Siempre me he mostrado de lo más escéptico en lo relativo a predicciones basadas en el uso del llamado TAROT. Es más, considero que toda esa pseudociencia no es más que un artificioso procedimiento cuya última finalidad es sacar el dinero de los más incautos en una desvergonzante maniobra que se aprovecha de las inquietudes humanas. Detesto esos anuncios que salen publicados en periódicos y revistas donde, por generosas cantidades de dinero, supuestamente a uno le pueden leer el destino, iluminar los conocimientos ocultos del presente o chorradas de otro tipo. Yo siempre he mantenido que hasta que no sean capaces de adivinar cualquier combinación de la Lotería Primitiva o de la Euromillonaria no creeré jamás en semejantes paparruchadas. Pero mi compañera, Celia, no piensa así. Ella cree firmemente en que el destino de cualquier persona puede leerse por medio de las cartas y en ocasiones realiza lecturas del todo gratuitas a quién se lo solicita, por lo general, amistades íntimas que conocen las «facultades» esotéricas de Celia. Para ser sinceros, Celia nunca utiliza el Tarot, propiamente dicho, sino que se sirve de una simple baraja española de Heraclio Fournier. Yo no sé de qué tipo de argucias se servirá, pero el caso es que los invitados salen plenamente convencidos de que Celia no sólo les ha adivinado el presente sino que también lo relacionado con el futuro. Recuerdo que al poco de conocernos no tuve más remedio que someterme a su vidente análisis y me dijo, con total solemnidad, que las cartas afirmaban que yo sería un hombre rodeado de todo tipo de riquezas, que el dinero me sobraría y que mi vida sería como la de un auténtico bon vivant multimillonario. Sobra decir que no acertó, desgraciadamente, y yo, que tengo una muy buena memoria, cuando se lo recuerdo y recrimino me contesta con que ella nunca me dijo «cuando». Quizás sea por lo que sigo jugando semanalmente a la Euromillonaria, no sea que algún día tenga que darle la razón.

 Hace algunos años, Celia tenía por costumbre regresar del trabajo los viernes a nuestro domicilio junto a unas compañeras que estaban encantadas de las dotes «adivinatorias» de mi pareja. Llegaban, les preparaba la cena y allí se quedaban horas y horas, hasta casi de madrugada, con las dichosas cartas. Yo, que procuraba mantenerme al margen, aprovechaba para leer un rato o escuchar alguna novedad discográfica. Pese a ello, no podía evitar que a veces agudizara el oído para enterarme acerca de lo que estaban hablando y, en general, las adivinanzas y misterios se reducían en casi su totalidad a amores desencontrados, a previsibles rupturas sentimentales o a posibles romances desenfrenados. Entre las amigas de Celia, hallábase una tal Susana que era todo un monumento a la belleza. Irremediablemente, yo siempre la atendía con más efusividad gestual que a las demás y cuando charlaba algún ratillo con ella me brillaban más los ojos. Una noche observé cómo Celia le decía algo relacionado con un rey de copas, adoptando un gesto serio. Más o menos venía a comentar que tenía un hombre que estaba coladito por ella… Cuando las invitadas se marcharon de casa, Celia vino hacia mí y, visiblemente enojada, me soltó, de sopetón:  — » Oye, tú; A ver si te cortas un poco con Susana…» —. Me puse a temblar.  — «Lo he visto en las cartas… ¡ Hasta sale tu barba, cretino !» –-. Yo intenté tranquilizarla, arguyendo que estaba exagerando y esas cosas, pero… — «No me engañes, Leiter. Sales en las cartas. Eres tú… Y a esa tiparraca le gustas…» —. Yo no sé si sería verdad o no, pero el caso fue que la bella Susi no volvió nunca más por casa y, desde luego, no me atreví a preguntar a Celia por el motivo. Una tarde, Celia me propuso acompañarla a visitar a una vidente de mucho prestigio, consecuencia del boca a boca, pero que no salía anunciada en ningún medio. Luego de discutir con Celia por malgastar el dinero en gilipolleces como esas, accedí para evitar males mayores, aunque bajo el juramento de que jamás Celia acudiría de nuevo a ese tipo de consultas. Al parecer, Celia no estaba interesada en predicciones sobre su persona, sino más bien en métodos. Llegamos al piso y nos hicieron pasar a una salita. Al poco tiempo, entró una señora muy mayor que no tenía pintas de bruja ni nada por el estilo. Se quedó mirado a Celia y, ante mi asombro, dijo:  — «Lo siento; no les puedo atender. Usted (refiriéndose a Celia) emite unas ondas muy extrañas que perturban mis facultades. Además, creo que usted no está aquí precisamente para que yo le adivine el futuro…» —. Y, abriéndonos la puerta, nos invitó amablemente a salir de la estancia y del piso. De vuelta, yo me encontraba más cortado que un yogur pasado de caducidad pero Celia, sonriendo, me comentaba:  — «Ya me lo decía la Tía Rafaela: Tú, niña, tienes energía, mucha energía…» —

 Fue durante unas navidades cuando me encapriché de algo muy costoso que me venía rondando la mente desde hacía ya tiempo. Celia me animó para que lo comprara, como siempre hace, y con ello viera cumplidas mis ilusiones; pero el excesivo gasto de las fiestas y la condición no necesariamente imprescindible de mi capricho en cuestión cercenaban objetivamente mis expectativas. Una noche, de nuevo serví de conejillo de indias para los entrenamientos tarotísticos de Celia. Volvió a decirme que veía mucha fortuna y riqueza a mi alrededor, pero esta vez me comentó que estaba a punto de conseguir un buen pellizco de dinero, algo inesperado, como caído del cielo. No le concedí importancia, pese a su reiterada insistencia. Hasta tres veces repitió la tirada de cartas y, según ella, en todas las series se leía este pecuniario acontecimiento. Yo, por si las moscas, compré algún décimo de Lotería del Niño, pese a que Celia me había dicho que no era precisamente eso lo que intuía a «ver». La tarde del día de Navidad fue aprovechada por Celia para formalizar algunos de sus más personales e íntimos compromisos. Yo, mientras, me quedé en casa, con el aburrimiento propio de ese día. Decidí salir a dar una vuelta, a pesar del intenso frío invernal que preludiaba una más que posible nevada. Caminé a lo largo de la calle Francisco Silvela, avenida por donde entonces se ubicaba nuestro domicilio, hasta llegar a la Plaza de Manuel Becerra. Me encontraba un tanto bloqueado, sin ningún pensamiento específico que entretuviera mi mente. Al atravesar la citada plaza leí en un rótulo de neón «BINGO ANDE». Observé la cantidad de venerables ancianitas que entraban en la lúdica sala y sonreí maliciosamente, meneando la cabeza. «¡Con la cantidad de hambre que hay en el mundo para que se tire el dinero de esa manera». De pronto, me puse a cavilar:  — «Dinero, hambre, dinero, capricho, dinero, capricho, Celia, Tarot, capricho, premio…» —. Al rato, estaba compartiendo mesa en el interior de la sala de bingo con un par de señoras quienes, a base de repintado maquillaje, se empeñaban en aparentar menos edad. Estúpidamente, decidí jugarme 5000 pesetas. La sala estaba abarrotada y los premios eran considerablemente altos. A la segunda partida, anunciaron un premio especial acumulado. Como me aburre soberanamente este juego de bolas decidí invertir todo el capital restante en esa extraordinaria partida, para lo cual me senté en una mesa de esas que tienen una máquina para facilitar la lectura de los cartones. Comenzó la partida y, después de cantar línea, aprecié que en uno de los cartones me faltaban sólo cuatro números para hacer pleno. Me puse un poco nervioso y encendí un cigarrillo. Seguidamente, la pantalla me indicaba que sólo me quedaban el 7 y el 70 en un cartón para obtener el bingo, curiosamente, números con las mismas connotaciones judías que la estirpe de Celia. Miré, con mucha inquietud, hacia la pantalla central de la sala donde se ven las bolas que van saliendo y no me dió tiempo a ponerme aún más nervioso. Primero salió el 70 y a continuación el 7… Unas 325.000 pesetas gané. Luego de obsequiar con una generosa propina al personal de servicio me largué de allí con el dinero. A la semana siguiente, una lujosa edición de la Encyclopaedia Britannica presidía la biblioteca de mi hogar.