soledad

 Casi la totalidad de los clientes que periódicamente acudían al bar de mi padre se hacían cábalas sobre el origen y circunstancias que envolvían a aquel andrajoso viejete que recientemente había sido reclutado para acometer la nada grata tarea de fregar los platos, cubiertos y demás menaje utilizado para servir las comidas que diariamente se ofrecían a mediodía en el bar y que se amontonaban anárquicamente sobre las dos pilas del cuarto de cocina. Todas las tardes, cuando el sol iniciaba su trayecto hacia el ocaso, hacía acto de presencia en el bar aquel tipo de ademanes torpes y cansinos, siempre envuelto en la artificial nebulosa de humo provocada por la combustión de lo que debió en algún momento ser un cigarrillo Ducados y que ahora no era sino una triste colilla apresada entre sus labios y con la ceniza a punto de desprenderse. Aquel aventajado aspirante a anciano decía llamarse Juan, pero mi padre decidió rebautizarle como El Mayoral, calificativo de claras connotaciones taurinas en un bar donde los carteles e ilustraciones de toreros abundaban por doquier. Siempre me ha dado por pensar que mi padre, con el paso de los años, debió sentirse en el bar como una especie de torero retirado en su cortijo, con el orgullo y autoestima propia de quien ha soportado décadas de sacrificios y sinsabores en pos de un reconocimiento artístico o, como en el caso de mi progenitor, de una estabilidad personal mayormente libre de estrecheces y complejos. Sí, yo creo que mi padre se empezó a comportar, ya en sus años de madurez, como un diestro retirado que observa bajo la sombra de la andanada la tienta de sus becerros más prometedores. El bar no era otra cosa que su particular plaza de tientas de una ganadería universal llamada género humano. Y por ahí apareció el Mayoral, un ser peculiarmente introspectivo cuya apariencia externa no indicaba precisamente gloria existencial. Ya fuese en verano o invierno, siempre se presentaba en el bar ataviado con un oscuro jersey verde bajo el que sobresalían los flecos de una gruesa camisa de lana a cuadros. Nunca logré adivinar el color de sus ojos, siempre protegidos por unas tintadas gafas de pasta negra con remiendos de tirita en las patillas y que asemejaban ser un apéndice más de su rostro. Los escasos y grisáceos cabellos del Mayoral formaban una cresta que evidenciaba más bien una carencia higiénica que una presumible espiritualidad flamígera. Pero aún así, el Mayoral otorgaba una apariencia de hombre feliz y despreocupado, condición que sustentaba en base a una sempiterna mueca risueña que adornaba con unos continuos movimientos bucales en un imposible empeño de asentar en su mandíbula una dentadura postiza de verdes cromatismos. Apenas mantenía conversación alguna con los clientes del bar, limitándose a observar las ajenas con ese extraño tic buco-dental en su sobrada sonrisa y en el que asemejaba estar constantemente chupando un caramelo. Mi padre le servía un chato de vino blanco nada más entrar, quién sabe si como estimulante anímico, para, casi sin tiempo a consumirlo, espetarle: –«Venga, Mayoral, apura de una vez el vino y ponte a fregar los cacharros, que hoy está la pila a rebosar…»– Y allí que se dirigía el maleable Mayoral, no sin antes dedicar la más amplia de sus sonrisas a quien circunstancialmente cruzara la mirada con sus oscuras gafas. Ya en la cocina, frente a la pila, y al remangarse las extremidades de su roñoso jersey, se advertían unos llamativos tatuajes de alusiones legionarias en sus dos brazos. Una noche, en la intimidad de la cocina, me contó algo al respecto con esa voz grave que en ocasiones resultaba del todo incomprensible debido a una acusada tartamudez que se sumaba al caos sonoro producido por los huecos de su inestable dentadura: –«Sí… Me alisté a la Legión… Pero no duré mucho. Me destinaron a cocinas para pelar patatas y fregar las perolas… Pero me largaron pronto. Decían que era demasiado viejo para permanecer en la Legión…»– Más o menos cada media hora, el Mayoral se tomaba un receso y aparecía por el salón principal del bar exhibiendo una amplia y silenciosa sonrisa que, paradójicamente, dilataba aún más cuando algunos clientes le sometían a todo tipo de bromas y chanzas. El Mayoral parecía disfrutar con aquello, llegando incluso a tocar cariñosamente el hombro de aquel quien con más saña le menospreciaba. Aquella situación, del todo intolerable, concluía con la indignada voz de mi padre: –«¡Vamos, Mayoral, que no te pago para que estés ahí mirando como un tonto la televisión!»–  Me caía simpático el Mayoral. En algunas ocasiones me sentaba en una silla cercana a la cocina e intentaba que el Mayoral me contase algo de su vida, con la lógica curiosidad del niño pre-adolescente que yo era en esos años. El Mayoral era un ser reservado y silencioso que, sin embargo, parecía disfrutar con mi infantil compañía. Sin apartar sus ahumadas gafas de la cacerola que estaba manipulando y con un insufrible pestazo a vino barato en su aliento, el Mayoral se arrancaba con su característico tartamudeo: –«Cuando termine aquí, he de ir a casa de mi hermana. Me tiene toda la pila llena de cacharros y me paso toda la noche fregándolos. Luego limpio la cocina y los baños… Me dan las tantas de la madrugada cuando me retiro a dormir… Además, no quiere verme en casa durante el día y me ordena que salga a las nueve de la mañana y que no regrese hasta por la noche. Así, cuando vuelvo, tengo que fregar los cacharros de la comida y de la cena… Y como son tantos en la familia… Dice que soy un vago que no quiere trabajar pero… De verdad, no encuentro trabajo; nadie me quiere contratar a mi edad… Sólo me permite que me bañe y me afeite los sábados y eso que yo sólo me baño cada quince días…»– Por muy extraño que pueda parecer, el Mayoral narraba su patético modus vivendi adoptando una insólita expresión de complicidad y corroborando gestualmente el más que cuestionable comportamiento de su hermana.   –«Por la mañana, si es invierno y hace frío, me cuelo en el Metro y voy de un sitio a otro… Me gusta mucho viajar en Metro… En verano, con el buen tiempo, me doy un paseo hasta El Retiro y allí me quedo hasta la hora de almorzar… Voy entonces a un par de restaurantes donde me conocen y en donde me dan un bocadillo por fregar los cacharros… ¡No, no! Mi hermana sólo me deja un plato con un poco de jamón cocido para cenar… Dice que la comida es cosa mía y que me las apañe yo solo… ¡A ver, la pobre no tiene dinero para dar de comer a tantos! Dice que bastante hace con dejarme dormir en su casa… Cuando termino de fregar todos los cacharros en esos dos restaurantes me voy dando un paseíto hasta el bar de tu padre… ¡Qué buena persona es tu padre! ¡Y muy católico! Mira, esta estampita de Santa Gema me la regaló el otro día…»– Observé que el tiempo que tardaba el Mayoral en limpiar un cacharro era desesperadamente lento. — «Tu padre… Me paga bien… Una cajetilla de Ducados y cinco duros… ¡Bueno, cinco duros cuando está de buen humor! También me da la bollería que no se ha consumido durante los desayunos. Están duros, claro, pero yo les echo leche para que se ablanden… Es lo que como los domingos, cuando esos restaurantes cierran…»–  El Mayoral no paraba de mostrar su más abierta, agujereada y dinámica sonrisa mientras me relataba sus deprimentes vivencias.

Durante una temporada mi padre anduvo con la mosca detrás de la oreja en relación a un más que enigmático asunto: No acertaba a comprender cómo era posible que el Mayoral llegase en sobrias condiciones al bar para luego salir del mismo, una vez finalizada su labor, con evidentes síntomas de profunda embriaguez etílica. Cierto era, y así lo he comentado, que mi padre le ofrecía un chato de vino blanco nada más hacer acto de presencia, pero era del todo improbable que con esa irrisoria cantidad de alcohol el Mayoral sufriese una profunda alteración en su estado perceptivo. Mi padre no lograba salir de su curioso asombro: –«No lo entiendo, hijo mío. He revisado personalmente las botellas del almacén y no echo en falta ninguna. Incluso me he presentado en alguna ocasión por sorpresa en la cocina y jamás he visto al Mayoral echar trago mientras friega los cacharros. No sé qué demonios ocurre, pero el Mayoral entra sobrio en el bar y sale completamente borracho…»–  Una tarde, viendo que la persistente intriga de mi padre no parecía encontrar solución, me propuse resolver de una vez por todas esa misteriosa cuestión y, para ello, me pegué como una lapa al Mayoral desde que hizo su aparición en el bar hasta que dio por finalizada su tarea. Lo primero que realizaba el Mayoral una vez que había dado cuenta del normalizado chato de vino que mi padre le servía era cargar con el contenedor de envases de vidrio vacíos — un vetusto cubo de basura — procedentes de las diversas consumiciones para proceder a su clasificación en el almacén, esto es, para depositar cada botella en su correspondiente caja de plástico. Esta operación — llevar los cascos al almacén — se realizaba varias veces al día y en muchas ocasiones me tocaba a mí ejercerla, atendiendo al categórico imperativo de mi padre. Por eso, observando los torpes y lentos movimientos del Mayoral a la hora de proceder con este cometido y para disimular un tanto mi labor detectivesca, intenté echarle una mano. Sin embargo, el Mayoral no consintió mi ayuda: –«No, no, tranquilo, Leiter… Yo me apaño. Además, tu padre quiere que lo haga yo…»– En vista de mi frustrada iniciativa, me puse a dialogar con el Mayoral sobre temas un tanto insustanciales. Curiosamente, el Mayoral, un ser parco y escaso de palabras, se mostró muy receptivo conmigo y me dio una serie de consejos: –«Leiter, a tu edad no es bueno que estés tanto tiempo en el bar. Tú lo que tienes que hacer ahora es estudiar… Tu padre me ha dicho que eres muy inteligente y que sacas muy buenas notas. Quiere que de mayor seas abogado… A mí también me hubiera gustado ser abogado… Pero, claro, no sé escribir y apenas sé leer…»– En esos momentos, el Mayoral tuvo el infortunio de sufrir un leve corte en su mano izquierda ocasionado por una botella de Coca-Cola cuyo borde se había astillado. Como era de esperar, el Mayoral optó por abrir su agujereada sonrisa y, chupándose el dedo herido, decidió rehusar mi petición de que se sirviera del botiquín. — «No, no, Leiter… Es un rasguño de nada, je, je… Con un poco de saliva será suficiente para taponar la herida… No le digas nada a tu padre, no sea que se enfade…»–  Decididamente, el Mayoral parecía contar con una costra espiritual que le protegía de cualquier contratiempo o sinsabor de la vida. Lo que para el resto de mortales provocaba llanto, dolor o angustia, para el Mayoral significaba un simple motivo más para exhibir su acartonada sonrisa en continua danza de premolares. Fue entonces cuando por fin descubrí el «gran secreto» del Mayoral, la causa que provocaba su incomprensible tránsito de la sobriedad a la embriaguez: El Mayoral  iba colocando los cascos de las bebidas en sus respectivas cajas a excepción de las botellas de vino servidas en las comidas, las cuales depositaba en un rincón del almacén. Una vez finalizada la tarea, apuraba los apenas imperceptibles restos de vino que aún contenía cada botella, los culines, como así los denominaba mi padre, y los vertía en un solo recipiente ayudándose de un embudo de plástico que allí teníamos destinado para otros menesteres. De esta manera, el contenido de la botella elegida como improvisado recipiente albergaba toda clase de caldos, tintos, blancos, rosados e incluso algún resto de anís o brandy procedente de botellas que iban directamente a la basura. Mediante esta rudimentaria operación, el Mayoral lograba obtener casi medio litro de un insólito brevaje cuya coloración no invitaba precisamente a su ingesta pero que a él debía saberle a gloria bendita. Escondía la botella objeto del delito en una estantería y allí que se iba cada dos por tres a dar buena cuenta de aquel estrafalario elixir. Una vez exprimida hasta la última gota, colocaba la botella junto al resto de recipientes de vino, con lo que eliminaba cualquier huella de su pícaro manejo. El Mayoral no pareció molestarse con mi presencia aunque, con ese insufrible tartamudeo, intentó obtener mi infantil complicidad: –«Claro, Leiter, no voy a dejar que se desperdicie ese vino… A mí me gusta mucho el vino y, además, me quita el hambre. Un coronel médico de la Legión me dijo que el vino es muy sano para el corazón… Oye, no le digas nada a tu padre, no sea que se enfade y ya no quiera entonces que venga a fregarle los cacharros…»–  Esta ha sido la primera ocasión en que he revelado el «secreto» del Mayoral.

A última hora de la tarde, y coincidiendo con los horarios del Mayoral, solía aparecer por el bar una mendigante anciana que a duras penas podía sostenerse en pie debido al espeluznante entumecimiento que padecía en sus piernas, repletas de unas abultadas y vistosas varices a punto de estallar y que, a buen seguro, eran consecuencia de los excesos alcohólicos de su dueña. La Gurina, como así era conocida en el barrio, se sentaba en uno de los taburetes del bar y en una media hora daba cuenta de dos o tres botellines de cerveza (Eso sí, servidos sin vaso, a morro, en un intento de contrarrestar los escrúpulos del resto de clientes). Muchos vecinos no daban crédito a la delirante escena que componía la Gurina en su patético homenaje al dios Baco. Pero, a semejanza del Mayoral, la Gurina no hablaba apenas ni mucho menos molestaba al resto de clientes. Se tomaba en silencio sus cervezas y pagaba religiosamente juntando las pesetas y céntimos que había conseguido recaudar en sabe Dios qué pórtico de parroquia. El Mayoral nunca salía al salón principal cuando la Gurina se encontraba en el mismo durante aquellos recesos que desesperaban a mi padre. Se limitaba a sentarse en una silla del salón, encendiendo un pitillo tras otro, y observaba a lo lejos a la pedigüeña con cara de bobalicón. Una tarde de esas, el Mayoral me lo confesó todo (Ya había apurado enteramente el contenido de su experimental mixtura de vinos): –«Pero Leiter, si la pobre no tiene otra ropa que ponerse… Pues normal que venga todos los días vestida así… Además, yo no la veo tan sucia como tú dices… Parece una buena mujer y es muy guapa de cara…» — La Gurina era uno de los personajes más siniestros que hubieron nunca de pisar el bar –«… Yo la observo todas las tardes, cuando pasa por aquí camino de los servicios para cagar… Me… Me gustaría poder invitarla a una cerveza en otro bar, por ahí, los dos solos… Pero, claro, yo no tengo casi dinero y… ¡A ver! ¿Quién va a fregar entonces los cacharros? Yo… Esto…» — El Mayoral comenzó a tartamudear con una mayor y más acelerada frecuencia — «… Esto… Me… Me pongo colorado cuando me mira y no me atrevo a decirle nada… Me… Me da vergüenza…»– Efectivamente, la Gurina aprovechaba los excusados públicos del bar para soliviantar sus necesidades fisiológicas mayores. Fue durante una de esas idas y venidas a los aseos del local cuando se produjo uno de los episodios más estrambóticos y rocambolescos que hayan ocurrido nunca en el bar de mi padre: En aquellos tiempos, el papel higiénico que se utilizaba para estos ineludibles y escatológicos menesteres presentaba un mayor grosor y no era de tacto tan suave como los de hogaño. Algún clamoroso despiste debió sufrir la Gurina en plena faena evacuativa y posterior limpieza de residuos, ya que al salir la pobre del cuarto de aseo llevaba colgando, desde lo más íntimo de sus zarrapastrosas faldas, la tira de papel de un rollo que paulatinamente se iba desmadejando tras ella. Probablemente, y como consecuencia de los vapores etílicos, la Gurina se había olvidado de cortar la última porción del papel empleado para limpiar su trasero tras defecar y así, a modo de innombrable y fétida cataplasma, el papel había quedado adherido al mismo formando un único cuerpo. Según avanzaba la Gurina, y dada la ya comentada resistencia del material empleado, el papel se iba desenrollando cadenciosamente desde el punto en el que se encontraba ubicado el rollo principal. Quienes fuimos testigos de aquella surrealista escena reaccionamos con gran variedad de emociones: Mi padre grito: –«¿Gurina, pero qué cojones llevas ahí colgando?»– y acto seguido se persignó; otros se echaron las manos a la cabeza; los más, arreciaron en abiertas y lacerantes carcajadas; y yo… Pese a mi edad pre-adolescente, me comporté como un mal cristiano y, por más que me tapé las fosas nasales, no pude evitar el sonoro estallido de incontenible risa que me produjo tan rimbombante escena en la que parecía que la pobre Gurina portaba una inconcebible bata de cola extensible sobre sus espaldas. Fue la única vez en mi vida que vi al Mayoral gritar como un loco: –«¡Gurina, Gurina! ¿No ves que llevas el papel de cagar colgando? ¡Gurina!»–  El papel higiénico demostró una enorme resistencia, ya que incluso fuera del bar, en la calle, el rollo iba desplegándose sin atisbos de fractura. El Mayoral, corriendo tras ella, puso fin a la esperpéntica escena arreando un enorme pisotón en la improvisada cola que arrastraba la Gurina y logrando, por fin, que el papel se rasgara. A todo esto, la anciana no parecía haberse enterado absolutamente de nada y seguía su camino como si tal cosa. Por desgracia, el sector de los juerguistas acabó por contagiar mediante sus carcajadas al resto de la clientela. Sólo mi padre ofrecía una tenaz resistencia a la colectiva algarabía que aquel inolvidable suceso había provocado: –«¡Pues no está caro ni nada el papel higiénico como para ir por ahí desperdiciándolo! ¡De eso nada! ¡A esa le cobro yo mañana una peseta más por botellín, como está mandado!»– Yo no podía articular palabra, preso de una irremediable risa, pero más que por lo vivido con la Gurina, por ver al Mayoral intentar explicarse en el salón del bar, en medio de todo el jolgorio: –» A… A la pobre se le enganchó el papel en el culo y claro… Je, je… No pasa nada, hombre, no tiene importancia… A mí, en la Legión me ocurrió algo parecido en las letrinas, cuando la novatada…»– Comentaba el Mayoral sosteniendo una tira de papel en la mano al tiempo que iba recogiendo el resto extendido por el suelo.

Algunos años antes de fallecer mi padre, el Mayoral desapareció y ya no supimos nunca más de él. Quizás tuvo algún golpe de fortuna o, tal vez, su descuidada vida le acabase pasando una irremediable factura. A día de hoy, es prácticamente improbable que siga con vida a no ser que haya rebasado el centenario de años. Si esto, desgraciadamente, es así, ahora puedo entender lo que ocurrió la otra sobremesa durante una partida de mus en la que estaban participando Lucifer y San Pedro en un recóndito lugar del Universo. Lucifer, visiblemente contrariado, comentaba a San Pedro entre juego y juego: –«Nada, no hay manera, querido Pedro: A ese nuevo viejete que está en los fogones celestiales no hay manera de sacarle de quicio. He ordenado a dos de mis diablillos que le chinchen por entre los ventanales de la cocina. Pero me cuentan que el viejo les mira y les sonríe con un extraño movimiento de boca… No sé, Pedro. A este no le tentamos. Por cierto, una pregunta: ¿Acaso es tan brillante el cielo como para que el tipo ese no se quite las gafas ni para fregar?»–