Quién me iba a decir que aquel tipo un tanto esmirriado, con esa expresión amargada a caballo entre la melancolía gallega y los bajos fondos, el mismo con el que a punto estuve de llegar a las manos — y a las botellas — una solitaria Nochevieja, se iba a convertir en uno de mis más entrañables amigos… ¡Las vueltas que da la vida!. Xosé, trilero de estopa tan baja como de nobles ideales, vivía por y para el juego. No había partida concertada de póker sin su presencia. Se conocía todos los garitos del barrio donde, en clandestinidad, se orquestaban espectaculares timbas de póker con miles de duros de por medio. Xosé, tan solitario como un gato negro abandonado, era tan sincero que jamás fanfarroneaba cuando, a eso de las diez de la noche y como consecuencia de los nocturnos horarios lúdicos, se desayunaba su primer café del día. Por cada partida que ganaba, en otras diez perdía. Y es que Xosé, viviendo siempre al filo de la navaja — aparte de la cinco muelles que llevaba siempre encima «por si las moscas, que nunca se sabe» — adolecía de un defecto incompatible para triunfar en el oscuro y sórdido mundo del juego y las apuestas: Era un tío con un corazón tan grande que le resultaba imposible mentir. El lo negaba, pasándose por un tipo duro y vistiendo como un macarra portuario, con sus inseparables pantalones tejanos, pese a sus más que evidentes cincuenta primaveras. Pero si conseguías aproximarte a él, pronto descubías que bajo esa capa de aparente perdonavidas se escondía una más que buena persona en el sentido machadiano de la expresión.

 Nunca le vi consumir ni hacer acopio de sustancias prohibidas. Tampoco le daba a la frasca con exceso.  — «Hay que tener buenos reflejos, que la noche es larga» — Solía decir con ese deje gallego consistente en retraer las nasales y sonorizar las «eses». Sólo me alertó en una ocasión, aquella cuando se presentó en el Churchill´s con una moza de unos veintitantos pintarrajeada como una vieja de esas que consumen sus horas en los bingos y con una expresión tan desganada que animaba a las moscas a revolotear alrededor de su cara. — «Qué no es lo que te piensas, Leiter. Esta já es mi prima de Betanzos. ¿Pues no quiere venir a hacer carrera en Madrid? ¿Y con esa cara de alelá?  Ya me la han endiñado… Y, encima, lo poco que habla es para pedir. Ya me ha sacado para un transistor y una cámara de esas donde salen las fotos reveladas… Mira, mañana la monto en el ferrobús y caminito de vuelta a La Coruña…» —. En verdad, la chica no abrió boca en toda la tarde. Xosé no era amigo de broncas, propiamente dicho. Su aspecto de chulo merendero bien podría sugerir lo contrario, pero procuraba no polemizar más que lo justo. Se hacía respetar, como me demostró aquella noche donde, invirtiendo las vueltas de mi consumición obtuve un premio considerable en la tragaperras del Churchill´s y un siniestro personaje que por allí pululaba me exigió, al más puro estilo mafioso, participación en los beneficios. — » ¡Polilla, deja en paz al chaval si no quieres vértelas conmigo!» –. Y el tal Polilla no volvió a molestarme jamás. Sólo una vez le vi emocionarse de verdad, cuando por los altavoces del Churchill´s escuchó Tatuaje en versión de Rocío Jurado. La copla y el Deportivo eran sus dos pasiones.  — «A ver cuando sube a primera, carajo» –. Una mañana se presentó en el bar de mi padre con una enorme bolsa de viaje que a duras penas manejaba.  — «Chaval» — Me espetó — «Aquí tienes una enciclopedia Durban, como nueva. Se la saqué anoche a un chorbo que ya no tenía con qué pagarme las deudas. Yo sé que a ti te gustan los libros…Si me das mil duros, te la quedas» –. Y se los di, aunque nunca supe dónde diablos colocar aquella enciclopedia tan cronológicamente desfasada.

 Fue hace dos años cuando vi a Xosé por última vez. El no se percató de mi presencia mientras se apeaba de un bonito descapotable y en compañía de una más que atractiva mujer. Me resultó muy llamativa la escena, no tanto por la compañía en sí, sino porque Xosé, en lo que yo sabía, nunca obtuvo el permiso de conducir. Le observé rejuvenecido, pese a que ya andaría por los setenta y tantos, ataviado con un elegante traje, peinado a la moda y pulcramente afeitado. Quién sabe, quizás aquella escalera de color con la que tanto soñaba le visitó en el instante más oportuno de la partida más trascendental de su vida.