Este comentario se lo dedico a Marian, la funcionaria de Correos, por sus inigualables dotes para elevar el ánimo de las personas incluso en los días de incesante lluvia.

 Últimamente vengo observando como en este madrileñísimo barrio de Salamanca se desatan las más enconadas disputas dialécticas por asuntos que a primera vista carecen de la menor relevancia. A menudo, ciertas personas, generalmente de avanzada edad, parecen tener una especial sensibilidad ante cualquier acontecimiento que no sea de su agrado y manifiestan su repulsa urbana mediante acalorados aspavientos y no menos contenidas diatribas. El problema reside en que dichas personas, envalentonadas ante el ignorado silencio de una conciudadanía más preocupada por sus íntimos asuntos que por superfluas querellas, van adquiriendo paulatinamente un extraño síndrome de vigilancia callejera y se van transformando, consciente o inconscientemente, en auténticos guardianes de un particularísimo modo de entender la convivencia y para ello se dotan de una autoridad que, en absoluto, nadie les ha conferido. En consecuencia, determinadas situaciones que bien pudieran resolverse con una simple aclaración acompañada de una sonrisa y que, a buen seguro, son producto del acelerado frenesí con que se abordan las cotidianas labores profesionales en estos tiempos que corren, derivan en auténticos conflictos abiertos más por las rudas formas censurantes que por el hecho censurable en sí. Y ello repercute en la visión un tanto estigmatizada — y, a veces, con razón — que se tiene del barrio o más bien de sus vecinos por todos aquellos que, sin vivir aquí, no obstante realizan y ejecutan sus diarios quehaceres.

 De esta manera, es muy de agradecer la franca predisposición de otro tipo de personas que, con su natural y fresca espontaneidad, coadyuvan a un mejor y más bello entendimiento entre sus semejantes. Para estos seres, las reglas más básicas de la sociabilidad consisten en unir y no es destruir; en sonreír y no en dramatizar; en dialogar y no en imponer… De forma que jamás tratan de trascendentalizar pequeños desajustes del comportamiento humano a sabiendas de que son inherentes a tal condición. Merced a esa virtud del camarero que nos recibe con una sonrisa, del conserje que nos otorga toda su amabilidad y predisposición, del cartero que nos trae multas adoptando una expresión de fraternal solidaridad, del cajero que nos resuelve puntualmente cualquier duda a la hora de pagar, del repartidor de prensa gratuita que adopta cara de cómplice si le pedimos dos ejemplares, del taxista que nos solicita qué tipo de emisora radiofónica queremos escuchar durante el trayecto, del mensajero que atentamente se disculpa si se equivoca de puerta, del vigilante que nos informa de aspectos que van más allá de su estricto cometido… Es posible crear un clima de concordia lejos de las tortuosas aplicaciones de aquellos que consideran que hay que salir a la calle con el revólver cargado. Y, a veces, por fortuna, se consigue, pese a que lamentablemente siempre seamos susceptibles de coincidir con patéticos individuos que con sus agresivos y vanidosos comportamientos consiguen amargarnos un día que se presumía feliz.