Me llamó la atención desde el primer día en que apareció por el bar de mi padre. Santiago, un tipo bonachón y campechano que rondaría la cuarentena de abriles, se convirtió en uno de los más enigmáticos clientes dentro de la interminable lista de todos aquellos a quienes tuve que servir, aguantar, padecer o reconocer. Solía venir acompañado de un hombre pulcramente trajeado, mayor que él y que, al parecer, trabajaba como asesor de un partido político que se estaba descomponiendo a pasos agigantados. El referido señor y Santiago mantenían prolongadas e íntimas charlas y en muchas ocasiones se pedían una botella de vino y una tortilla de patatas y pasaban al reservado, donde charlaban durante horas y horas al tiempo que el señor mayor tomaba notas en un block acerca de las explicaciones y comentarios que el propio Santiago le iba dictando. Yo no llegué a ese conocimiento por afán de curiosidad, como bien se pudiera desprender de mi relato, sino porque era el mismo Santiago quién luego, a solas, me comentaba esas incidencias. Siempre sospeché que tras el jovial y extrovertido carácter de Santiago, un ser que saludaba tanto a todos los clientes que entraban en el bar como a los que se despedían, se escondía alguien muy relacionado o cercano con los servicios secretos… Y así se lo hice saber una de esas mañanas en las que, pasado el apretón de los desayunos, yo aprovechaba para hacer un pequeño descanso fuera de la barra y tomarme un refrigerio, para lo cual me sentaba en un taburete junto a Santiago, con el que entablé una breve pero cercana relación:  — «Oye, tío; por las cosas que cuentas y que te escucho decir… ¿Tu eres espía, no?» –. Le preguntaba con total confianza.   — «No, Leiter, no digas tonterías. Yo sólo soy un simple licenciado en ciencias físicas…» –– Me contestaba. Pero Santiago, por más que me negaba tan evidente sospecha, exponía cada comentario con tal lujo de detalles, del todo desconocidos, que no hacían sino alimentar mi percepción sobre su supuesta y misteriosa doble vida. Una tarde estaban comentando en un programa de televisión la noticia sobre un extraño objeto que había sobrevolado España la noche anterior, un meteorito, y que provocó la alarma generalizada de gran parte de la población. Me interesó el tema ya que yo tuve la suerte de avistarlo viniendo de noche desde la Universidad junto con una compañera. Fue lo más sublime que habían visto mis ojos sobre los cielos hasta entonces: Una esfera verde, algo ovalada, y con destellos anaranjados que cruzó a velocidad de vértigo el campus de la Ciudad Universitaria. Efectivamente, aquello parecía ser un meteorito, más que un objeto volador no identificado. Le di a conocer esta experiencia a Santiago.  — «¿Un meteorito? Buaffff… Eso no se lo cree nadie, Leiter. ¡No veas cómo estaban en Defensa esta mañana! Han mandado diez retenes para encontrar los restos…» –. Así me lo comentaba Santiago, con abierta expresividad y sin ningún aditamento de confidencialidad. El decía que no; pero tan seguro estaba de que ese tío era un espía como que yo me llamo Leiter…

 Una mañana se organizó una improvisada tertulia en el bar, con habituales de la casa, sobre un extraño fenómeno que había acontecido años atrás en las Islas Canarias donde, al parecer, un desconocido objeto surgió de entre las aguas del océano y surcó los cielos con rumbo incierto. El fenómeno pudo ser observado por una gran cantidad de testigos presenciales y los periódicos mostraron numerosas imágenes gráficas donde se podía apreciar tan enigmático suceso. Santiago nos miraba con su eterno purito en los labios y su desenfadada sonrisa hasta que — yo lo estaba interiormente suplicando — se decidió a intervenir:  — «Sí, sí… Un misil soviético… ¡Venga ya!» — Dijo cortando la palabra a uno de los clientes.  — «El muy cabrón salió del mar y fue pegando bandazos…¡Qué fuerte! Tuvimos que enviar de urgencia una flota de cazas interceptadores, pero nada. Se nos escapó» –. Suelo ser, por naturaleza, muy desconfiado con este tipo de afirmaciones y más si se realizan en un púlpito tan poco ortodoxo como lo es la barra de un bar. Así que, en otro momento y lugar distinto, le comenté este incidente a mi buen amigo Carlos, piloto militar en la reserva; también le hice saber la estrafalaria versión de Santiago y, para mi sorpresa, Carlos suscribió punto por punto todas las palabras de Santiago… También Santiago nos informó de otros sucesos similares que eran como para poner los pelos de punta del más pintado. Recuerdo en particular un relato sobre lo acaecido en un campamento militar de Navarra una madrugada.  — «Allí estaban dos reclutas de guardia en sus respectivas garitas, separadas unos cien metros la una de la otra, cuando de pronto escucharon un extraño sonido, como el que genera la electricidad al pasar por un cable de alta tensión. No veas, apareció algo así como un ser descomunal de más de tres metros de altura, emitiendo unas brillantes y fosforescentes luces y flotando un palmo a ras del suelo. Los pobres milicos se cagaron en los pantalones y uno de ellos vació el cargador del CETME… ¡Y cómo si nada! Ahí seguía eso. Al poco, se dio la vuelta y se largó. A uno de los chicos le tuve que enviar al psiquiátrico durante unos días de lo afectado que estaba. En cuanto al otro, le concedimos directamente la licencia…» —. Algunos tertulianos expresaban sus reservas con respecto a Santiago, manteniendo que aquel tipo no era más que un fanfarrón; pero todos, incluido yo mismo, nos quedábamos con la duda cuando venía aquel hombre tan bien trajeado — ese sí que realmente parecía un espía — con un portafolios y se tiraba un largo rato charlando con el enigmático Santiago de forma visiblemente confidencial y sobre temas, a juzgar por la expresión de ambos, muy trascendentes.

 Durante una sobremesa, superados ya el rigor y agobios propios de las horas donde servíamos las comidas, me senté alrededor de la mesa donde Santiago ya había finalizado su almuerzo para compartir un café con él. Me tenía muy con las mosca por detrás de la oreja en mi ánimo por saber de su verdadera identidad y oficio. Se lo volví a preguntar:  — «De verdad, Santiago; te juro que seré una tumba, pero, por favor, aclárame si perteneces al CESID.» –. Santiago me miró sonriendo, al tiempo que se encendía uno de sus puritos:  — «Que no, Leiter. Ya te he dicho que soy físico y que trabajo para el Ministerio de Defensa. El tipo ese con el que me ves es el encargado de seguridad del partido político e intercambia información conmigo, nada más.» –. Me entristeció su confesión, toda vez que para mí resultaba muy emocionante el hecho de tener un conocido que trabajaba como agente del servicio secreto. Fui sincero: Le hice saber que, desde hacía algunos años, tenía una enorme curiosidad por conocer la verdadera historia de mi abuelo materno, un hombre que por circunstancias que nunca me fueron del todo aclaradas apareció en las portadas de muchos periódicos, allá por los años cuarenta y sobre el que parecía haber recaído un velo de censura por parte de mi familia. Obviamente, ya había fallecido. Santiago, con esa enorme sonrisa que me inspiraba seguridad y confianza, me dijo:  — «Vamos a ver, Leiter: Díctame su identidad y dame los apellidos completos de tu madre. Y su número de DNI, si lo sabes… Bien, resúmeme todo lo que sepas de tu abuelo… Estupendo» –. Empecé a dudar: «¿Qué estará tramando Santiago?». Pero lo que realmente me sorprendió fue que, estando yo ya en mi apartamento de la calle Montesa, a punto de salir rumbo a la universidad, sonó inesperadamente el teléfono: Me quedé de piedra al escuchar la inconfundible voz de Santiago (En ningún momento yo le había facilitado mi número de teléfono y, por descontado, nunca le había hecho saber dónde vivía)  — «Leiter… Ah, ¿Qué quién me ha dado tu número? No te preocupes por eso, ¡Ja, ja, ja! Ya sabes que tengo acceso a mucha información… Esto, escucha: Te quiero aclarar una cosa para que no me la vuelvas a preguntar. Yo no pertenezco al CESID, ¿Vale?. Trabajo en el Ministerio de Defensa y punto, ¿Ok?. Por cierto, pronto te vendrá al bar un funcionario con un sobre oficial del Ministerio que contiene toda la información que me solicitaste sobre tu abuelo… Bueno, te dejo. Adiós.» –-. Me quedé completamente alucinado. No había pasado una semana de esta telefónica conversación cuando una mañana, bien temprano, entró un individuo con un bigotillo de esos que se llevaban antes, muy rasurado, y con un semblante un tanto serio. Al preguntarle qué iba a desear, me interrumpió:  — «¿Es usted Leiter Caesaris Imperatoris Filius?» –.«El mismo» –.–«Tenga; esto es para usted. Que tenga un buen día.» –. Y el tipo aquel me entregó un enorme y pesado sobre blanco. En cuanto tuve un momento, salí hacia el reservado y abrí aquel voluminoso sobre. Efectivamente, tenía el membrete del Ministerio de Defensa y, para mi deleite y sorpresa, contenía numerosos recortes fotocopiados de periódicos de la época, con varias instantáneas de mi abuelo, así como un extenso dossier sobre el mismo. Lo guardé, luego de leer y releer todo tranquilamente en mi apartamento y nunca conté a nadie lo sucedido. Por cierto, A Santiago, desde el día aquel de la insólita llamada, no le volví a ver nunca más. ¡Sabe Dios por dónde andará el amigo!