Si por la calle Alcántara y sus alrededores era posible contemplar aún vetustos modelos automovilísticos que parecían sacados de una película de postguerra, se debía en parte a los buenos oficios de Alejandro, el mecánico y socio principal de un conocido taller de reparación y suministro para todo tipo de vehículos que estaba situado en la calle Ayala. Para Alejandro, aquel descomunal hombretón que era un vivo calco del cantante heleno Demis Roussos — pero sin la barba y el consabido bigote — no había avería de coche o moto, por enrevesada que fuera, que no tuviese solución. Y así le observábamos en el bar, ataviado siempre con aquel sucio y desgastado mono de trabajo azul, plagado de lamparones de grasa, y con la cabeza de una enorme llave inglesa sobresaliendo de uno de los bolsillos del referido mono. Alejandro era un hombre hecho a sí mismo, tosco, de rudas maneras, campechano, con ciertos ecos rurales en su forma de expresarse y con una generosa humanidad que le hacía granjearse el cariño y reconocimiento de toda la barriada. Solía aparentar que se enfadaba cuando le referían su enorme parecido físico con el mencionado Demis Roussos. — «¿Cómo coño voy yo a parecerme al pelangas ese?» — Decía con su grave y agrietado vozarrón — «Con la voz de mariquita que tiene… ¡Anda ya!» –. Aunque, durante las navidades, cuando por medio de aquella máquina juke-box de pinchar discos se escuchaba «El tamborilero», Alejandro, con la mirada cabizbaja, componía un serio semblante y murmuraba: — «Desde luego, como canta esto Raphael no lo canta nadie…» –. Alejandro venía a comer al bar todos los días de labor, incluso algún domingo se dejaba también caer. Quizá fuese, porque, por el precio de un menú le servíamos dos primeros platos, dos segundos, una barra de pan y tres o cuatro piezas de fruta que devoraba como si tal cosa y con envidiable apetito. Y que no vieran sus ojos que en alguna otra mesa sirviéramos algo que le llamase la atención, que entonces no dudaba en solicitar: — «Oye, échame un poco de eso que le has puesto al vecino, que tiene muy buena pinta y hace mucho que no lo pruebo.» –. El buen saque gastronómico de Alejandro se correspondía con su formidable complexión física y con las energías que derrochaba a diario en su trabajo. Se decía de él que era capaz de levantar un palmo del suelo las ruedas de un coche con una sola mano y una vez le vi cargar a sus espaldas con dos pesadísimas bombonas de aire comprimido con destino a su taller. — «Alejandro, que te vas a herniar.» — Le decían. — «Que sabréis vosotros… Esto no pesa una pluma de paloma. Si me hubierais visto cargar en el pueblo con sacos de aceitunas, acabada la guerra. Esos sí que pesaban… Y más de diez kilómetros teníamos que caminar con ellos a las espaldas, con un calor que hacía que hasta las ranas llevaban cantimplora….» –. En el comedor-reservado del bar, Alejandro organizaba tertulias durante el almuerzo con taxistas y algún que otro mecánico de la EMT sobre las características técnicas de los coches de la época. — «¡Qué no, Paco, qué no! Quítate de la cabeza eso de cambiarte al Renault 12. Sigue con el 1500, que con dos o tres cosillas que le voy a hacer tendrás taxi para años.» — Le advertía a Paco, el taxista. No lo digo por desmerecer pero muchos de esos mecánicos de la EMT, hombres curtidos en mil batallas y cuya capacidad y recursos técnicos estaban fuera de toda duda, escuchaban con atención las explicaciones ofrecidas por Alejandro, un autodidacta que jamás había leído un libro sobre mecánica. Una sobremesa, en plena hora de los «cafés», la vieja cafetera del bar se negó a ejercer su trabajo. Mi padre, con evidentes síntomas de nerviosismo, me dijo: — «Nada, no hay manera. Está atascada. Vamos a ver si Alejandro…» –. Y el bueno de Alejandro, con la primera de sus dos Farias en la boca, pasó al interior de la barra y comenzó a desmontar la cafetera, para desesperación de mi padre y de unos impacientes clientes. Al cuarto de hora, aquel cacharro volvió a expulsar café sin mayores problemas. — «Han sido los filtros, que los tenéis que limpiar más a menudo. Y la válvula del pistón, que está floja. Ahora mando al chico a que te traiga una goma del taller para que la sujete mejor… » –-. Por este tipo de milagrosas intervenciones, Alejandro era algo más que un respetable cliente para nosotros.
Pero hablar de Alejandro supone hablar también del que fue su noble y más fiel compañero, Skip, un precioso perro de acentuados caracteres dálmatas que le acompañaba allá por donde Alejandro fuese. Skip ha sido el perro más inteligente que yo jamás haya visto; sólo le faltaba hablar. En aquellos tiempos no existían las actuales normativas que impiden el acceso de los perros al interior de bares y cafeterías, por lo que era habitual que muchos clientes entraran a tomarse el aperitivo con su perro. Alejandro siempre venía con Skip, quién, lejos de molestar, buscaba el rincón más despoblado para tumbarse y, con un ojo semiabierto, controlar cualquier movimiento de su amo. Skip entendía a la perfección todas las indicaciones que le daba Alejandro: — «¡Ven!» — Y Skip venía. — «Siéntate» — Y el perro se sentaba. — «Saluda con la patita» — Y Skip saludaba con la patita. — «Vete al taller y tráeme el periódico, que me lo he dejado encima de la mesa» — Y Skip… Fue un sábado de mañana. Estaban Alejandro y Skip en el bar y surgió la duda acerca de a qué hora iban a retransmitir esa misma noche la final copera de fútbol. Ante la generalizada discrepancia, Alejandro quiso zanjar la cuestión por lo sano. — «Espera, que he comprado el As y ahí debe venir el horario… ¡Me cachis! Me dejé el periódico en el taller… ¡Skip! Vete al taller y dile al chico que te de el periódico, que está encima de la mesa de herramientas… » –. Soy testigo de que Skip, mirando fijamente a Alejandro con la cabeza levantada, se dio media vuelta y salió por la puerta del bar rumbo al taller, que estaba cruzando la esquina de la calle Ayala. No pasaron ni cinco minutos y Skip regresó con el As entre sus mandíbulas… Pero, aparte, Skip coleccionaba cromos. Todas las tardes, con la segunda Faria, Alejandro, no satisfecho con todo lo que se había metido entre pecho y espalda para comer, se pedía un café en vaso y una serie de pastelillos de una conocida marca de repostería que llevaban en su envoltorio unos cuantos cromos con los que se podía completar una interesante y amena colección. Al abrir el plástico del pastelillo, Alejandro extraía los cromos y se los acercaba a Skip: — «¿Lo tienes?» –. Y el perro asentía o negaba con la cabeza según el cromo fuese una novedad o estuviese ya repetido. Ante la incredulidad de una atónita clientela, Alejandro repetía la operación cambiando aleatoriamente el orden de los cromos y volviéndoselos a mostrar a Skip. Y el perro repetía la selección con idénticos resultados. Según Alejandro, sólo le llegaron a faltar tres cromos para completar el álbum que guardaban en el taller. Pasados los años, una mañana hizo Alejandro su aparición en el bar con los ojos humedecidos. — «Skip… Estaba ya muy mayor y apenas veía… Se me murió anoche. Vengo del campo, de enterrarlo» –. Es imposible describir la impresión que daba el contemplar a Alejandro, todo un tiarrón, llorar a lágrima viva. Desde que Skip desapareció, Alejandro nunca volvió a ser ese hombre desenfadado y socarrón que todos habíamos desconocido.
Llegó el momento de la jubilación y Alejandro vendió a su socio las acciones del taller, que no tardó mucho en ser definitivamente clausurado. Sus visitas al bar eran ya del todo testimoniales y costaba hacerse a la idea de ver a Alejandro con ropa de paisano, sin su habitual mono de trabajo repleto de grasientas manchas. Entre visita y visita, observamos que Alejandro estaba cada día más delgado. Una tarde entró en el bar con una especie de pañuelo rodeándole el cuello y presentando notables dificultades para poder conversar. Aquel cáncer de garganta acabó finalmente con su vida. Es muy posible que en algún lugar del universo Alejandro se encuentre manipulando el mecanismo de combustión de alguna estrella que se niega a iluminar como Dios manda. Y es muy posible, también, que Skip esté recostado a su lado, haciendo como que duerme pero con un ojo abierto para controlar en todo momento lo que Alejandro se trae entre manos.
No sé si yo ayer tenía el día bobo, pero cuando leí el post se me puso un nudo en la garganta con la muerte de Skip…
Besos
Tu post de hoy merece mucho tiempo, volveré pero muchas gracias.
… Y a mí también, Amalia, y cuando redacté el post no tenía el día especialmente tonto. Aquel perro es inolvidable para mí. Una de las cosas por las que la vida se convierte en una maravillosa experiencia es poder armonizar las relaciones entre seres humanos y los animales, esa mágica simbiosis que va más allá de lo puramente metafísico. No hay amor más sincero que el de una madre por su hijo y el de una mascota por su amo.
Me encanta la gente sensible. Es la única que me merece la pena.
Gracias por tu comentario, Amalia.
Besos, muchos besos.
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Estoy totalmente de acuerdo contigo en que una de las relaciones mas puras e intensas es el amor incondicional de un perro por su amo.
Se llamaba Pássel y era el pastor alemán más bonito que he visto. Lo quería con locura, era mi compañero inseparable, me buscaba en el colegio, o en la zapatería de la madre de un amigo cuando se le escapaba a mi abuela de la huerta. Se le iluminaba la mirada cuando me veía.
También lloré cuando murió, joder si lloré, como nunca he llorado. Tuve más perros, pero ninguno sustituyó al Pássel.
Un desamor se cura con un nuevo amor; la carencia por la desaparición de un animal también, en ocasiones. Aunque tu recuerdo por Pássel es imperecedero. Te entiendo perfectamente.
Yo tengo un caniche que adopté hace un par de años. Pepito. Está ciego y tiene quince años. Su ama padecía de Alzhaimer — era una vecina mía — y no me quedó más remedio que hacerme cargo del animal. Celia está ilusionada con él, le mima y le adora. Y yo le digo, con todo el dolor de mi corazón, que a Pepito le queda poca vida. El otro día le instalé una cesta y me lo llevé a El Retiro en la bici. No te lo vas a creer, Lizard, pero ver como Pepito jugaba y se revolcaba en la hierba me hizo sentirme más persona. Yo no tengo hijos (que yo sepa…) A pesar de los consejos del veterinario, le doy de comer a escondidas de Celia. Para lo que le queda de vida, quiero que disfrute y sea feliz. Como Celia lea esto me corre a hostias…
Un abrazo, Lizard. Me hubiera gustado conocer a Pássel.
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