Jamás Fustel ocultó sus afinidades políticas en un barrio tan legendariamente conservador como el madrileño de Salamanca. Era conocido su proselitismo tabernario hacia posiciones próximas al PCE o, incluso, más escoradas a la izquierda, lo que le valió no pocos disgustos y discusiones con una clientela mayormente identificada con los partidos de la derecha y bajo unas circunstancias políticas tan inéditas como imprevisibles. Pero Fustel no se amedrentaba y, pese a las amenazantes advertencias de los muchos ultras que por aquel bar merodeaban, no eludía pronunciarse cuando los telediarios nocturnos servían de base a toda una tertulia apasionada por los acelerados acontecimientos políticos del más reciente post-franquismo. Una madrugada, ya cerrado el bar, dos ultras le sigueron a escondidas y el bueno de Fustel contempló un nuevo amanecer con la cara bastante amoratada. Ni por esas consiguieron acallar a Fustel. Incluso Paco, el taxista, le recomendó prudencia ante su frenesí doctrinal, mayormente elevado de tono, con posterioridad a su casual encuentro nocturno con los ultras.

 Fustel era así; no se callaba bajo ningún pretexto si contemplaba alguna situación que él entendía como injusta. Y menudo el olfato que tenía para detectar a borrachuzos, aunque, ciertamente, él también le pegase al frasco con mayor frecuencia de la requerida, con el insustituible «medio» de ginebra y limón. En una ocasión, se ofreció para trasladar en su viejo Seat 1500 a mis padres a Toledo, donde yo me encontraba. Se presentaron con más de tres horas de retraso, aludiendo a que el chófer inicial de había indispuesto repentinamente a última hora. El bueno de Fustel, amablemente, dispuso de su coche y tiempo libre para solventar esta incidencia. Ya en Toledo, en un aparte, le interrogué sobre las causas de la misteriosa enfermedad del inicial chófer, un taxista asíduo del bar. Y Fustel no se cortó un pelo: — «Indispuesto, indispuesto… ¡Pero si lo que tenía era una trompa como un piano!» —   Una noche, en el Churchill´s, me lanzó de sopetón y sin tiempo para reaccionar: — «Leiter, llevas una media torrija de campeonato» — Y, en honor a la verdad, no anduvo muy desencaminado en su diagnóstico. Peor fue aquella mañana en el interior del Metro, donde, sin yo saberlo previamente, tras una acalorada discusión entre dos viajeros, pude escuchar su vozarrón amenazante: — «Se va usted a tomar por el culo, so jeta» —  Allí estaba, como no, Fustel, a mis espaldas y en medio de todo el «fregao». Y más mérito tenían sus desplantes cuando la pequeñez de su estatura no certificaba, precisamente, la rotundidad de sus sentencias. Mucho valor le echaba a la vida el entrañable Fustel.

 La llamada fiesta de Los Toros era su gran pasión, toda una enciclopedia andante sobre suertes, maestros, y técnicas del toreo. Por extraños azares, compartí todo un abono de San Isidro junto a él y puedo asegurar que nunca he aprendido tanto sobre las conductas del toro bravo como en aquel ciclo isidril. No iba por buenos derroteros aquella corrida de expectación cuando el polémico Paco Ojeda recibió por verónicas al quinto de la tarde, con unos tímidos «olés» procedentes del tendido 4. Como impulsado por un resorte, Fustel se alzó sobre su localidad y exclamó a pleno pulmón: — «¿Pero qué coño de olé y olé? ¿Es que no veis el pasito atrás?» — Y cesaron los «olés», al mismo tiempo que yo ya no sabía por dónde esconderme.

 Hace apenas un año me encontré con Fustel mientras paseaba a mi adoptado perrito. Prometimos quedar para tomar unos vinos y platicar sobre política y toros, sus dos pasiones. ¡A ver quién es el listo que se atreve a confesarle a Fustel que yo ya he renunciado a todo lo relacionado con la tauromaquia!