Aquel cliente entró visiblemente nervioso en el bar y me solicitó un whisky doble. Al segundo trago, con la confianza gestual que solemos adoptar todos los que hemos trabajado tras la barra de un bar, me soltó:  — «No se lo va usted a creer… Aún tengo el corazón en un puño. Fíjese, he ido a ayudar a un ciego a cruzar la calle y la ha emprendido a bastonazos conmigo. Suerte que he podido esquivarle, que si no… Todavía no puedo explicarme por qué motivo la ha tomado el invidente conmigo, si yo sólo pretendía ayudarle…» –. El asustado cliente se estaba refiriendo a Conrado, un invidente vendedor ambulante de lotería — no de cupones — que tenía por costumbre desconfiar de todo aquel hombre de buena voluntad que intentase ayudarle a cruzar una calle. Tuvo mucha suerte aquel cliente, ya que Conrado no escatimaba en medios para agredir a quién osara perturbarle y, para ello, se servía de un enorme cayado que hacía también las veces de guía. Y no sólo esto, sino que tenía Conrado tan malas pulgas que al cruzar una calle en solitario empezaba por buscar el hueco de dos coches aparcados en línea y, mediante el bastón, fracturaba los pilotos y luces de intermitencia de los mismos, para desesperación de unos dueños que posteriormente no daban crédito a las explicaciones que les ofrecíamos cuando inquirían nuestro testimonio acerca del origen de los desperfectos automovilísticos. Así era Conrado, un anciano vendedor de lotería tan aparentemente tosco y huraño que bien pudiera uno imaginar que no tendría mucho éxito con la venta de décimos. Todo lo contrario; Conrado era el vendedor más solicitado de la barriada por el simple motivo de que en numerosas ocasiones había repartido cuantiosos premios. Se contaba que dos veces, dos nada menos, tuvo el infortunio de caerse en el interior de una zanja como consecuencia de su invidencia y de sus malas artes con la guía. Al ser rescatado en ambas ocasiones, en un intento de consolar su desdichado accidente, los operarios le compraron lotería y, de forma insólita, fueron posteriormente agraciados con el primer premio. Una mañana, al narrar este hecho a los obreros que estaban levantando una zanja como consecuencia de una avería de aguas, uno de ellos barruntó «empujar» al ciego, caso de que apareciese, hacia el boquete, con el fin de que se repitiera tan afortunada ironía del destino por tercera vez. Menos mal que Paco, el taxista, le amenazó con llamar al 091 y los siniestros planes del obrero quedaron, afortunadamente, en papel mojado.

 Conrado apenas hablaba. Se limitaba a emitir un continuo sonido, por calificarlo de alguna manera, parecido en su timbre al de un bóvido cuando se encuentra rumiando. Al mismo tiempo, y de forma sincronizada, meneaba la cabeza de arriba hacia abajo, lo que producía una auténtica perplejidad en todo aquel cliente que no le hubiera conocido previamente. Pero Conrado también gritaba  — » ¡Hay Loootería!» — y de qué manera cuando doblaba cualquier esquina, en un genuino intento de hacer notar su presencia. Sus alaridos, de connotaciones claramente pastoriles, eran tan descomunales que no pocos soponcios provocaron en alguna que otra desprevenida señora ignorante de los peculiares modos de entender el marketing autopublicitario por parte de Conrado para llamar la atención del vecindario. Pero lo más gracioso es que también tenía por costumbre aliviarse de aguas mayores en los retretes públicos de los distintos bares de la zona, sin mostrar ninguna particular preferencia, para desgracia de los sufridos camareros que tenían que soportar como el aseo era ocupado durante más de media hora para la realización de estos escatológicos menesteres. Además, por si no fuera poco, Conrado soltaba algún que otro gruñido de los suyos en plena faena evacuativa lo que, unido a los rumores explosivos propios del acto defecativo en cuestión, alteraban el sosiego y la calma de una clientela que, alarmada ante tal derroche sonoro, no tardaba en preguntar: — «Oiga, que hay alguien gritando por allí, al fondo…» –. Siempre respondíamos lo mismo:  — «No se preocupe, señor. Se trata de Conrado…» —.  Una curiosa leyenda envolvía la figura de Conrado, el lotero. Se había extendido el rumor en toda la barriada acerca de una presunta doble vida de este peculiar personaje. Se decía de él que era multimillonario y que poseía innumerables fincas en las inmediaciones de la Sierra del Guadarrama. Resultaba poco verosímil hacerse a la idea de esta sospecha toda vez que Conrado más parecía aparentar la triste condición de un vulgar pordiosero. Pero algo de cierto hubo de haber sobre esta cuestión dado que las fuentes eran de lo más diversas y no pocas eran propias de clientes de reconocido prestigio personal. Otros afirmaban que como Conrado tenía mucha suerte con los premios de lotería, cada vez que vendía algún «gordo», se quedaba con un buen pellizco y así, poco a poco, fue edificando toda una fortuna. Mi padre era de los que estaban convencidos de la supuesta riqueza económica de Conrado y para ello argüía que los garrotazo con los que atizaba a la gente indiscriminadamente eran una prueba del celo personal que mantenía el ciego, temiendo ser víctima de gente sin escrúpulos.  — «Este tiene millones» — Decía mi padre.  — «De no ser así, ¿A santo de qué viene arreando mandobles a todo aquel que se le acerca?» –.

 Fue durante una tranquila y bochornosa jornada de verano, al mediodía, cuando parapetado tras la barra del bar viví uno de los episodios más esperpénticos que jamás se hubieran de dar en el local de mi padre. Conrado me pidió un bocadillo de queso y una caña de blanco, viandas muy habituales en él. Estaba empezando el ciego a dar buena cuenta del sabroso bocata cuando apareció Pascualín, un personaje muy peculiar del barrio del que trataré en breve, hombretón cuyas facultades mentales estaban disminuidas y que padecía un extraño síndrome que le hacía gritar continuamente algo así como «La cabra, la cabra», para luego iniciar una inacabable y contagiosa carcajada que provocaba la hilaridad del resto de la clientela. Algunos se asustaban debido a la descomunal fuerza sonora que esgrimía Pascualín al berrear sus cabreros gritos.  — «La cabra, la burra y la borrica; la cabra la burra y la borrica» — Fue el rapidísimo saludo de Pascualín al entrar en el interior del bar para, acto seguido, cogiendo aire y a pleno pulmón, chillar: — «¡¡La cabra, la cabra!!»– desatando algún que otro susto en la concurrencia. En estas, Conrado le hizo el contrapuntístico coro con un alarido de los suyos: — «¡Hay loootería!» -. Pascualín, animado por el inesperado competidor, comenzó a chillar aún más fuerte, poniéndose colorado:  — «¡¡La cabra, la cabra!!» –. Y Conrado, que no se cortaba un pelo, contestó: — «¡¡Hay loootería!!» ¡¡ Ehhhh !!» –. Los clientes alucinaban con el espectáculo y yo rogaba por todos los medios que guardasen silencio, con escaso éxito. Se empezó a formar un corrillo junto a las puertas de entrada del bar, intentando la gente averiguar a qué se debían semejantes gritos. Para acabar de arreglar el asunto, en plena orgía griteril, entró Castellanito quién, atendiendo a sus estudios sobre la personalidad y el comportamiento humano, se puso a imitar a Conrado y a Pascualín, con lo que el dúo, lejos de aminorarse, pasó entonces a ser trío. Los tenderos y demás comerciantes de la zona salían de sus puestos para observar con detenimiento lo que estaba ocurriendo en el bar, una verdadera sinfonía concertante de gruñidos y alaridos.  — «¡¡La cabra, la cabra!!» –.– «¡¡Hay loootería!!»– Y Castellanito, imitándoles:  — «¡Ay, la cabra. Ay, la lotería…!»–. Como sería la escena que no tardó en aparecer una patrulla de la Policía Municipal, exigiendo inmediatamente el cese de tal algarabía y amenazándome con multar el local por escándalo en la vía pública. Cuando en medio de aquella locura pude explicarle al agente al mando las circunstancias particulares de los allí presentes, me compadeció. Aquel suceso fue ampliamente comentado en todo el barrio e, incluso hoy en día, son muchos quienes aún lo recuerdan. Pero aquel concierto no acabó ahí ya que Conrado, al terminar el bocadillo, se encaminó hacia el retrete y allí empezó la segunda parte de tan poco amena velada musical.  — «¡¡Ehhhhh!! ¡¡Hay Loootería!!» — Se escuchaba desde el fondo, junto con unas indescriptibles explosiones gaseosas.

 Pasados los años, cuando retorné de nuevo a la calle Alcántara, nunca volví a ver a Conrado que, seguramente, ya habrá fallecido. Ni a Conrado ni a otros tantos vendedores ambulantes de lotería que antes se dejaban ver por este madrileño barrio de Salamanca, como Pedro, Valerio, Alberto, «la gitanilla»… ¡Ah, «La gitanilla!» A esa pilla sí la he visto, pero ella no me quiere ver a mí. Ya os lo contaré.