neurosis

 Treinta y tantos años atrás, don Antonio, insigne y reconocido notario con despacho y domicilio en la calle de Ayala, comentaba del todo resignado con mi padre en el bar: –«No puedo hacerme cargo de mi hijo… Es imposible, un caso perdido. Todos los doctores que le han reconocido afirman que padece una enfermedad mental que no tiene cura. Me he recorrido la ciudad en busca de los mejores especialistas y nada. No hay manera. Es un caso de paranoia sin solución y el único remedio es mantenerle atontado con pastillas y más pastillas. Escúcheme atentamente, don Caesar Imperator: Ofrezco un millón de pesetas a quien tanga la virtud de sanar a mi hijo o, en su defecto, a quien me presente un doctor que me dé una solución más efectiva, aunque sea a largo plazo. Lo digo muy en serio, don Caesar Imperator»– Por desgracia, don Antonio jamás se vio obligado a entregar esa generosa y prometida cantidad de dinero; al poco de esta conversación, se marchó a la tumba amargado, vencido y derrotado. Dejó viuda desconsolada y mancebo homónimo, la fuente de todos los disgustos de su padre. Y ocurría que las conductas de aquel veinteañero Antonio, el único vástago del prestigioso notario, no pasaban en absoluto desapercibidas para los vecinos de la barriada, para vergüenza y desolación de su sufrido progenitor. Afectado por un extraño y misterioso síndrome, Antonio se caracterizaba por efectuar las más insólitas extravagancias que uno sea capaz de imaginar. De esta manera, al controvertido hecho de caminar por las calles hablando solo consigo mismo se le unía la circunstancia de cubrirse su rapada cabeza con un pañuelo de gitanas estampas. Pero eso no era precisamente lo más anecdótico: En ocasiones, cuando los efectos de su particular síndrome parecían repuntar, se despojaba de cualquier prenda mínimamente ortodoxa, paseando descalzo y con una camiseta interior de tirantes que simulaba hacer juego con unos descosidos pantalones tejanos cuyos imprecisos flecos delataban la improvisada intervención de unas tijeras de pescadero. Estas peculiares trazas — del todo estrambóticas hace treinta años y mucho más en un barrio como el madrileño de Salamanca — provocaban el pánico y la histeria de las respetables señoras que salían de oír misa de doce los domingos en la parroquia de la calle Conde de Peñalver y que se agarraban con fuerza del brazo de sus también asustados maridos cuando la fantasmagórica silueta de Antonio se cruzaba en sus trayectorias. A pesar de estas estrafalarias e inexplicables conductas, Antonio poseía un coeficiente intelectual que superaba con creces al de la media, como así atestiguaba siempre su notario padre, firmando con excelentes calificaciones tanto el bachillerato como el posterior curso preuniversitario. Su ingreso en la universidad fue rechazado al no obtener la correspondiente y necesaria certificación médica, toda vez que sus trastornos psicológicos parecían aumentar con el paso de los años. Según Paco el taxista, que había consultado la Enciclopedia Durvan que tenía en su casa, Antonio se veía aquejado de «un tipo especial de neurosis obsesiva con algunas tendencias esquizofrénicas». No muy desencaminado debía de ser tal juicio, ya que Antonio caminaba con paso cadencioso por las callejuelas del barrio ensimismado en sus pensamientos, con la cabeza siempre inclinada hacia su izquierda al tiempo que su mano derecha, con el dedo índice perfilado, acompasaba el extraño monólogo que mantenía consigo mismo en un tono grave y apenas perceptible. Su expresión, del todo trascendente, evidenciaba tal profundidad retórica en su discurso que nunca jamás nadie acertó a desentrañar los contenidos de semejantes y metafísicos monólogos. Sus ojos claros, a medio abrir, componían una afilada mirada de connotaciones más filosóficas que amenazantes, aunque no lo entendían así muchos de los vecinos, quienes no dudaban en cruzar la acera si observaban a lo lejos la presencia de Antonio. Una tarde, regresando del colegio, me mantuve un buen rato a dos prudenciales pasos por la espalda de Antonio con el curioso objetivo de tratar de escuchar el contenido de sus enigmáticos discursos consigo mismo.  –«Vanidad… Es todo un acertijo, ja, ja… Témpanos de hielo o, mejor dicho, varillas de hielo que se derriten… ¡Eso! Paseantes y transeúntes… No lo tengo muy claro: El motor del 1430 es más potente… ¡Chorradas! Eso no se puede definir, es un simple acertijo. ¿Motor Diésel? ¡No, hombre no!  Témpanos de hielo… Pero tienen mucha vanidad, ja, ja…»–  Obviamente, y ante tal traca de frases inconexas y sin sentido, sólo acerté a certificar que Antonio estaba más loco que una cabra. Por desgracia, durante una temporada Antonio llegó a ser más que temido en toda la barriada, llegando los paseantes a esconderse tras las acacias si por casualidad coincidían con Antonio por las aceras. Fue una época en la que a Antonio le dio por beber alcohol, circunstancia que, dada su inestable arquitectura psicológica, dinamitaba su pacífico comportamiento hasta llegar a una inconcebible y violenta agresividad, no ya sólo con las personas, sino con cualquier inerte objeto que le saliese al paso. Así, fue muy comentado aquel suceso que tuvo lugar una tarde de primavera cuando Antonio, tras «discutir» acaloradamente con el escaparate de una zapatería, estampó literalmente su rapada cabeza contra el mismo, provocando el consiguiente destrozo cristalero amén de una tremenda y chillona hemorragia sanguínea en su testa. Entre la policía y los operarios de una ambulancia consiguieron a duras penas reducir a Antonio para posteriormente introducirlo en el interior de un vehículo sanitario. Sin embargo, al poco tiempo de aquel lamentable incidente, Antonio fue visto de nuevo en el barrio, descalzo, en camiseta y portando, como novedad, una botella de ginebra Larios en su mano derecha. La policía se lo volvió a llevar, no sin que antes Antonio hubiese estrellado la botella de Larios contra el marmóreo poyete que daba acceso al bar de mi padre. Cuando, transcurridos un par de años en los que todo el mundo en el barrio parecía haberse olvidado de Antonio, una tarde fue avistado de nuevo, correctamente vestido y con evidentes síntomas de una más que notable mejoría conductiva. Fue entonces cuando nos enteramos que su sufrida y desesperada madre acababa de fallecer.

 Pasaron algunos años durante los cuales Antonio no volvió a dar nunca motivos de alarma a los vecinos de la barriada, mayormente porque parecía seguir a rajatabla una severa medicación impuesta por los tutores sociales que se encargaban de vigilar su conducta y comportamiento. Además, Antonio nunca más fue visto consumiendo alcohol o con las inevitables consecuencias de su ingesta. Todas las mañanas, como un vecino más, acudía con su carrito de la compra al supermercado anexo al bar de mi padre, ofreciendo una inmejorable impresión de hombre totalmente sanado, al menos en apariencia, de su extraña enfermedad mental. Por esas fechas, y aprovechando la cercanía a su lugar habitual de compras, empezó a frecuentar de nuevo el bar con cierta regularidad. Hacía su entrada a eso de media mañana, aparcando en un rincón el estampado carrito de la compra, y solicitaba invariablemente un café solo y un vaso de agua. Una vez servido, se acomodaba alrededor de una mesa, dirigiendo su mirada hacia un imaginario infinito y fumando un cigarrillo tras otro. Aquellas personas que desconocían su pasado le observaban como a un cliente más, con sus peculiaridades y circunstancias, aunque en algunas ocasiones mostrase algún incomprensible ademán que por momentos parecía descarrilarle un poco en ese complicado equilibrio emocional que tanto le costaba conseguir. A un período de contrastada normalidad le seguía otro en el que Antonio caía de nuevo en los desajustes psíquicos, aunque sin llegar ni por asomo a los violentos episodios de años anteriores. Los que trabajábamos en el bar, nos dábamos enseguida cuenta de aquellas transiciones anímicas de Antonio con tan sólo observar su comportamiento diario: El día que nos pedía un segundo café, comprendíamos que Antonio se encontraba inmerso en pleno proceso de metamorfosis espiritual, hipótesis que se veía del todo confirmada cuando Antonio permanecía mucho más tiempo de lo habitual sentado junto a la mesa del bar. No pasaba del tercer día, una vez manifestados los primeros síntomas de su particular alteración, cuando Antonio comenzaba de nuevo con sus excéntricos e indescifrables monólogos de voz tenue: –«Eso es asunto del porvenir… No hay duda. No creo que sólo con trescientos soldados Leónidas… Bueno, ¿Podría ser?… Depende si los escudos eran de gasóleo… O de un cubicaje mayor. Los persas, unos bobos. No tenían bolsas de palomitas en las alforjas… Así no se puede hacer nada, claro.»–  El proceso de cambio anímico se confirmaba plenamente cuando Antonio, absorto durante más de veinte minutos en la contemplación de la vitrina que protegía los aperitivos y raciones del día, solicitaba alguna de esas viandas:  — ¿Esto de aquí qué es, Leiter? Ah… Pescadilla rebozada… ¿Seguro? Yo creí que era empanada de berberechos… ¿Tienes empanada? No, pues sírveme entonces una ración de ese pescado rebozado que parece una empanada… ¿No hay empanada? Entonces, pescadilla… Pescadilla con forma de empanada»–  Una vez que Antonio había recibido su ración de pescado rebozado volvía a sentarse junto a la mesa para dar buena cuenta de tan apetitoso aperitivo. No tardaba en regresar de nuevo a la barra para pedir otro café solo, añadiendo: –«Ah, y déjame también el frasco de Ketchup»–  Completamente sorprendido por su estrafalaria petición, no me quedó más remedio que preguntarle: –«Perdona, Antonio, pero es que no lo acabo de entender. ¿Pretendes echar ketchup en la pescadilla rebozada?» — Antonio, componiendo un sorpresivo gesto, contestaba: –«No, no, Leiter, ¡Qué ocurrencias más graciosas tienes! El ketchup es para el café… ¡Otra cosa!  El agua que me has servido hoy es distinta, tiene otro sabor… Como más ácida»–  Totalmente desconcertado ante las incomprensibles puntualizaciones de Antonio, sólo acertaba a responder: –«¡Es el mismo agua del grifo que te pongo todos los días, Antonio!» ––  Antonio, negando con la cabeza y esbozando una sonrisa que se me antojaba del todo psicótica, me aclaraba: –«No, no, Leiter. Es agua del valle del Ródano… ¿No aprecias un tono ligeramente más oscuro?»– Durante los días posteriores, a la manera de un maléfico e irremediable guión ya conocido por todos, Antonio descuidaba su aspecto, dejando de afeitarse y olvidándose de la existencia de la ducha. Sobrevenía entonces el punto álgido de su transitoria paranoia, llegando incluso a perturbar la pacífica presencia de otros clientes con aberrantes e improvisadas cuestiones del tipo: –«Perdone… ¿Usted prefiere el olor de coníferas al de eucaliptus? No, no, por favor, no se vaya, contésteme…»–  que ponían en guardia al consumidor más timorato, estupefacto ante los insólitos arranques de un Antonio cuya expresión facial, mirada afilada revestida de sonrisa nebulosa, no parecía invitar al más ameno de los diálogos. En este estadio, sin duda el más conflictivo en sus pertinentes descarrilamientos emocionales, optábamos por la prudente decisión de no permitirle el acceso al local, para lo cual tirábamos de un muy simple pero efectivo recurso: — «Lo siento, Antonio. No hay café; se nos acaba de estropear la cafetera…»–  Antonio, lejos de enfadarse por una explicación cuanto menos evidentemente sospechosa — mucha de la clientela tomaba café en esos momentos — se arrascaba detenidamente su cabeza para luego seguir con su periplo por la calle, caminando con las manos juntas hacia atrás y con esos indescifrables monólogos como compañía. Pero aquella piadosa escusa por nuestra parte adolecía de su lamentable contrapartida: Durante todo el resto del día, cada media hora más o menos, Antonio asomaba su pelada cabeza por la puerta: — ¿Hay ya café? No, no hay café… Todo es relativo… Perdona, Leiter ¿No tendrás agua de las termas de Caracalla? Vaya, tampoco… Avísame cuando la recibas. Es exquisita…»-– Esta reiterada situación acababa por desquiciarnos a todos, hasta el punto de que si por casualidad Antonio paseaba junto a las puertas del bar, aunque no nos requiriese nada en esos momentos, ya le contestábamos por mero automatismo: –«No, no hay todavía café, Antonio»–  Sin embargo, no nos sentíamos obligados a concederle un nuevo permiso de admisión cuando los síntomas de su transitoria locura parecían remitir: Tras unos días de ausencia, Antonio volvía a entrar al bar con total desenfado, tomándose su café solo y su vaso de agua en completo silencio y sin molestar en absoluto a ningún cliente. Todo parecía entonces haber vuelto a la normalidad. Una tarde me ocurrió un hecho singular: Llevaba a mi gatita Mireille de visita rutinaria al veterinario de la calle de Ayala, alojada en el trasportín al uso, cuando al enfilar dicha calle me di de bruces con Antonio. Jamás he vuelto a ver tal derroche de ternura frente a un asustado animal: –«¡Oh, qué gato más bonito! Ah, ah…es gata, claro, claro… ¿Y cómo se llama? Ah, Mireille… Muy bien, muy bien. Dime Leiter: ¿Tiene Mireille cosas para jugar? Es importante, muy importante que los gatos tengas cosas para que puedan jugar… ¿Le das fruta para comer? No, Leiter, no es ninguna tontería… Es bueno que los gatitos coman fruta… » — Ante las reiteradas insistencias de Antonio, no me quedó más remedio que abrir la puerta del trasportín en plena calle y dejar la gata en sus manos por unos instantes (Estaba completamente seguro de que no iba a ocurrir nada extraño). Lo realmente sorprendente fue que mi gata, generalmente arisca con gente desconocida, sintonizó a la perfección con Antonio, quien no paraba de acariciarla con una ternura y delicadeza que llegó a conmoverme. Mireille incluso comenzó a ronronear, algo verdaderamente insólito. Aquella tarde descubrí que Antonio era un tipo mucho más interesante de lo que hasta entonces yo presuponía, un ser que luchaba a diario por equilibrar su alma pero que, además, poseía una sensibilidad del todo admirable, como mi gata y yo pudimos de primera mano comprobar.

 Han pasado ya muchos años. Suelo ver con frecuencia a Antonio desde que, hace como cosa de un lustro, regresé de nuevo a la calle de Alcántara. Pasea con su carrito de la compra y aparenta estar del todo recuperado… Bueno, la verdad es que durante los equinocios trastabilla un poco aún; pero eso no tiene importancia. Se le nota el paso de los años, como a todos, pero todavía conserva un cierto halo místico en su proceder. Una calurosa tarde de primavera, justo a la altura en donde se encontraba el bar de mi padre, me crucé con Antonio. Paseaba con la misma parsimonia de siempre, tocado con un exótico sombrero de paja y ocultando su afilada mirada mediante unas oscuras gafas de sol. Observé como también seguía componiendo delirantes monólogos que acompañaba con ligeros trazos en su brazo derecho. Increíblemente, Antonio seguía recordándome después de tanto tiempo: –«¡Hombre, Leiter! ¿Qué tal? Tu madre vive todavía, ¿No?… Ah, ¿Y la gatita?»– Desgraciadamente, Mireille había fallecido una década antes. Pero oculté este hecho a Antonio quien, de manera insólita, también recordaba a mi querida gata: –«Ah, muy bien, muy bien… ¿No ha tenido gatitos todavía? Bueno, bueno… No se te olvide nunca darle cosas para que juegue, es muy importante. Y fruta, mucha fruta»– Antonio, sin despedirse, prosiguió con su paseo como si tal cosa. Los estrafalarios atuendos de Antonio seguían provocando las controvertidas expresiones de los transeúntes y de aquel antiguo cliente del bar que, al percatarse de mi presencia, me saludó desde el interior del local: –«¡Leiter, cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida, hombre? Por aquí todo sigue igual… Ya ves. Te he visto charlando con Antonio… ¡Anda que no está chiflado el amigo!» — A continuación, aquel antiguo cliente dirigió su conversación al hijo del nuevo dueño del bar: –«¡Niño! Cámbiame otros diez euros en monedas, que la puta máquina esta no me quiere dar el premio…»–