A Carlos, veterano coronel de aviación en la reserva, le agradaba mi presencia en las horas previas al sueño nocturno, cuando solíamos compartir la melancolía de las causas perdidas y algún que otro whisky de genuino carácter carpetovetónico en la tabernita andaluza situada al final de la calle Alcántara. Por esos incomprensibles caprichos de la vida que se empeñan en premiar a los malvados y castigar a los que siempre arrimaron el corazón, el viejo Carlos se encontraba más solo que la una. Económicamente desahogado, pero con la soledad de quienes ya comprendieron que el verdadero amor y la amistad no se compran con dinero. Aunque, dicho sea de paso, Carlos tardó muchos años en aprender esa lección. Así que cualquier improvisado interlocutor de barra servía para mitigar la ausencia existencial del antaño piloto de cazas. Y, por lo que a mí respecta, me gustaba escuchar en boca de Carlos alguna aventurilla aeronáutica contada en primera persona. Muchas veces las repetía, por lo que averigüé que Carlos, con sus defectos, era un tipo sincero.

  Aquel miércoles de Pascua, Carlos me sorprendió visionando las ilustraciones de un abandonado libro de ficción en la tabernita andaluza. Un fuerte olor a escepticismo debió despedir mi sonrisa ante la contemplación de unos curiosos artefactos voladores que servían de apoyo a los insólitos relatos de aquel libro, por lo que no tardó el viejo Carlos en someterme a la pregunta de rigor: –«¿Crees en ellos, en los platillos volantes?» — «No digo que no existan» — Afirmé — «Pero entiendo que es un concepto más filosófico que tangible. Las enormes distancias siderales suponen un muro infranqueable para cualquier hipotético contacto entre seres de diferentes mundos…» — «Claro» — Me contestó Carlos — «La puta Teoría de la Relatividad, ¿No?» — Y le asentí afirmando con la cabeza. Carlos se aferró al vaso de tubo y con la mirada dirigida hacia el infinito cosmos que ya su mente barruntaba, dió paso a un relato que jamás olvidaré.

  — «Por ahí arriba, a veces, se ven cosas raras, inexplicables para nuestros conocimientos aeronáuticos. En más de una ocasión me despertaron las alarmas que esos hijos de puta provocaron en los radares militares. Ya arriba, a bordo del Mirage, los cabrones parecían querer jugar conmigo al gato y al ratón. Si viraba en dirección hacia ellos, los muy mamones lo hacían más; si aceleraba, ellos también más; y si tiraba de aerofrenos para tratar de confundirles, ellos, no sé cómo, me imitaban. Más o menos al cuarto de hora de producirse nuestro «contacto» pegaban un giro imposible y se largaban a una velocidad inverosímil, quedándome yo con la misma cara de gilipollas de siempre. Pero, aquella noche, un miércoles Santo tal como hoy, me llegaron a acojonar del todo, y eso que yo, para estas cosas, soy — mejor dicho, era — bastante pragmático. Mi misión consistía en interceptar y neutralizar una posible violación del espacio aéreo y derribar el aparato intruso si ello fuere preciso. Las restantes consideraciones sobre qué demonios era «eso» no me interesaban lo más mínimo. Pero, repito, aquella noche el «bicho» en cuestión era distinto, con la forma de un triángulo isósceles con luces anaranjadas en los vértices. Lo terrible sobrevino cuando en el canal de comunicaciones que usaba con la base, totalmente restrictivo por razones de seguridad, pude escuchar… –¿Cómo explicarlo? — un espantoso sonido metálico, algo así como una conversación indescriptible, seguida después como por unas carcajadas, también con ese inquietante eco metálico, y con una nitidez absoluta en la frecuencia. El personal de la base me interrogó sobre el origen de ese inexplicable sonido; descartando la posibilidad de interferencias como consecuencia del alto nivel de frecuencia que utilizábamos, sólo tuve una respuesta: Son ellos hablando, ¡Joder, la madre que me parió! ¡Estamos escuchando conversar en dialecto marciano! Ten por seguro, Leiter, que existir… No sé; pero haberlos…» — Y, como ya he comentado, el viejo coronel Carlos no tenía por costumbre mentir.