Según se afirma en la filosofía reiki, la casualidad nunca define el encuentro entre dos personas, por muy eventual y breve que pueda llegar a ser. Cuando alguien se cruza en nuestras vidas significa, siempre según esta interpretación, el desarrollo de un complejo entramado de redes cuya dirección, en última instancia, corresponde a unos seres (entes) que se escapan a cualquier localización espacio-temporal propia del género humano. Encontrarse o reencontrarse con un semejante obedece a una causalidad desconocida por el ser humano y que se fundamenta en un intercambio de datos imposible de cuantificar en el estrecho parámetro de nuestra capacidad cognoscitiva. En fin, con independencia de estas teorías claramente influenciadas por la filosofía oriental, voy a narrar cuatro situaciones que se corresponden a otros cuatro encuentros experimentados por un servidor y cuya casualidad es un tanto recurrente. No sé si serán acciones casuales o causales; que cada cual saque sus propias conclusiones.
1- Durante al menos un año y medio, todas las mañanas, a las 09.10 horas, realizaba el mismo trayecto en el Metro de Madrid, concretamente en la línea 5. Me montaba en Diego de León y me apeaba en Callao. Tengo la costumbre de viajar siempre de pie en ese medio de transporte urbano y aprovecho el recorrido bien para divagar, bien para escuchar alguna novedad musical, antaño fuese en el walkman, hogaño en el digital reproductor MP3. Pronto me llamó la atención aquella chica rubia de tonos platinos y labios poéticamente sensuales que coincidía conmigo durante el viaje todas las mañanas. No es que fuese una mujer especialmente llamativa o de poderosísimo atractivo físico. Más bien, poseía esa belleza oculta que uno va descubriendo a diario, como cuando contemplamos un lienzo que nos cautiva y enamora. Comprendo que puede llegar a ser molesto que uno se sienta observado por otra persona sin ningún motivo aparente, así que me serví de forzar mucho el reojo, en un complicado escorzo visual para poder contemplar a esa chica, que debería tener mi edad, sin llamar mucho la atención. También me ayudaba en esta chismosa tarea el reflejo de las acristaladas lunas del vagón, pudiendo mirar sin problemas a modo de espejo. En resumidas cuentas, yo hacía un poco el gilipollas hasta la estación de Chueca, que era donde esa joven se apeaba. Jamás intercambié palabra alguna con ella durante aquel año y medio en que duró nuestra diaria coincidencia en el mismo vagón cuarto y puerta tercera y, pese habérselo rogado mucho al destino, nunca tuve la fortuna de que a aquella chica se le cayese el libro que leía o algún otro objeto para agacharme y recogérselo y, de esta forma, poder mirarla fijamente a los ojos aunque sólo fuesen unos segundos. Nunca supe ni quién era, ni como se llamaba, ni nada de nada. Ni siquiera conocí el timbre de su voz, aunque aquella mujer acabara por seducirme sin ella saberlo. Dejé de viajar por aquella línea de Metro y pasaron los años; y, por lo tanto, me olvidé por completo de aquel fugaz y platónico flechazo subterráneo. Una tarde, bajando a través del ascensor de mi finca, como un imprevisto «flashback», me vino a la mente un repentino recuerdo de ella. Fue abrir la cancela del portal para salir a la calle e, instintivamente, miré hacia la derecha. Habían transcurrido unos siete años de aquellos casuales encuentros en el Metro de Madrid e, incomprensiblemente, por allí venía ella. Estaba tan preciosa como siempre y sus labios me parecieron irresistibles. Esta vez si nos miramos silenciosamente a la cara durante unos breves pero mágicos momentos. Pasados tantos años y en otra zona de Madrid, ¿Fue realmente un encuentro casual? ¿Por qué instantes previos a nuestro inesperado reencuentro me volví a acordar de ella?
2- Me llamó poderosamente la atención su forma de cantar en el Karaoke, así como sus bellísimos ojos verdes. Muchos viernes por la noche acudía a ese Karaoke sólo para escucharla cantar. Y si de paso surgía el rollito y ligábamos, pues mejor, ya que nunca la vi en compañías que prohibiesen tal coyuntura. No ligamos; ni llegamos a hablar, ni nada por el estilo, ya que yo soy lo suficientemente retraído para semejantes acuerdos, pese a que nos cruzábamos cómplices miradas, ella desde el escenario y yo acodado en la barra. Creo que nos atraíamos mutuamente pero fuimos tan bobos que no quisimos darnos cuenta. Pasaron algunos años, estando yo ya con Celia, y me la volví a encontrar una noche en una sala rociera próxima al Parque de El Retiro, zona un tanto alejada de donde se encontraba el citado Karaoke. Allí se encontraba bailando al son de «El desamor», en la nueva y melancólica versión que acababan de estrenar los incomparables Amigos de Gines. Celia me dijo: — «Mira a esa chica, la rubia. Baila como forzada y se agarrota. No acaba de conjuntarse con su amiga…» –. Nos volvimos a mirar, jugando a que no nos estábamos mirando… Volvieron a pasar unos años. Una tarde sonó mi teléfono móvil. Era Miguel Ángel, colega de un departamento paralelo al que yo ocupaba en el centro de trabajo. — «Leiter, tengo a una chica en mi grupo que se está estropeando, no se encuentra a gusto. Es muy buena y tiene cualidades más que acreditadas, pero no acaba de encajar en el grupo. Ha solicitado el cambio… Tal vez contigo funcionase mejor.» –. Al día siguiente, en mi despacho, entró y me quedé de piedra. — «Hola, señor Leiter. Soy Isabel; ya le habrá contado Miguel… ¿Me acepta en su grupo?» –. Tras sacudirme la sorpresa que me provocó ver en mi despacho a aquella chica del Karaoke y de la sala rociera y, tras pedirle que se dejase de «don» y que me tratara de «tú», mantuve una conversación de casi una hora donde le expliqué los procedimientos de mi grupo. Una vez concluida esta especie de «briefing», bajamos a la calle a tomar un café. Pronto adquirimos mutua confianza y no tardé en desenfundar: — «El caso, Isabel, es que yo a ti te conozco de antes. Te he visto actuar en el karaoke de la calle Francisco Silvela… » –. Isabel me dedicó una bella sonrisa y con total naturalidad, me dijo: — «Claro, tú eras aquel que no paraba de mirarme embobado desde la barra ¡Cómo no me voy a acordar! Se te iban los ojos tras de mí, pillo… Pero, tranquilo, eh, que les pasa a todos los hombres. Como yo soy tan guapa y atractiva…» –. Isabel tenía unas cualidades extraordinarias pero su problema residía en que se creía una diva. Si paseábamos por la calle y alguna avioneta publicitaria sobrevolaba nuestras cabezas era porque el piloto se había fijado en ella. En el Metro, solía decirme: — «Jo, Leiter, no te has dado cuenta de cómo me ha mirado el conductor… ¡Qué descaro! Como si una tuviera la culpa de ser tan guapa…» –. Intenté reconducir su carrera pero no pude conseguir tal pretensión. Isabel, pese a ser una chica estupenda, tenía un concepto muy sobrevalorado de sí misma, resultándome imposible moldear su personalidad en beneficio de su trayectoria profesional. Una mañana, Joaquín, el director del centro, me propuso si quería dedicarme única y exclusivamente a la formación, con unas condiciones económicas mejoradas. No lo dudé un instante y ello conllevó a que tuve que disolver mi propio grupo, fusionándolo con los de otros compañeros. Isabel se enfadó y se largó, no sin antes pasar por el flamante despacho del director general. Al día siguiente, Joaquín, en plan padrazo, me invitó a comer en La Taberna del Alabardero. — «Leiter, ¿Qué te ha ocurrido con Isabel?. Siento decirte que me habló mucho de ti, pero nada bueno…» –. Me dolió y me frustró. Hice todo cuanto pude por reorientar la carrera de Isabel, consentí con ella aspectos que a nadie más se los hubiera permitido, y cualesquiera de sus peticiones, algunas estrambóticas, fueron siempre por mí aceptadas. Era un diamante por pulir, pero no hubo manera de inyectar algo de modestia en sus modos. Ese fue mi fallo. Años después, nos volvimos a encontrar en el interior de un vagón de Metro (Está visto que ese subterráneo ferrocarril tiene extrañas vinculaciones esotéricas conmigo). Volvimos como al principio, con ese estúpido juego de mirarnos aparentando que realmente no nos mirábamos. Sentí pena y, a su vez, me sentí culpable. No hay situación que más me moleste en este mundo que el dejar de saludar a alguien. ¿Fue casualidad que nuestras vidas se cruzasen una y otra vez? ¿Y para epílogo tan triste?
3- Buenos Aires, Argentina: Me escapé unos días desde Sao Paulo para conocer mejor la capital platense. Nada más registrarme en la recepción del hotel contratado, el conserje se queda leyendo mi pasaporte y me dice: — «Escuchá, señor. Veo que mora usted en la cashe Alcántara de Madrid, España. Ashá tengo Sho un amigo. Si vos querés…» –. Pues bien, resultó que su amigo era un conocido mío del barrio, quién se puso muy contento con el álbum de fotos que su amigo argentino me rogó que le entregase a mi vuelta a España. ¿Fue casual que yo sirviera de enlace entre dos amigos que hacía lustros que no se veían y cuya ubicación distaba unos 10.000 kilómetros de uno con respecto al otro? ¿Fue casualidad que yo conociese de vista a uno de ellos y que viviese cerca de mi casa?
4- Anteriormente comenté la extraña y peculiar relación, diríase que misteriosa, que mantengo con el ferrocarril suburbano de Madrid. Quizás haya sido conductor de tren en vidas pasadas… ¿Quién sabe?. En esta ocasión, descubrí que esa relación era extensiva a los metropolitanos de otras ciudades del mundo. Me encontraba a bordo de un vagón del Metro de Sao Paulo, viniendo desde la Plaza del Seé en dirección a Santa Cecilia, en el barrio de Pacaembú. De pronto, un tipo y yo nos quedamos mirando. Se me acercó con circunstancial cara de dudas: — «Perdona… ¿No eres tu Leiter, el hijo de Caesar Imperator, el del bar de la calle Alcántara?» –. ¡ Mira que ir a encontrarme con un antiguo cliente del bar de mi padre en el Metro de Sao Paulo !. Resultó que aquel individuo tenía familia residiendo en el Brasil y había efectuado un viaje para reencontrarse con ellos. — «Bueno, bueno» — Me dijo — «Vamos a tomarnos unos chopis de cerveza… Oye, Leiter, de verdad, dejé de entrar en el bar de tu padre desde aquella vez que me quiso cobrar de más y… Hombre, si yo os aprecio mucho a todos vosotros y me dolió tener que tomar esa decisión…» –. Ya en Madrid, también hemos coincidido (¡¡Estaría bueno!!) y nos hemos tomado juntos unos chopis… Bueno, en Madrid se dice «cañas» de cerveza. ¿Fue casualidad que tuviera que encontrarme con aquel tipo en el Brasil para que por fin supiese por qué motivo había dejado de entrar en el bar?
Pero Leiter una pregunta te hago y te dejo tranquilo hoy, ¿tu padre se llamaba Caesar Imperator?..me encanta el nombre pero es la primera vez que lo oigo.
Caesar Imperator era la denominación que sobre mi padre hizo un escritor, Neftalí Mulas, en un libro titulado LAS NOCHES DEL PARAJAS y que hacía referencia a los personajes que pululaban por el bar de mi padre. El profesor Neftalí protagonizó una entrada mía en la categoría de RETRATOS. Sin embargo, ese libro se redactó de forma radicalmente distinta a como yo hablo de los personajes del bar en este bar virtual de copas. No hay plagio alguno por mi parte, que conste.
El verdadero nombre de mi padre era el de César Menéndez.
Un abrazo, Miguel
LEITER
Ya lo entiendo mejor, pensaba que si el dueño del bar tenía ese nombre…¿ qué tipo de fauna habitaba ese local?.