La Iglesia cristiana, ya fijada sobre su confesión en el concilio de Nicea (325), tuvo la necesidad de desarrollar aún más su formación doctrinal por razones de política imperial. Ya en el edicto Cunctos Populos, Teodosio el Grande había invitado a todos los pueblos de su imperio a aceptar la fe en la divinidad una del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en igual majestad y sagrada trinidad (Trinitas). Y era precisamente esa fe la que había que fijar ahora de forma definitiva en un concilio para poner fin a la disputa arriana y a aquellos que veían en el Espíritu Santo sólo a un servidor o a una mera criatura. Recordemos que Arrio supone tres hipóstasis en Dios subordinadas entre sí aunque sólo la primera de ellas, Dios mismo, no es creada; el Hijo, anterior a todo tiempo, es creado y no comparte la misma sustancia con el Padre. Así, en el año 381 el emperador convoca un concilio que posteriormente fue designado como segundo concilio ecuménico de Constantinopla en el que se condena a arrianos, semiarrianistas o pneumatómacos y apolinaristas. Dicho concilio, a diferencia de las tesis de Arrio, se pronuncia a favor de la identidad de esencia del Espíritu Santo con Dios (El Espíritu Santo procede del Padre y con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado). Esta fórmula constituyó el Credo niceano-constantinopolitano y sigue en uso litúrgico hasta hoy en día. Pero lo realmente importante fue que, mientras en el concilio de Nicea se hablaba de una sola sustancia o hipóstasis de Dios, en este concilio de Constantinopla se parte de tres hipóstasis: Padre, Hijo y Espíritu. En la historia de la dogmática se ha discutido hasta la saciedad sobre si el paso de una teología de una hipóstasis a una teología de tres hipóstasis se trata, bien de un mero cambio terminológico, o bien de un cambio objetivo del modelo conceptual. Sea como fuere, sólo a partir del segundo concilio ecuménico de Constantinopla se puede hablar de un dogma de la Trinidad.
La doctrina clásica de la Trinidad fue desarrollada en la segunda mitad del siglo IV por los llamados tres capadocios, Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niseno. Estos tres teólogos y obispos de Capadocia supieron compaginar la fe de Atanasio con la teoría de Orígenes y, en virtud de su reinterpretación de lo expuesto en el concilio de Nicea, se les llamó ortodoxos o jóvenes nicenos. Tras un complicadísimo, trabajoso y algo contradictorio proceso mental cristológico, pudo imponerse al fin la nueva terminología: Dios — una esencia divina (Sustancia-ousía) con tres hipóstasis (Tres personas, subsistencias, prosopa). Esta fórmula, que con el tiempo se hizo clásica, había sido ya fundamentada en Orígenes y en Tertuliano (Una sustancia — tres personas aunque subordinadas de forma estricta entre sí). La diferencia estribaba en que los tres capadocios afirmaron que las tres hipóstasis no estaban subordinadas entre sí, sino equiparadas en una única ousía, en una esencia de Dios. De esta manera, vemos como cada hipóstasis recibe su propiedad, su propio modo de existencia, en definitiva, su característica: El «no ser engendrado» para el Padre; el «ser engendrado» para el Hijo; y «el proceder» para el Espíritu Santo. Sólo a partir de este instante es cuando puede hablarse de un Dios Uno-Trino en la cristiandad. El principio de la unidad, con mayor claridad que en Nicea, es la «monarquía» del Padre del que, como fondo radical de la divinidad, procede también el Espíritu.
Sin embargo, los conflictos teológicos en absoluto estaban terminados con las decisiones de los concilios de Nicea y Constantinopla. La solución capadocia plasmada en el Credo niceano-constantinopolitano provocó una nueva disputa eclesial. El problema ahora era que debía tratarse directamente la persona de Jesucristo y ello trajo como consecuencia toda una serie de nuevos conflictos que terminaron por dividir definitivamente a la Iglesia Oriental. La cuestión arrancaba con la fórmula de Nicea: Si el Hijo comparte una naturaleza con el Padre, ¿Cómo se comportan entonces en Cristo la naturaleza divina y humana? Ya el antiarriano Apolinar de Laodicea había afirmado — de un modo un tanto ingenioso — que en Cristo la naturaleza divina toma carne y una apariencia humana, pero no un espíritu específicamente humano. En otras palabras, Jesús del todo Dios con vestimenta humana. Aquella afirmación convulsionó entonces a muchos religiosos, pues negaba la plena humanidad, la naturaleza humana de Cristo. Esta doctrina fue finalmente condenada en diversos sínodos de Oriente y Occidente; pero la cuestión planteada por Apolinar de Laodicea seguía operando: ¿Cómo podía ser en Cristo dos=uno? ¿Quizás como otro misterio tres=uno de la Trinidad?
A comienzos del siglo V, la cuestión cristológica se vio envuelta en las diversas luchas por el poder de los patriarcados de Constantinopla y Alejandría en torno a la primacía eclesiástica de Oriente. La disputa adquirió proporciones dramáticas y los frentes se constituyeron, en el año 428, en torno a la polémica habida entre Nestorio, patriarca de Constantinopla, y Cirilo, patriarca de Alejandría. Cirilo y la escuela alejandrina defendían una unidad y divinidad total en la persona de Cristo. Afirmaban que el Logos había adquirido la naturaleza humana como un vestido y que dicha naturaleza se pierde en la divina, de modo que sólo queda una naturaleza (Monofisismo), esto es, la divino-humana; por eso, a María la llaman theo-tókos (Madre de Dios). La solución adoptada por los alejandrinos parecía la más piadosa y próxima al pueblo. Por contra, Nestorio y la escuela antioquena se aferraban de forma incondicional a una distinción de naturaleza divina y humana en Cristo, ya que sólo así podía garantizarse la plena humanidad del Maestro. Desde un punto de vista científico, ésta parecía ser la solución más clara. Obviamente, el título de theo-tókos asignado a María por los alejandrinos era puesto casi en ridículo por los nestorianos.
Cirilo, hombre nada escrupuloso para los asuntos políticos, impuso su posición en el concilio de Éfeso (431) con ayuda de todo tipo de manipulaciones. Dicho concilio, enteramente bajo su influencia, condenó a Nestorio y a la escuela antioquena sin esperar incluso la llegada de Nestorio y su consiguiente argumentación dialéctica. El concilio, en la línea de la cristología monofisita, rechazó para María el título de Madre de Cristo y lo sustituyó por el de Madre de Dios, dogma que hoy en día conserva aún la Iglesia. Pero, como era de esperar, Nestorio y sus partidarios respondieron con una contracondena que amenazó con dividir a la cristiandad. De esta forma, el emperador Teodosio II se vio obligado a reunir a ambas partes en otro concilio celebrado en Éfeso (433) con la intención de imponer una solución consensuada, aunque sin poder arbitrar en la disputa. Tuvieron que pasar otros 16 años para que nuevamente en Éfeso (449), el sucesor de Cirilo — Dióscuro, otro hombre sediento de poder — aterrorizara con sus huestes de monjes a los padres conciliares, logrando destituir a los teólogos antioquenos más importantes (Cuentan las crónicas que en toda Constantinopla no se hablaba en aquellas fechas de otra cosa que no fuese la relación entre las distintas naturalezas de Cristo, con agrias, apasionadas y feroces disputas que se improvisaban en la calle entre mercaderes, paseantes, tenderos, orfebres… ¡Bendita época!). Es por ello que el papa León I nunca llamase a este sínodo concilium, sino latrocinium (Sínodo de ladrones). Pero la tensa relación cambió radicalmente como consecuencia del vuelco político acaecido en Constantinopla cuando la emperatriz Pulqueria y su marido Marciano ascendieron al trono e impusieron la tradicional dominación imperial en la Iglesia frente a las pretensiones eclesiásticas de poder. De acuerdo con el papa León I, se decidió la caída del alejandrino Dióscuro — quien, por otra parte, exhibía sin pudor una sospechosa traza de «papable» — y se convocó un nuevo concilio en Calcedonia (451). Este concilio sólo reconoció como ecuménicos los sínodos de Nicea (325), Constantinopla (381) y Éfeso (431). Por ello este sínodo se le enumera como el cuarto concilio ecuménico. La deposición de Dióscuro no pudo ser más humillante, con un proceso en el que fue constantemente avergonzado. Una vez «solucionado» el problema de Dióscuro, quedaba el camino expedito para que el emperador dictara al concilio sus «iluminadas aseveraciones cristológicas», sacándolas de un escrito del papa León. De este modo, ni la posición alejandrina ni la antioquena triunfaron, sino la cristología occidental, la latina de Tertuliano, Novaciano y Agustín. A ello debe la cristiandad en lo esencial la fórmula del concilio de Calcedonia que más tarde se haría clásica: El Uno y el Mismo Señor Jesucristo es perfecto según la divinidad, verdadero Dios y verdadero hombre. El Uno y el Mismo es idéntico en esencia al Padre según la divinidad e idéntico en esencia a nosotros según su humanidad. Por ello, el Uno y el Mismo Cristo existe de manera inconfusa, inmutable, indivisa e inseparable en dos naturalezas. Estos cuatro famosos términos iban tanto contra los extremistas alejandrinos (inconfusa e inmutable) como contra los nestorianos (indivisa e inseparable).
Las discusiones teológicas se mezclaron de manera creciente con aspectos político-eclesiales debido, mayormente, a que en ellas se expresaba no sólo el antagonismo entre Oriente y Occidente, sino también todo el resentimiento nacional de egipcios y sirios contra la dominante Bizancio. Por más que los emperadores quisieron imponer por la fuerza la unidad, lo cierto fue que la iglesia imperial se descompuso y aún hoy en día perduran varias iglesias cristianas antiguas e importantes que no han reconocido el concilio de Calcedonia, demasiado marcado por una teología occidental. Por eso, esas iglesias no calcedonianas se mantienen hasta hoy separadas tanto de la Iglesia bizantino-otodoxa como de la Iglesia romana occidental. Señalemos a la Iglesia copta monofisita en Egipto; a la Iglesia sirio-nestoriana, posteriormente extendida a Persia, India (Cristianos de Tomás) y este de Asia; la Iglesia armenia y la Iglesia georgiana, ambas monofisitas.
Buf! qué derroche de conocimientos! y digo yo, para qué tanto complicarse, si la religión es para ser mejores y conocernos y ser más felices… en fin, somos así. Muy interesante, realmente.
Uf… La teología dogmática es una de mis grandes pasiones, aunque llevas bastante razón y coincido totalmente contigo en tus consideraciones sobre la función religiosa.
Bueno, éstos no son sino apuntes sacados del baúl de los recuerdos, un tanto actualizados y con un toque personal añadido. Me encanta revolver los armarios y desempolvar viejos apuntes. No entiendo a la gente que se deshace de los libros de texto y de los apuntes cuando finaliza los estudios. Conozco a muchos/as de ellos/as
Me alegro mucho de que ta haya interesado la entrada, Pau
Beijinhos
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Pero cómo definir lo indefinible?
Pudo acaso Cristo encarnar en un hombre? El hombre habría volado en mil pedazos…
Para ello Dios debería hacer algo. Puede Dios «hacer algo», en el estricto sentido del término?
O Cristo encarnó, por voluntad de los hombres y nada más que por ello?
Debería entonces por partir de la idea que Dios no existe, no como se le «entiende» actualmente.
Porque en el pricipio era Él y Él era el principio; un principio animador, del aquí y el allá, móvil pero inmóvil, actuante pero inoperante, desplegado en el No-Tiempo, en el Perpetuum Mobile, el Movimiento Perpetuo cuya vibración, apenas perceptible, fue esencia fecundadora de ese Poder Divino que se cernía sobre las esferas inubicables…no existen adjetivos para describirlo pues esto lo desnaturaliza.
Pero he ahí que el milagro de la Creación ocurrió: el Huevo Cósmico surgío de la esencia monádica que de allí provenía, como la tinta que sólo necesitó de un impulso para propagarse mediante la pluma que lenta y cadenciosamente inició la composición de su partitura, imprimiendo la melodía de los Dioses, la Naturaleza y el Hombre.
Y vino el ciclo de los Tiempos. Y surgieron las Razas Humanas, en evolución e involución, descubriendo los secretos de un Universo, aún cubierto por el velo de Isis.
Y con ellos, el Bien y el Mal, limitaciones del pensamiento de los primeros seres pensantes, pues antes que ellos, no había el pensamiento, ni siquiera en Dios.
Y surgió la voluntad. También en Dios, que de ahí en adelante, pasaría a ser antropormofizado y por lo tanto, dotado de voluntad también.
Y vino el mundo como le conocemos actualmente, perdida la Edad de Oro, en donde valen la conjura, la persecución, la guerra, el deseo de dominio, la encarnación del Hijo de Dios, la Iglesia, los concilios, la teología presuntuosa, el control mental, el pecado, el sub-hombre…porque al dios de Israel se le agrada mediante sacrificios, sacrificios con sangre.
No busqueis a Dios allí donde Él no está…buscadlo en la naturaleza, en el mar, en la otra tierra, en las piedras, en el viento, en vosotros mismos…EN LA SABIDURÍA. Porque allí desde la Estrella de la Luz más Bella, algo vigila y protege. Y su LOGOS es transmitido a todos los Hombres para que puedan recuperar aquello que una vez fue y que se ha perdido a la espera de ser reencontrado. Remontemos la involución del tiempo, retornemos al No-Tiempo para recuperar la Edad Áurea.
Y SEREMOS ÉL!!
De acuerdo, Iván, pero me gustaría aclarar que el objetivo de este tipo de entradas es tan sólo el de intentar resumir el origen histórico de determinados fundamentos religiosos concernientes al Cristianismo, Judaísmo e Islam, en aras a un mejor entendimiento de dichas corrientes religiosas. El fanatismo, fuente de conflictos, es expresión y consecuencia directa de la ignorancia. Y por ello me importa el episodio histórico y su repercusión en el posterior desarrollo dogmático de cada religión. Nada más que eso. El proselitismo o la crítica hacia la doctrina y/o esencia de cualquier religión están fuera de lugar en este apartado.
Un abrazo, Iván
LEITER
Muy bien dicho amigo, agradezco tu observación. Los aspectos históricos, especialmente en materia religiosa, siempre serán muy interesantes ya que resultan muy ilustrativos.
El problema de toda religión es que es manejada por hombres…y allí se pierde mucho del original mensaje y objetivo de las mismas. La intolerancia las más de las veces parece no ceder ante el diálogo y la comprensión. Por supuesto no es fácil, pero los seres humanos deberíamos aprender, precisamente eso: la comprensión.
Vaya, tengo tantos deseos de visitar los Pirineos, precisamente en esa búsqueda…
Grandes abrazos, Leiter.
PD. A propósito, saludos a tu bicicleta…yo también compraré una en breve, estilo años veinte, a ver si te hago competencia…pero con comprensión y cariño, je, je. Saludos.
«El problema de toda religión es que es manejada por hombres…y allí se pierde mucho del original mensaje y objetivo de las mismas. La intolerancia las más de las veces parece no ceder ante el diálogo y la comprensión. Por supuesto no es fácil, pero los seres humanos deberíamos aprender, precisamente eso: la comprensión»
No lo has podido expresar mejor y con tan pocas palabras. Sí señor. Mi aplauso.
¿Los Pirineos? El Valle de Arán es uno de los enclaves más fascinantes de Europa. Pero no te recomiendo que vengas este fin de semana. Se esperan temperaturas de hasta -15 grados centígrados… A la hora en que escribo esto, las dos de la madrugada, mi estación metereológica marca -5 grados, mucho frío para ser Madrid aunque sea invierno. (Y ahora tengo que hacer una escapada al 24 horas para comprar una cosa indispensdable que había olvidado… ¡No me atrevo!)
Bien por lo de la bici. Envía foto de la misma.
Un abrazo, Iván
LEITER
Hola amigo, vuelvo a las arremetidas en la sección comentarios. Esta clase de entradas me atrapa. En parte porque soy católico, en parte porque no creo que tener fe sea abolir el pensamiento (aunque a veces lo parezca), en parte porque hay asuntos que, como dice el refrán, «de tan sabidos se callan, de tan callados se olvidan», en parte porque lo relatas con laboriosa exactitud, y en fin, como verás, por muchas partes me gusta esta sección.
Toda religión se dedica a intentar mezclar el agua con el aceite, por así decir, pues agua y aceite parecen ser los altos ideales de una religión versus los mezquinos intereses tan comunes a nuestra naturaleza, poco amiga de dar pero sí de recibir. Así pues, la «parte humana» de una religión es inevitable (los hombres son los que creen, los que profesan, los que practican) y acarreará los conflictos y maltratos que componen nuestra Historia… pero hace falta insistir. Con conocimiento, con tino, con tacto: insistir. No es cuestión de enceguecer, como algunos de mis amigos ateos argumentan —incluso el ateísmo llega a veces a ser dogmático y a comportarse como una de las religiones que tanto denostan—; es cuestión de elevar, de redimensionar las cosas, de plantearse actitudes coherentes con la evidente dignidad del universo entero. A menudo se recuerdan las barbaridades cometidas con argumentos religiosos, y vaya que son ciertas, pero se olvida también que muchas otras barbaridades fueron cometidas por hombres ajenos a la religión (pienso en Rusia o Alemania recientes). Ya se ve que no es tanto cosa de religión, sino cosa de «humanidad». Por otro lado, muchos de los más nobles y ennoblecedores proyectos humanos han sido de cuño religioso, y muchos de los gestos más conmovedores también; baste pensar en un Padre Damián de Molokai, en un Padre Kolbe en el campo de exterminio, en los religiosos que seguramente no son santos —tampoco lo somos nosotros— pero saben dar un plato de comida a quien lo necesita, o sentarse a escuchar, o en fin: darse al otro. Logro que es probablemente la meta de una religión.
Frente a eso, a la hora del análisis no puede haber simplismo, sino respeto y honestidad. Al fin y al cabo, para bien y para mal, la religión no sólo es cosa de Dios, sino también cosa de los hombres.
Para bien y para mal.
Bienvenido de nuevo, Joaquín.
Estupenda reflexión que comparto en su totalidad. Y me alegra saber que sigues esta sección de historia de las religiones. De momento, sólo comentaremos Judaísmo, Cristianismo e Islamismo. Ya veré si la próxima temporada inserto algo de Budismo, Hinduísmo, Confucionismo, etc.
Un abrazo, amigo Joaquín
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