Conocí a Otto Peter en El Rojo, siempre rodeado de numerosos amigos, sujetando su exclusivo vaso de Chivas Regal con una mano enorme repleta de costosos anillos y relucientes sortijas que hacían juego con un llamativo cordón dorado que rodeaba su ancho cuello. Nuestra relación se limitaba a una simple salutación verbal, bien a la entrada o bien a la salida del referido local de copas. A los pocos meses observé que Otto Peter no conducía su flamante Mercedes y que sólo una desangelada alianza matrimonial decoraba su antaño lustrosa mano. También, de forma proporcional, su círculo de amistades había menguado. Para entonces ya habíamos mantenido alguna que otra conversación a distancia aprovechando la barra en forma de ele de El Rojo. Una tarde, Otto Peter se sentó a mi lado junto a la barra y, para mi sorpresa, solicitó un whisky de una conocida marca española. Esa misma tarde pude apreciar como el pesado cordón de oro había sido suplantado por un modesto trenzado en cuero; y como la inmaculada camisa de seda con iniciales bordadas había dejado paso a un remendado chaleco de fotógrafo sobre una insulsa elástica descolorida. Se congratuló al saber que yo estaba estudiando alemán e intentó dialogar conmigo en la lengua de Goethe. Quince días después, Otto Peter volvió a arrimar su taburete junto al mío y, en un correcto castellano, endurecido por las trazas germánicas, me confesó al oído: — «Leiter… Esto… Si pudieras invitarme a un vino… Estoy sin blanca… También he pensado que, si lo deseas, te puedo dar clases de alemán… Sin compromisos… Lo que tú buenamente puedas pagarme por la hora… » –. Desde esa primavera y hasta casi concluir el año, Otto Peter ya no se separó de mí, convirtiéndose en mi eterno y sufrido compañero de copas y tertulias pese a la significativa diferencia de edad entre ambos. Otto Peter procedía de la región austríaca de Estiria, concretamente de la ciudad de Graz, al sureste del país. Siempre se enorgullecía de mostrar su pasaporte austríaco en donde aún se reflejaba la antigua nomenclatura de Ostmark, propia de la época nazi, dada la particular fecha de su nacimiento. — «Ah… Aquellos sí que fueron buenos tiempos, los de San Adolfo… » —. Otto Peter nunca ocultó sus simpatías por el régimen de Hitler aunque con el paso de los años se había ido moderando un poco. Tuvo una infancia muy difícil, en plena Segunda Guerra Mundial, y pronto se vio envuelto en algún turbio asunto, de tal manera que un día se acabó enrolando en la Legión Española, cuerpo militar que supo valorar la extraordinaria fortaleza física y corporal de este rubio austríaco de ojos azules y ceremonioso bigote. Pero Otto Peter siempre fue un rebelde y no tardó en desertar de la Legión a punta de pistola y huyendo por el desierto en un vehículo robado. (Un conocido me aseguró que el motivo había sido nada menos que la muerte de un compañero legionario provocada por el tremendo puñetazo que supuestamente le había asestado Otto Peter en el transcurso de una riña. De todas maneras, el austríaco nunca me confirmó personalmente este dato). Permaneció dando tumbos entre Canarias, Andalucía y de nuevo Austria, para instalarse definitivamente en Madrid como próspero empresario de una flota de transportes. Vivió tiempos de lujo y esplendor, de sentirse muy amigo de sus amigos y de reservar plantas enteras en los mejores hoteles. Después — Y tampoco nunca me aclaró del todo la causa — sobrevino la caída. La mujer con la que convivía terminó por echarle de casa y Otto Peter se encontró, literalmente, en la calle y sin un céntimo. Tampoco mostró excesivo interés en retornar a Austria, donde vivían desahogadamente dos hijos fruto de una antigua relación. Otto Peter tuvo que tragar con los sinsabores del olvido, con los secos golpes de las puertas que violentamente se iban cerrando a su paso entre la más mundana de las miserias posibles. Es muy dura la caída cuando te encuentras en lo más alto.
Todavía no sé a ciencia cierta cómo llegó a descubrir la ubicación de mi pequeño estudio de la calle Montesa pero el caso fue que allí se presentaba todos los días como quién tiene la costumbre de acudir diariamente a su oficina. Luego de pedirme prestadas unas pesetillas — Para comprar pan y embutido, según su versión — y de servirse una cerveza, me contaba los proyectos empresariales que tenía en mente y que, a su juicio, no tardarían en colocarle de nuevo en órbita. Obviamente, le faltaba la consiguiente aportación de un socio capitalista y ingenuamente pensaba que tal vez yo pudiera ejercer esa figura en su esquema conceptual. Aún así, le ayudé con lo poco que pude en tratar de que dichos proyectos cristalizaran. Una tarde se me presentó en el estudio con un fajo de algo que parecían ser revistas. — «Leiter, me han nombrado corresponsal para España de esta revista de turismo austríaca. Como tú te vas a ir en breve a Centroamérica, te voy a dar estos ejemplares para que los dejes en los hoteles y así vamos abriendo mercado… » —. De esta manera, perdí dos tardes en México, D.F. tratando de entrevistarme con los directores de los hoteles más importantes para intentar venderles algo de lo que ni yo mismo tenía una meridiana y certera idea. Aquello no terminó muy bien, que se diga, de tal manera que Otto Peter me confesó que el director de la revista en Viena había acabado pegándose un tiro. En otra ocasión, me dijo: — «Ya está, Leiter; tengo el negocio del siglo. Con esto nos vamos a hacer de oro. Conozco, de cuando vivía con mi ex mujer, a muchos bodegueros de La Rioja que producen unos vinos sublimes y los comercian solamente a nivel local. Vamos a conseguir que nos firmen una exclusiva y entonces los distribuiremos en todos los mercados a buen precio. Un chollo.» –. Concertamos un almuerzo con una pareja de socios comerciales que yo conocía de mi trabajo en el bar para hablar del asunto y les gustó tanto la idea que nos la acabaron pisando. Pero Otto Peter no desistía en el intento de materializar los múltiples apaños que le venían a la mente: — «Leiter, me tienes que dejar dinero para ir de nuevo a La Rioja. He leído que por la zona de Enciso se han descubierto unas huellas de dinosaurios que están provocando la masiva afluencia de gente interesada en verlas. Ordenaremos imprimir miles de camisetas con motivos de dinosaurios y bichos de esos y… ¡Nos las quitarán de las manos!» —. Yo sólo le preste (le di) dinero para el viaje y el hotel pero Otto Peter se las ingenió para convencer de las bondades de su proyecto a un lugareño que todavía hoy se estará arrepintiendo de haber abierto la cartera. Creo que en el fondo de mi armario todavía se esconde alguna camiseta sin desprecintar, de color chillón y con la imagen serigrafiada de un Tyrannosaurus Rex… De todas maneras, sí que hubo un negocio, algo menos material, donde por fin Otto Peter obtuvo el éxito deseado. Como consecuencia de mi accidentado primer viaje a México, a la vuelta le pedí a Otto Peter que fuera a recogerme al aeropuerto ya que, debido a mi maltrecho estado, no podía cargar con el equipaje. Ya en el taxi que tomamos en Barajas, y luego de mostrarme el ticket con la factura correspondiente del taxi de ida, completamente manipulado a su antojo, me comentó: — «¿Sabes, Leiter?. Durante estos días que has estado fuera he empezado a tontear con Mary Joe. Creo que me he enamorado de ella… » –. Me sorprendió aquella declaración. — «Pero… ¿Acaso Mary Joe no es la que está liada con…?» –. El austríaco sonrió, negando silenciosamente con su dedo índice derecho. –«¡Qué va!. Eso es lo que piensa todo el mundo… Pero tan sólo son buenos amigos. Ella misma me lo ha dicho.» —. A la semana siguiente ya se les podía ver paseando juntos y agarrados de la mano por las calles del barrio y mostrándose en todo momento muy dichosos. En honor a la verdad, creo que Otto Peter se enamoró realmente de ella, una mujer separada y de incontestable belleza quién, entre otras muchas cosas, posibilitó que Otto Peter pudiera al menos comer y dormir caliente. Pero, lejos de lo que yo me esperaba, Otto Peter siguió apareciendo con regular frecuencia por mi estudio con sus ya habituales necesidades pecuniarias. — «Leiter, por favor, a ver si me pudieras prestar (dar) quinientas pesetas para comprar tabaco. Es que Mary Joe no cobra hasta pasado mañana y… » –. Ciertamente, empezaban a molestarme esos comportamientos de Otto Peter y una mañana, cansado ya de ponerme tantas veces amarillo, decidí colorear mi cara, no ya de vergüenza sino de ira: — «Oye, ya te estás pasando conmigo, Otto Peter. Te he intentado ayudar como he podido cuando tu situación era verdaderamente crítica pero ahora vives en casa de Mary Joe y, por lo menos, tenéis un sueldo para ir tirando. Creo, además, que deberías ir buscándote algún trabajillo, por modesto que sea, para complementar los ingresos de Mary Joe y sobre todo para que ella no tenga ninguna duda sobre tus verdaderas intenciones. Pero lo que no puedes pretender es que yo te siga manteniendo… ¡Joder, si ya no me llega ni para mí!» –. Otto Peter pareció entender el mensaje de mis palabras y no por ello se enfadó conmigo. Es más, me agradeció todo cuanto había hecho por él y juró que a no tardar me devolvería todo el dinero que le había ya prestado. Desde aquel momento, dejé de ver a Otto Peter con regularidad y nuestros encuentros llegaron a ser todo lo más esporádicos.
Hace poco más o menos de un año que volví a encontrarme con Otto Peter mientras paseaba por la calle. Su estado, tanto físico como emocional, era deplorable. Se apoyaba de dos muletas para caminar. — «Estoy durmiendo en la Beneficencia de Atocha. La madre de Mary Joe se vino a vivir con nosotros y me acabó echando del piso. En realidad, era ella y no Mary Joe la propietaria. Nos fuimos de alquiler y como dejamos de pagar hará casi dos años, pues también nos han echado. Mary Joe vive con su madre pero yo… Ya lo ves. Y, por si no fuera poco, estoy enfermo de las rodillas y apenas puedo caminar… Esto… ¿Tú no me podrías prestar algo de dinero? Lo que puedas… » –-. Me negué, conociendo como conocía a Otto Peter. — «Yo ya no soy aquella persona que tú conociste hace años, Otto Peter. Ahora comparto mi vida con otra mujer y nuestros dineros forman parte de ese pacto de convivencia.» –. Me entristecía el patético estado de un Otto Peter ya casi anciano pero tenía la absoluta convicción de que había mucho de teatro en su expresión y de que trataba de exagerar un tanto su situación. Un par de semanas después, un conocido de ambos me aseguró que Otto Peter había fallecido. Sentí un profundo dolor anímico y me arrepentí de mi negativa a su última petición de ayuda. Me culpabilicé, en parte, a mi mismo de su desgracia y me vi como un ser egoísta incapaz de llevar a la práctica los más elementales valores éticos del ser humano. Comenté el hecho de su fallecimiento y la noticia se extendió por toda la barriada… Un sábado al mediodía me estaba tomando tranquilamente el vermut en La Flor de Galicia cuando por muy poco no me desmayé de la impresión: — «¡Joder, Leiter! Te estamos buscando por todo el barrio. ¿De dónde coño has sacado tú eso de que yo me había muerto?» –. Allí estaba, vivito y coleando, un muy mejorado Otto Peter con respecto a la última ocasión en que le vi. Le acompañaba su inseparable y risueña Mary Joe, quién se alegró mucho de volver a verme. Lo que me contó aquel conocido de ambos no fue más que un burdo rumor sin ningún fundamento que para colmo yo me encargué de difundir por el barrio. Todavía hay personas que se siguen burlando de mí por aquella metedura de pata. — «Cuando peor estábamos, murió la madre de Mary Joe y consecuentemente heredó el piso. Decidimos venderlo y comprarnos un apartamento en Estepona. Todavía nos sobró dinero y, además, conseguí arreglar mis papeles y ya estoy cobrando una pensión que me concede el gobierno austríaco. A Mary Joe le dieron la baja definitiva y se ha quedado con el cien por cien del sueldo. Desde luego, ahora vivimos muy bien, no nos podemos quejar. Tenemos nuestra casita junto al mar y no hay tarde donde no salgamos a tomarnos nuestro vinito… Pero, Leiter, ¡Joder! ¡No me mires con esa cara de gilipollas!… ¡Camarero! ¡Pónganos aquí de beber!. Tranquilo, Leiter, que yo invito. ¡Ah!, toma mi número de teléfono. Si algún día vas por Málaga me llamas. Nos gustaría que conocieras nuestra casita… » –.
Pero en qué líos te metías, querido Leiter!!
besos
¿Líos yo? Más bien, ¡En qué líos me metían!
Un tío muy peculiar este Otto Peter, pero que muy peculiar… Y, aunque a primeras no lo parezca, buena gente.
Besos, muchos besos, Amalia.
LEITER