No había remedio que no pudiera apañar Campos, aquel portero rechoncho y menguadito de una finca de los pares de la calle Alcántara. Siempre con excelente sentido del humor, caracterizado por el súbito enrojecimiento de su bigotuda cara cuando se reía (carcajadas que derivaban en un irremediable ataque de tos tabaquera) Campos se ofrecía como solución a cualquier menester de un vecindario que sabía de sus mañas y manejos. Y, así, arreglaba enchufes, persianas, griferías atascadas, desconchones e incluso ejercía como practicante y doctor improvisado de urgencia. De esta forma conseguía unas pesetillas que no venían nada mal para llegar sin apuros a final de mes, máxime cuando tenía mujer y dos varones a los que alimentar (según lo criterios de la época). Siempre con su terno gris de conserje y con un extraño aroma que provenía de sus remendados zapatos de rejilla, situación por la que su presencia, bien pudiera decirse, primero se olfateaba y luego se visualizaba. Pero Campos tenía su pequeño orgullo, faltaría más, argumentando que todo su buen oficio lo aprendió durante los años de guerra. Razonaba sus conocimientos con gran solemnidad y resultaba curioso verle caminar con su sempiterno pitillo en la mano izquierda, con la cabeza inclinada hacia la derecha y con una sonrisa de quién se siente seguro de sí mismo y con grandes dotes de mando y autoridad.

 Le encantaba charlar de política con todo aquel que le ofreciera tal posibilidad, despotricando de la República y alabando las virtudes de los «nacionales», aunque se expresaba con un tono tan bajo, como su estatura, por lo que a duras penas se le entendía nada. Sólo se adivinaba algo por la coletilla con la que finalizaba sus incomprensibles monólogos: » ¿Sabeuhté? «. Por ello, uno advertía que sus relatos debían ser del todo confidenciales y exclusivos. Había pasado tantas calamidades durante la guerra que es muy posible que ese fuera el motivo por el que sus métodos de improvisado quirúrgico eran temidos por toda la chavalería del barrio; por la aparente brutalidad y firmeza con que los acometía. Así, una tarde me agarró de la mano por sorpresa: — «A ver ese dedo, que me ha dicho tu madre que lo tienes infectado. Hum… » — Se decía asimismo colocándose unas gafas de pasta marrón — «… Nada. Hay que abrir.» — Sentenció ante mi expresión de pánico. Acto seguido me llevó hacia el destartalado chiscón donde ejercía como portero y comenzó a preparar los utensilios para la breve intervención sanitaria de mi infeliz dedo. Apunto estuve de desmayarme ante la visión de un instrumental que parecía más propio de la Inquisición, con el añadido de la precipitada condensación que, en la diminuta y mal ventilada estancia, provocaban las mencionadas fragancias procedentes de sus extremidades inferiores. Presto, manipuló una tenaza y al instante la uña entera de mi dedo índice izquierdo saltó por los aires, con la consiguiente y llamativa hemorragia. — «Ya está. Arreglado. ¿No me dirás que te he hecho daño?. Anda, quejica, que eres un quejica…» –. Yo ya sudaba en frío cuando me colocó un apósito sobre la herida y me despidió no sin antes recordarme que dentro de tres días tendría que retirarme la venda para observar si todo el proceso iba por buen camino. Algo extraño debió ocurrir porque, luego de pasarme tres días aterrorizado y sin poder pegar ojo, llegado el momento de la exploración, la venda se había pegado a la carne viva y no había manera de poder retirarla. Mis gritos, llantos y súplicas debieron oírse por toda la calle, ya que al poco, vino doña Lola (la portera de la casa de mis padres), también mujer de armas tomar, y aprovechando un descuido mío en la confianza cuasi maternal que esta mujer me otorgaba, me inmovilizó y gritó: — «Tire ahora fuerte, señor Campos, a ver si ya se despega la venda de una vez…» —.  Mi triste consuelo fue comprobar como Campos se reía al observar un trozo de yema adherido a la rebelde venda que, finalmente, se despegó. — «Claro, ¿Cómo iba a salir así? La debí de pegar con mucha presión… ¿Pero por qué lloras, Leiter? ¡Si ya ha pasado…!. Tendrías que haber estado en la guerra, cuando a un mozo tuve que amputarle dos dedos con la navaja al rojo… ¡A ese sí que lo tuvimos que atar!» –.

 Los domingos, después de meter el cubo de la basura en su finca, venía con su traje al bar y se apretaba una o dos copitas de brandy. Se sentaba alrededor de una mesa junto a taxistas y otros porteros del barrio y sabíamos que hablaba sobre política cuando bajaba el tono de voz y observábamos las caras de incomprensión del resto de los tertulianos. Con sus defectos, sus bárbaros procedimientos quirúrgicos y su mareante olor de pinreles, Campos se hacía de querer por todo el vecindario. Ya han pasado muchos años desde que se jubiló y se largó a su pueblo de Ciudad Real. Hace poco, alguien me comentó que había fallecido. Sin duda, en ese sitio al que llaman Cielo, Campos tendrá bien dispuesta su oxidada caja de herramientas para solventar cualquier incidencia que eventualmente pueda surgir.