de botellas de vino que formaban parte de la extensa bodega que se había apropiado. Ante las peticiones y súplicas de don Pío, también desprecintó una botella de Anís del Mono. Y allí se encontraba todo el vecindario junto al cadáver, dando buena cuenta de los generosos bocadillos que había elaborado doña Lola y catando los buenos caldos de las botellas que se habían descorchado.  — «No beba usted tanto, madre, que le va a sentar mal. Y el anís, ni lo pruebe» — Advertía doña Lola a su anciana madre. Esta replicaba:  — «Solo un poquico, sólo un poquico… Tengan un respeto, señores, que nos va a castigar el Señor» –. Como era inevitable, los ánimos subieron del todo como consecuencia de la ingesta de vino y anís. Doña Balbina, muy a su pesar, no tuvo más remedio que abrir otra botella, esta vez de cognac. Ya de noche y, aliviados por una confortable brisa que entraba por los ventanales del balcón, doña Lola sugirió:  — «Ande usted, señor Mino; ponga a funcionar la gramola esa, que tiene usted ahí muchos discos…» –. Y el tío Belarmino empezó por Luco Gatica, pasando por Jorge Negrete, para acabar pinchando pasodobles en la gramola. Algunos de los presentes se echaron un bailecito y todo, ante el aplauso de los reunidos y la total despreocupación del muerto. Doña Angustias advertía:  — «Un respeto, por favor, que nos va a castigar el Señor… Ande, don Pío, écheme un poquico más de anís» –.

 La brisa dio paso a un considerable viento producto de la tormenta eléctrica que se desató. No pareció preocuparles a los allí presentes, que seguían con su improvisado jolgorio. Doña Lola se arrancó con sus picantes acertijos… Y, de pronto, un descomunal golpe de viento seguido de una formidable detonación sonora, consecuencia de la caída cercana de un rayo, acabó derribando por completo el catafalco del muerto, que cayó del féretro ante el pavor de los allí presentes. De no ser por la rápida intervención de doña Lola, las velas rodando por el suelo hubieran acabado por provocar un incendio. Al pobre don Senén tuvieron que recolocarle de nuevo en el ataúd. Mientras procedían con tan macabro ejercicio, doña Angustias comentaba:  — «¡Ay, que nos ha castigado el Señor! ¡Ay, que nos ha castigado el Señor!… Don Pío; mire usted a ver si queda una miajica más de anís… «–.

Los hechos aquí descritos tuvieron lugar unos pocos años antes de que un servidor viera la luz por primera vez. Me fueron dados a conocer en dos distintas versiones correspondientes a dos testigos directos. No pude apreciar diferencias sustanciales entre las mismas.