El tío Federico y su pasión por el Real Madrid
El tío Federico nació en el siglo XIX y, por poco, no llegó al XXI. Quizá sea por semejante y duradera longevidad que mi recuerdo de él, a lo largo de los años en que nuestros destinos se hubieron de cruzar, sea el de un hombre anciano pero nada achacoso, vital, enérgico, siempre tocado con un sombrero a la moda de los años cincuenta y con el sempiterno puro de Montecristo en sus requemados labios, puro cuyo aroma me era familiar en aquellas tardes del Bernabéu, una autentica pasión por el Real Madrid, cando mi tío me llevaba nada menos que a tribuna para ver los partidos del Real Madrid.
A decir verdad, también guardo malos recuerdos de aquel insolente puro, sobre todo cuando subíamos al autobús 43 en la Plaza de Manuel Becerra para trasladarnos al estadio y mi tío, pese a las reiteradas advertencias del sufrido conductor, hacía oídos sordos ante la generalizada petición de que apagase el puro:
«A mi edad, se creen éstos que me van a llevar a mí a la cárcel. Van listos.» Decía.
Había que tener mucha templanza con el tío Federico, cuyo carácter era imprevisiblemente irascible, pero con un fino e irónico sentido del humor. Fue el único familiar al que siempre traté de «usted» y a pesar de su corpulenta fisonomía y del lustroso empaque del que siempre hacía gala, le acabé tomando un inestimable cariño. Y es que, el tío Federico representaba un estereotipo distinto al de toda mi familia. Hombre educado en los mejores colegios, de acreditada formación y cultura, ocupaba un alto cargo en el Ayuntamiento de Madrid. Toda la familia acudía a él cuando había algún contencioso de difícil solución y, gracias a su solvencia, se había ganado tanto el respeto y la admiración, no ya sólo de la familia en sí, sino de buena parte del barrio, donde era un personaje muy popular.
Además, su salud de hierro y lucidez mental, ya pasados los ochenta y pico de años, le había hecho merecedor de una legendaria aureola de «inmortal». Siempre se ocupó y preocupó de mis estudios y, a principios del verano, al finalizar cada curso, era obligatorio para mí hacerle una visita para que supervisara mis calificaciones globales. Menos mal que yo no fui nunca lo que se dice un torpe alumno, porque recuerdo que se tiraba más de media hora sentado en el butacón de su inmenso salón-comedor, con las gafas sobre la frente, escrutando con sus enormes ojos azules toda la lista de asignaturas y sus correspondientes puntuaciones. Siempre, con un tono muy áspero, me decía: — «En líneas generales, son correctas, Leiter, pero has de mejorar. En F.E.N. flojeas un poco y eso es intolerable.» –. Yo, mientras, permanecía de pié intentando aguantar el previsible chaparrón recriminatorio. Al final, abría un pequeño cofre que guardaba en su buró y me daba un billete de cien pesetas, toda una fortuna para mí, pero con la única condición de que me lo gastase en libros. Y, para desgracia mía, me veía obligado a enseñarle los tickets de compra. Solía enfadarse con mi padre porque, según su opinión, el bar no era el sitio más adecuado para que un chavalín como yo pasara las horas muertas. En fin, sinceramente, creo que llevaba toda la razón.
El tío Federico fue un ser reservado y todo lo que posteriormente averigüé de su vida fue mediante esporádicas y contrastadas versiones de terceras personas. Al parecer, se casó finalizada la Guerra Civil y tuvo la fatal coincidencia de que cuando su mujer fue a dar a luz al primer retoño fruto de su amor, ambos fallecieron durante el penoso parto. Después, se instaló en el piso de la calle Alcántara próximo al bar junto a una asistenta que se ocupaba de las labores domésticas. Con el tiempo, la asistenta siguió ejerciendo de asistenta aunque ya casada en segundas nupcias con el tío Federico. Puede que, debido a la cercanía, yo fuera su sobrino preferido y por ello me hacía acompañarle desde bien chico a museos u otros lugares de interés artístico de la capital. Cuando paseábamos por la Puerta del Sol me señalaba siempre el punto exacto en donde fue abatido a tiros don José Canalejas en 1912, hecho del que había sido testigo directo. Pero a mí sobre todo me gustaba cuando me llevaba al estadio del Bernabéu para ver jugar al Real Madrid.
Apasionado del fútbol
Su vida transcurrió casi paralela a la del club de sus amores. No le gustaban los jugadores de esta época y siempre me evocaba los inolvidables partidos de los primeros años veinte en el campo de O`Donell. Su ídolo de siempre fue un tal René Petit, jugador de la década de los años diez. Mi tío llegó a ser el socio número 23 de la entidad merengue y en su domicilio guardaba cantidad de llaveros e insignias con el escudo del club que iba repartiendo a todo aquel que, según su estimación, sentía de corazón los colores blancos. Aparte de un par de espléndidas tribunas en la mejor zona del estadio, junto al palco presidencial, mi tío tenía buenas relaciones con la junta directiva del club y gracias a él pude estrechar la mano del mítico Santiago Bernabéu, que me hizo socio sin tener que soportar la amplísima lista de espera.
El tío Federico presumía de haber acudido a París a ver una final de la Copa de Europa que conquistó el Real Madrid a finales de los años cincuenta, aunque — «Por allí dimos con muchos rojos que nos estuvieron provocando e insultando, exhibiéndonos banderas republicanas» –. Cuando murió don Santiago Bernabéu, mi tío llevó puesta una corbata negra durante meses… Y, una vez que mi tío hubo fallecido, a los pocos meses llamó el sucesor de don Santiago, don Luis de Carlos, a su domicilio. Dio la casualidad de que en ese momento yo me encontraba allí, charlando con mi tía, y descolgué el teléfono. Cuando le hice saber que mi tío, por el que preguntaba, había fallecido me recriminó, educadamente, que no se lo hubiéramos advertido antes al club, que sin ningún tipo de duda le hubiera dedicado algún pequeño homenaje. El nunca me lo confesó, pero creo que el tío Federico se sentía orgulloso de que yo recogiese el testigo de su afición por el Real Madrid. Cuando este equipo ganó la séptima Copa de Europa, allá por 1998, tras 32 años de sequía, mi primer pensamiento cuando por fin el árbitro dio por concluido el encuentro fue para el ya fallecido tío Federico.
En materia política, el tío Federico se mostraba también reservado, aunque no ocultaba sus simpatías por el régimen de Franco. Aceptó, no obstante, de buen grado la llegada de la Democracia. En las contadísimas ocasiones en que sacó a relucir el tema conmigo, me aseguraba que el futuro de España pasaba, inevitablemente, por Fraga. El destino quiso que no llegara a vivir el histórico triunfo de los socialistas en 1982… Solía venir con frecuencia al domicilio de mis padres para que mi madre le preparase una buena fuente de huevos y patatas fritas, ya que «la pánfila de mi mujer no sabe darle el punto que consigue tu madre». En una ocasión, nos relató allí mismo el tremendo desaguisado que había cometido su mujer (mi tía) al confundir unas mediocres pastillas de turrón, cuyo destino era el de ser un regalo para el portero de su finca, con unas magníficas tabletas que mi tío había comprado en Casa Mira para ofrecer a los numerosos invitados que por las fechas navideñas acudían a su domicilio. Cuando, finalizado un ágape, mi tío ordenó que sirvieran el turrón, montó en cólera al descubrir que su inigualable turrón artesanal estaba en manos de un sorprendido portero. Tal enfado se agarró que aquel episodio fue comidilla del barrio durante días, para jolgorio del vecindario y mayor desdicha de mi tía Maruja.
Una tarde se sintió indispuesto y tuvieron que ingresarlo de urgencia en el hospital. Comenzó un largo período de ingresos y altas hospitalarias, pero el tío Federico nunca perdió el carácter y la compostura. Falleció repentinamente durante un traslado de planta y, según los doctores, sus últimas palabras fueron: — «¡Vamos a ver si me traen ya de una vez el ABC, coño!» –. Fumó y comió sin privarse hasta el último día de su vida. Jamás le vi probar una gota de alcohol. A la tía Maruja le dejó el piso de la calle Alcántara, una pensión de viudedad y tres perras en el banco. Frente a las muchas voces que en el barrio afirmaban que no era posible el alto tren de vida que llevaba el tío Federico, con un sueldo de funcionario del Ayuntamiento, con la lectura notarial de sus bienes se demostró que el tío Federico jamás había mangoneado en el Ayuntamiento y que toda su labor había sido un ejemplo de eficacia y honradez. ¡Ya podrían tenerlo en cuenta todos esos golfos que hoy en día se llenan los bolsillos en muchos consistorios de nuestra querida España!